FALSA DENUNCIA

(UNA CAMPANA DE CRISTAL)

__

 

 

José María Collado

 


 

 

 

 

 

 

Índice

 

 

 

ALICIA

ULISES

PAULA

AURELIO Y BENEDICTA

MACARENA

RASHID

EL DOCTOR CIPRÉS

ALBERTO Y MATEO

MARGA

LOLA

LA SANJUANADA

AUTOMÓVILES BANDRÉS

ILONA

REMORDIMIENTOS

EPÍLOGO

 

También en lecturas-hispanicas.com

 


 

  

“Cuando emprendas tu viaje a Itaca

pide que el camino sea largo,

lleno de aventuras, lleno de experiencias (…), que muchas sean las mañanas de verano en que llegues a puertos nunca vistos antes”

 

(“Ítaca”, Constantino Kavafis)

 

 

 

“Algunas veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que nos gustaría conocer”.

 

(Paulo Coelho)

 

 

“Casi todos los problemas de esta vida son problemas humanos. Estos problemas normalmente hablan, andan y suelen tener, o han tenido, una cabellera en la parte superior de la cabeza”.

 

            (“Máximo rendimiento”, Brian Tracy)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ALICIA

 

Un año antes de la boda y de mudarse a vivir a Jaca, Ulises Laguarta abrió allí su modesta empresa con escaso capital y mucho entusiasmo. Durante los primeros meses, su principal ocupación consistió en adelantar dinero, puesto que solo surgían trabajos esporádicos y mal pagados. Más adelante, cuando algunas comunidades de vecinos lo contrataron, comenzó a tener algunos ingresos fijos que se esfumaban rápidamente a su paso por oficinas de bancos y proveedores. Así que, tras muchos esfuerzos, infinitas jornadas y horarios intempestivos, no conseguía que el negocio remontara y a su nuevo hogar llegaba el dinero de manera escasa e irregular. Menos mal que su madre les había ayudado en algunos momentos de apuro, a escondidas de su padre que no solía ser tan generoso. Y también, durante las primeras Navidades de casados, hasta los padres de Alicia contribuyeron a que no fueran tan patéticas con una caja de langostinos, varios paquetes de polvorones y turrones y un suculento jamón de Teruel. Recientemente, el gerente de la Cooperativa de Ganaderos Valle del Aragón le había propuesto hacerse cargo del mantenimiento de las bombas y sistemas de calefacción en las granjas de sus socios. Eso podría suponer otra entrada de ingresos fijos, pero todavía había que concretar los detalles y, sobre todo, los precios.

La realidad era que Ulises, durante los últimos tiempos, se había visto sobrepasado por los acontecimientos en numerosas ocasiones y alcanzado a comprender en todos sus matices el significado de la palabra pánico. La constante penuria económica en la que se halló inmerso le zarandeó con dureza, a pesar del impulso de Alicia en la que confiaba plenamente. Ella había sido la que en su momento se empeñó en que, mientras no abriera su propio negocio, el trabajo como simple granjero no les iba a permitir salir adelante y casarse. Así que, el año anterior a la boda —una vez quedó inaugurada la nueva puerta de comunicación entre comarcas a través de los túneles de Yebra de Basa—, y gracias a la firma de sus progenitores ante los apoderados de la Caja Rural, le concedieron un préstamo de quince mil euros. Con ese capital y por recomendación de su padre, compró a plazos una furgoneta mixta con sesenta mil kilómetros en Automóviles Bandrés de Jaca. Y en la calle Fondabós de la capital pirenaica alquiló un pequeño local donde instaló su empresa a la que acudía a diario desde la granja familiar en Escún, al nordeste de la Sierra de Guara.  

Por insistencia de la propia Alicia habían comenzado también los preparativos del enlace. En eso andaba centrado, hasta que surgió un contratiempo que le condujo a replantearse la situación. Parecía indiscutible que necesitaban modificar sus planes. Se citaron a última hora de la tarde en el merendero situado a las afueras de Fiscal, a doscientos metros de donde vivía ella con sus padres. En presencia de su novia, sin embargo, la claridad de ideas con la que había acudido se esfumó como vapor de agua. El encuentro no transcurrió como esperaba. Se mostró torpe e inseguro y desviaba constantemente la mirada a la puntera de sus gastadas botas camperas.    

—¡Cariño, hay novedades! Tenemos que hablar.

—¿Qué ocurre?

—¿Te acuerdas de Julio Pescater? El constructor ese de Biescas que es primo de mi madre…, el que me iba a ayudar a sacar adelante la empresa… y me iba a encargar varias comunidades de vecinos.

—Sí, ¿por…?

—Es que…, me ha llamado esta mañana y me ha dicho que ahora no puede ser…, que quizás más adelante. Por lo visto le ha debido surgir un compromiso con uno de Sabiñánigo.

—¡No me fastidies!

—Ya ves…

—¡Qué cabrón!

—¡Pues sí! La verdad es que no me lo esperaba, parecía un elemento serio y de palabra, ¡pero ha resultado un gilipollas! He hablado con mi madre y me ha dicho que en la familia tiene buena reputación, pero que, claro, más no…

—¿Y ahora qué coño vamos a hacer, Ulises? —una lágrima asomó por la cara de Alicia, comenzando a resquebrajar la firmeza de ideas con la que él se había blindado para la ocasión.

—Yo…, he pensado que lo mejor sería seguir por ahora con la empresa… y, más adelante, cuando en un par de años remonte un poco, ya celebraríamos la boda y…

—¿Suspender la boda ahora? ¿Pero estás loco? ¡Joder, si sólo faltan seis meses!

—Ya. Pero es que, Alicia, en este momento no veo…

—¡No podemos suspenderla! ¡De ninguna manera! ¿Tú sabes lo que diría la gente? ¡Seríamos el hazmerreír de la comarca! ¡Menudo ridículo! ¡Ni hablar! Lo que tenemos que pensar es cómo solucionamos lo de los gastos y después, ¡ya se verá!

—Pero, ¿y qué quieres que hagamos?

—Vamos a ver…, lo más importante que hay que salvar es el banquete, porque el piso, ya está casi montado.

—¿Y el viaje de novios?

—¡El viaje lo pagamos con los regalos de los invitados! Les decimos a todos que nada de porcelanas y vajillas, que mejor nos regalen el dinero ¡y a tomar por saco!

—¿Tú crees que eso…?

—¡Sí, sí! No te preocupes, ¡es muy habitual hoy en día!

—Si tú lo dices. Oye, ¿y el banquete? ¡Joder, no nos llega ni de lejos!

—Con el banquete me temo que no queda otra que pagarlo las familias de los dos a escote.

—¿Cómo que a escote?

—¡Muy fácil! Cada familia paga la parte de invitados de cada uno de nosotros, y de los de ellos; así, el que invite a menos gente, pues paga menos. Y los invitados que sean de los dos, a medias.

Nunca olvidaría cómo enrojeció hasta la raíz del cabello cuando acudió a ver a sus amigos para pedirles que, en lugar de ese regalo que tenían pensado, le entregaran efectivo. Hubo algunos que no lo entendieron y se lo tomaron bastante mal. Salvo Alberto, compañero de pupitre en la escuela, que le dio un abrazo, la mayoría prefirió guardar un espeso y frío silencio, más expresivo que mil reproches a la cara. Tuvo que echarle auténtico arrojo para superar la vergüenza que le causó. En casa aceptaron con resignación el reparto equitativo de los costes del banquete de celebración que habían encargado en el restaurante del Hotel Sobrarbe de Boltaña. Su familia no nadaba precisamente en la abundancia desde que la entrada en la Unión Europea hundió el mercado lechero. Pero por su único hijo harían el esfuerzo de menguar sus escasos ahorros antes que solicitar un nuevo préstamo.

Seis meses después, se presentó a la boda envuelto en un torbellino de sensaciones nuevas y extrañas. No es que no quisiera a Alicia —estaba seguro de que sí—, pero con veintiocho años cumplidos era consciente de que se disponía a dar un paso decisivo en la vida y no estaba convencido de ser él quien hubiera tomado libremente la decisión. En su mente se arremolinaban ideas dispares sobre lo que estaba viviendo ese día. Lo que más le desconcertaba era una cierta impresión de ajenidad, como si se tratara de un mero espectador de aquella ceremonia. Por eso, cuando a la puerta de la iglesia de Santa María cayó sobre él la lluvia de arroz lanzada con entusiasmo por invitados y familiares, le impactó también la sensación de que se trataba de un error o malentendido, porque no recordaba siquiera haber pronunciado el sí quiero en el altar. Parecía que hubiera sido otro el que hubiera dado el paso y él no fuera sino uno más de esos trajes oscuros invitados al enlace.

—¡Feli…, ci…, dades!

—¡Gracias, Alberto!

—¡Joder, Ulises! M’alegro mucho por ti. ¡Te llevas una gran mujer! Espero que te…, que te vaya mú bien, ¡de verdad! Te lo digo de co…, de corazón.

Era evidente que, durante la cena de celebración en el hotel, su amigo de la infancia había tomado demasiados vodkas con limón. Siempre había percibido una secreta devoción de Alberto por su novia que, por timidez, no se atrevía a mostrar. Le dio un abrazo exagerado y hasta un beso y se alejó, tambaleándose entre el barullo de bebedores cercanos a la barra. Allí, en una esquina remota, se había apartado para escapar de los familiares de Alicia que no cesaban de felicitarle con efusividad y a los que apenas conocía.

—Somos los primos de Benasque, Juan y Loreto. ¡Muchas felicidades, muchacho!

—¡Gracias! ¡Encantado!

—Somos los tíos de Salas Altas.

—¡Mucho gusto!

—¡Felicidades! Somos…

Nunca había sido alguien a quien le costara relacionarse, pero esa noche había perdido la cuenta de cuántas sonrisas, manos y besos regaló a completos desconocidos. Se acercaban a él posiblemente con la mejor intención, aunque no dejaban de prodigarse con un gesto de despedida y, fundamentalmente, de consuelo, al igual que si se tratara de un funeral. Transcurrieron los minutos y esa sensación parecía cada vez más fuerte. Entendía lo del adiós a su vida anterior, pero no imaginaba qué podía estar perdiendo en esos momentos. Siempre había supuesto que uno, en su boda, se limitaba a disfrutar y no a castigarse con la idea de que abandonaba algo en la orilla del camino.  Ignoraba por qué, pero desde luego no estaba saboreando demasiado «el gran día». Es cierto que, a ratos, tuvo a su lado el apoyo de una buena parte de la familia de su padre —con la de su madre nunca hubo mucho contacto—, que no quisieron perderse el acontecimiento. Finalmente, cansado de corresponder a tantos besos y abrazos, había preferido apartarse de todos. Absorto en ese remolino de pensamientos, no se percató de una maraña de gasas y tules blancos que se deslizaba como un torbellino por el parqué del salón hasta el extremo de la barra donde se había refugiado.

—Pero ¿y qué haces aquí solo?

—Nada, que estaba…

—¿Tú sabes la de gente que me está preguntando en las mesas dónde está mi marido y no sé qué coño decirles?

—Ya, bueno…

—¡Haz el favor de venir conmigo a saludar! ¡Pues si hasta tu amigo Alberto me hace más caso que tú! Empezamos bien.

—¡No te rayes, Alicia, que voy ahora mismo!

Ese cúmulo de sentimientos contradictorios durante la boda y el festejo no dejó de acompañarle en los días posteriores, mientras recorrían Mallorca en un coche alquilado. En el hotel de Palma donde se habían alojado, conocieron a otra pareja de recién casados llegados desde Murcia que también deseaban conocer la isla. Así que compartieron el alquiler de un vehículo y cada mañana salían los cuatro juntos a conocer sus parajes. Visitaron Lluchmajor, Cala Pi, Cala d’Or, Magaluf y, por supuesto, también tuvieron oportunidad de padecer con ellos el mareo que les causó la revirada carretera que conducía al puerto de Sóller. Conforme pasaban los días, Ulises tomaba consciencia de que se acercaba el final de esa etapa de turistas despreocupados y su desasosiego iba en aumento. Sabía que a su regreso se enfrentaban a unos ingresos demasiado precarios para mantenerse por sí mismos. Si, como él había razonado en el merendero de Fiscal, hubieran aplazado la boda para más adelante, hasta dar tiempo a que prosperara el negocio, ahora no se encontraría metido en semejante berenjenal. Alicia, que siempre hilaba muy fino, se interesó por lo que le sucedía cuando, al regresar de la excursión a Pollensa, subieron a la habitación para cambiarse de ropa.

 —¿Qué te ocurre, cariño? La murciana me ha preguntado a mediodía si estabas enfadado por algo, porque llevas todo el día con un careto que cualquiera diría que estás de funeral, en lugar de en viaje de novios.

 —¿Eh? ¡No, nada! No me pasa nada.

—¡Joder, si no hay más que mirarte! ¿Cuál es el problema?

—Bueno…

—¿Qué?

—Es que no sé si te das cuenta, ¡hostia! que cuando pasado mañana volvamos, tendremos que salir adelante nosotros solos.

—¿Y…?

—Pues…, que el negocio está empezando y que los ingresos no alcanzan.

—¿Por eso estás tan mustio? ¡Cariño, tú no te preocupes! Estoy convencida de que con lo que tú vales ¡ya verás cómo poco a poco lo sacas adelante!

—¿Tú crees?

—¡Pues claro! En cuanto te conozcan mejor y vean lo bien que trabajas, ¡te van a llover los clientes!

—¡Joder, eso espero!, Porque si no…

—¡No te agobies! Tú sigue poniéndole las mismas ganas y verás cómo no hay problema.

—No, si tú ya sabes que yo, a echarle narices, ¡no me gana nadie!

—¡Por eso! No te preocupes más que ahora lo que toca es disfrutar del viaje. ¡Anda! Ponte la camisa de flores que te queda muy bien.

—¡Vale, vale!

Ya en el aparcamiento para largas estancias de la T1 del aeropuerto del Prat, donde recuperaron la furgoneta mixta para la vuelta, notó una pequeña molestia en el pecho. Y, unas horas más tarde, cuando alcanzaron la calle Correos de Jaca donde habían alquilado su modesto piso, la molestia se transformó en una opresión que no le permitía respirar. Consiguió aparcar delante del portal y, caminando detrás de Alicia, subió la escalera como pudo hasta la segunda planta, cargado con las maletas, porque el añejo edificio no disponía de ascensor. Cuando abrió la puerta, se asfixiaba y soltó el equipaje de golpe, en medio del minúsculo recibidor.

—¡Coño, Ulises, ten un poco de cuidado! Además, acuérdate que va dentro la lamparita que compramos en el Museo Chopin.

—¡Ya! Perdona, pero es que, ¡joder, pesaban demasiado! Y de subirlas a brazo se me estaba durmiendo la mano.

—¡Deja! Ya me ocupo yo de las maletas, que tú estarás cansado de conducir. Siéntate en el sofá y pon la tele que ahora iré yo.

Con el aliento entrecortado, obedeció y se acomodó en el saloncito. Estaba amueblado tan solo por un sofá y un aparador bajo de madera de pino que él mismo barnizó un mes antes. Allí, habían situado el televisor y algunos de los libros que conservaba desde la niñez. No le apetecían lecturas en ese momento. Encendió la pantalla casi a tientas porque su vista no distinguía las teclas del mando a distancia; ni las imágenes que aparecían ante él borrosas y desdibujadas. Notaba la boca seca y con un regusto metálico. También le martirizaba una molestia constante en el párpado, como si algún engranaje interno hubiese agotado el lubricante. Se frotó el ojo con fuerza, pero no consiguió alivio. No dejaban de acudir a su mente las dos citas que tenía al día siguiente con los dueños de la ferretería y el almacén donde se suministraba de material para su negocio. Debía liquidarles el puñado de albaranes del mes pasado que tenía pendientes. Creía recordar que con el dinero que había en la cuenta alcanzaba para pagar el alquiler de la calle Fondabós y los plazos del crédito, pero nada más. No quedaría ni un euro para ingresar la renta del piso, hacer la compra en el súper o ponerse al día con esos proveedores. No tenía la menor idea de cómo solucionar semejante embrollo. Deberían haber pospuesto la boda cuando se lo propuso a Alicia, pero se mostró blando o demasiado ingenuo y se dejó convencer. Y ahora, era él quien debía dar la cara ante los demás. No sabía qué excusas ofrecer a los almacenistas. Trató de idear alguna propuesta, pero a su cabeza no llegaban las ideas con fluidez, enturbiadas por ese desagradable sabor en la boca y un malestar añadido en la garganta; un nudo corredizo que lo estrangulaba, forzándole a carraspear constantemente. Dándole vueltas y más vueltas a sus problemas, los minutos transcurrieron sin darse cuenta.

 —¡Coño, Ulises! ¿Aún estás así? Las maletas están deshechas hace rato y la cena lleva en la cocina más de diez minutos… ¡que tú mañana te vas a trabajar, pero yo también tengo que ir a arreglar papeles de la Universidad a distancia!

 —¡Sí, claro! No te preocupes que me cambio enseguida.

—¡Venga, hombre, que mañana estrenamos nueva vida!

—¡Voy, voy!

Conforme transcurrían los meses, percibía que, a pesar de las estrecheces económicas, se adaptaba mejor de lo esperado a su nuevo estado de recién casado. Se había acostumbrado a una rutina cómoda que le ofrecía cierta seguridad personal. Cuando a mediodía terminaba en el negocio, sabía que, al llegar a casa, Alicia le estaría esperando con la comida servida en la mesa. No tan sabrosa como la que cocinaba su madre, pero aceptable. Y al cerrar su pequeña empresa, al final de la jornada, ella le aguardaría en la salita, sonriente y cariñosa, para decidir juntos qué ver en la tele después de cenar. Mucho antes de finalizar el programa, ella se quedaba adormilada, apoyada en su regazo; y, cuando daban las once, la despertaba con suavidad para marchar juntos a la alcoba. Así, un día tras otro.

Algunos fines de semana se citaban con otras parejas jóvenes de Jaca, principalmente Javier y Luisa. Él era hijo de un importante industrial que elaboraba el queso Pirineos, uno de los más premiados en la zona; y su mujer, la hija mayor del Juez de Instrucción y que, como Alicia, estudiaba a distancia para conseguir el mismo título de trabajadora social. Se entendían bien y disfrutaban con ellos de sencillas cenas o de algunas salidas a los valles. Solamente había un tema de discordancia: eran fervientes católicos hasta la médula. Ulises, en su infancia, sí que había practicado como todos los niños de la escuela, pero conforme se transformaba en adulto, con gran disgusto de su madre que era muy devota, apartó a un lado ritos y creencias. Dejó de formularse las eternas preguntas de la humanidad sobre cuál pueda ser nuestro destino y decidió que la vida era demasiado corta como para perder el tiempo haciendo cábalas sin una respuesta definitiva. Alicia tampoco poseía una auténtica fe religiosa; simplemente se adaptaba a las circunstancias al igual que un camaleón, como le bromeaba él. Con su boda no hubo cambio alguno. Se inscribieron en los cursillos que les impuso el párroco, confirmaron los votos que sus padres proclamaron cuando eran niños y sufragaron el gasto que conllevaba la ceremonia. Pero no volvieron a pisar una iglesia. Javier y Luisa no pensaban igual. Intermitentemente, en sus conversaciones salían a colación temas que la Iglesia Católica consideraba dogma y sobre los que ambos mantenían firmes creencias. Mientras Alicia asentía con naturalidad y sin contraer un músculo del rostro, Ulises debía hacer verdaderos esfuerzos para guardarse su opinión. Procuraba evitar asuntos tan triviales hoy en día como el divorcio, la homosexualidad o las píldoras anticonceptivas; y cuando, a pesar de su empeño, se hablaba sobre ellos, derivaba la conversación a lugares comunes o a temas menos conflictivos, como los sobrecostes del nuevo pabellón municipal de hielo o el partido de fútbol de la tarde anterior. Pero finalmente, el asunto religioso se presentó de lleno en sus conversaciones. 

A mediados de octubre, hayas, robles y arces de los valles de Hecho y Ansó comenzaban a teñirse de un atractivo color bermellón que invitaba a su contemplación. Un sábado por la mañana, las dos parejas salieron de excursión para detenerse cerca de Siresa, dejando la furgoneta mixta muy cerca de la orilla del Aragón Subordán. Disfrutaron de la buena temperatura y del agradable sol otoñal. Al mediodía, tendieron las mantas para dar cuenta de los platos que las chicas habían preparado en casa la tarde anterior. Cuando terminaron la comida, ellas se alejaron entre la vegetación, buscando un lugar adecuado para evacuar sus necesidades. A los dos minutos de ausentarse, Javier dejó claro que no iba a conformarse con las vaguedades habituales que le dispensaba y dio comienzo un serio interrogatorio. No sabía cómo escapar del atolladero.

—Pero ¿vosotros vais a la iglesia los domingos?

—No…, no te entiendo muy bien.

—¡Sí, hombre! Que si los domingos, Alicia y tú vais a misa.

—Verás…

—¿Sí?

—Por supuesto que de pequeño yo no…, no me saltaba ninguna.

—Ya.

—Y mi madre tiene mucho fervor.

—Entiendo.

—¡Pero, joder! Ahora, yo con el trabajo y Alicia con los estudios…

—O sea, ¡que no vais a misa ninguno de los dos!

—Pues la verdad…

En ese momento aparecieron de vuelta ellas. Se le abrió el cielo.

—¿Qué tal chicos?

—¡Bien, bien! Hablando de todo un poco.

—Precisamente ahora le estaba comentando a tu marido que no me sonaba haberos visto los domingos en misa.

—¡Eso mismo le dije a Ulises el otro día! ¿Te acuerdas, cariño? ¡Tienes toda la razón, Javier! Y comentamos que teníamos que volver, ¿verdad? Porque no puede ser que los de aquí no demos ejemplo y sean los de fuera los que nos tengan que enseñar a acudir a la iglesia, ¿no?

—¡Estoy completamente de acuerdo contigo, Alicia! Exactamente eso mismo fue lo que nos comentó el último día D. Joaquín, el cura. Que debíamos tomar ejemplo de otros pueblos que han venido de fuera a vivir a España y que no tienen reparo en proclamar su fe.

—¡Si es lo que yo digo!

Una vez más, comprobó cómo su mujer le sacaba varios cuerpos de ventaja en rapidez de reflejos y en lo que se refería a sortear conflictos en las relaciones sociales. A partir de entonces, comenzaron a dejarse caer algunos domingos por la iglesia y sus amigos, desde ese momento, les demostraron otra consideración en su trato. Ahora los contemplaban como unos más de los suyos. Unos auténticos católicos practicantes.

Aunque los ingresos de su negocio mejoraban lentamente y ahora le permitían cubrir gastos con un mínimo margen de beneficio, no se libraba de algún susto de vez en cuando. Como cuando se rompió el compresor y hubo que reponerlo con urgencia. O, pocos meses después, con el golpe que dio a la furgoneta contra un muro de piedra en la granja de sus padres y cuya reparación el dueño de Automóviles Bandrés aceptó que pagara a plazos. Esa inseguridad económica que intermitentemente le perseguía, comenzó a aliviarse un martes por la mañana en el que Javier le llamó al móvil y le preguntó si podían hablar. Se citaron una hora más tarde en la Cafetería Boira de la Avenida de Francia. Apareció acompañado de su padre. Mantenían un notable parecido entre ambos, con treinta años de diferencia. Se sentaron a una mesa y tomaron un café juntos.

Puedes llamarme José Miguel.

—¡Encantado! ¿Y en qué puedo ayudaros?

—Pues resulta que mi padre está muy descontento con la empresa que lleva el mantenimiento de las queserías.

Estoy hasta más arriba de ellos. ¡Son unos informales de tomo y lomo!

—Ya veo.

—¡Y claro! Mi padre y yo queremos a alguien de confianza, alguien con unos principios…, como nosotros.

Se acordó de la excursión a Siresa y mentalmente le dedicó una reverencia a Alicia por sus habilidades sociales.

—¡Déjame a mí, hijo! En resumen, Ulises, necesito a alguien serio y de verdadera confianza para que se ocupe de manera concienzuda del mantenimiento de mis queserías.

—Ya…

 —Que no tenga que andar todo el día como hasta ahora, detrás de él, ¡persiguiéndolo con el lazo!

—¡Bueno! Yo estoy a vuestra completa disposición. ¿Qué os hace falta?

Y el resto de la mañana lo dedicaron a concretar cuáles eran las necesidades de las queserías Pirineos y a concretar un precio con descuento para su trabajo. Aquel aparente respiro en sus apuros económicos dejó espacio para otro deseo inaplazable de Alicia. No estaba dispuesta a esperar más tiempo para quedarse embarazada. Por supuesto que Ulises tenía intención de ser padre, pero no veía la necesidad de acelerar ese momento. Creía que los dos aún eran demasiado jóvenes y que podían disfrutar de muchas cosas antes de la llegada de un hijo. Además, su situación económica no iba a mejorar de la noche a la mañana. Sin ir más lejos, la semana anterior, cuando habían acudido los dos a un cajero automático de la calle Mayor para sacar efectivo y comprar algunas cosas en el supermercado, la máquina se tragó su tarjeta sin previo aviso. Aquella rebanada de plástico se había cansado de prestarle un dinero que no era capaz de reintegrar a tiempo al banco. Tuvieron que regresar a casa de vacío y con el rostro demudado. Se acomodaron en el sofá de la sala con la tele apagada.  Sin pronunciar una palabra. Les recorría el cuerpo una desagradable sensación de orfandad y abandono. Y se vieron a sí mismos como las personas más desdichadas de la ciudad. Pero cuando, unos días más tarde, Alicia se empeñó en que debían salir a cenar para celebrar la incorporación de su nuevo cliente, el devoto quesero, parecía que hubiera borrado de su mente esos sinsabores. Como si nunca hubieran existido. Y dejó muy clara su postura que, al igual que con la boda, no admitía retrasos.

—Bueno, cariño…

—¿Sí?

—Que ahora, con estas buenas noticias, ya no hace falta esperar más.

—…

—¡Claro! Con la buena fama que llevan, teniendo a tu cargo las queserías Pirineos, ¡van a lloverte los clientes!

—¡Bueno, bueno, que tampoco es para tanto, joder! La cuota fija la he tenido que ajustar mucho para que no se me acojonaran, y el padre de Javier me ha atornillado de lo lindo en los precios, así que no te creas que es ningún chollo.

—Ya, pero tú sabes que dinero llama dinero y que ahora que hemos roto la racha, en cuanto se corra la voz que son clientes tuyos, los demás van a venir en cadena.

—No sé yo si va a ser tan sencillo.

—¡Que sí, coño! ¡Ya verás como vienen!

—¡Ojalá!

—Pues eso, que ahora que no vamos a pasar tantos apuros, y como me paso el día en casa recluida con los estudios, pues que es un buen momento para que yo…, para que nosotros…

—No te pillo.

—¡Joder, Ulises! ¡Para que me quede embarazada!

—¡Ah!

—¿Ah? ¿Solo dices eso? ¿Es que no te hace ilusión?

—¡Sí, sí! ¡Pues claro que me hace ilusión! ¡Pero leches!

—¿Qué?

—Que pensaba…

—¿Qué pensabas?

Pues, que creía que íbamos a esperar algo más. Todavía es un poco pronto, ¿no te parece?

Ella lo miró fijamente a los ojos, mientras vertía una sola lágrima que resbaló lentamente por su mejilla. No contestó a su pregunta. Le observaba con una expresión rota y abatida, de animal que a él nunca le hubiera abandonado. Se le desgarró algo por dentro. En una milésima de segundo, sus propias ideas sobre la paternidad las puso a un lado, desechadas; lo importante era no causarle ningún daño a ella por su falta de madurez.

—Pero que vamos, ¡que no hay problema!, que sí tú crees que ya es el momento, ¡por supuesto que adelante!

—Lo dices por decir. ¡Pero no lo sientes de verdad!

—¡Que no, joder, que no! ¡Claro que lo siento, cariño! Lo que ocurre es que no lo esperaba y me has pillado un poco de sopetón, ¿sabes? ¡Pero estoy tan ilusionado como tú!

Y de esa manera comenzó una nueva etapa en su vida. Cada mañana, Alicia le despertaba en la cama con arrumacos y besitos. Poco a poco, iba recorriendo con habilidad la anatomía de su marido hasta concretar su buena disposición. Y, cuando entendía que su miembro alcanzaba pleno esplendor y se aproximaba el momento, pasaba a cabalgarle como si le fuera la vida en ello. Nunca se había mostrado de esa manera en sus relaciones. Habitualmente, en ese terreno actuaba de una manera bastante pazguata y ahora, en cambio, parecía sacudida por un cierto desenfreno, como si le hubieran dado permiso para mostrar lo que llevaba escondido dentro, sorbiendo el botellín del sexo hasta el fondo. Y así, cada día. Uno tras otro. Al llegar el fin de semana, se sintió igual que un felpudo pisoteado. Como el plato rebañado que dejan limpio y brillante. No tenía ninguna apetencia de más sexo, pero tampoco sabía cómo dejárselo claro a ella sin herirla nuevamente. Al despertar, al igual que cada mañana de los últimos días, Alicia dio comienzo a sus labores de calentamiento, pero esta vez, el juguete no funcionaba. Manoseó, frotó y acarició sin descanso. Pero no consiguió su objetivo. Asomó la cabeza por encima de la sábana y le miró extrañada.

—¿Te ocurre algo, cariño? ¿Estás bien?

—¿Yo? ¡Sí, sí! ¡Perfectamente! Es que no me acabo de centrar.

—Ya lo veo, porque esto no va ni para delante, ni para atrás.

—Bueno…

—¿Qué?

—A lo mejor…

—¿Qué ocurre?

—No sé, igual es cuestión de darle un poquito de pausa al tema.

—¿Quieres decir…?

—¡Eso! Que no podemos estar un día tras otro con lo mismo.

Ella compuso un gesto de incomprensión y se acomodó a su lado, cubriéndose el pecho con la sábana.

—Pues no lo entiendo.

—¿El qué?

—¡Coño, que no lo podamos hacer habitualmente! Porque fíjate, por ejemplo, Javier y Luisa, sin ir más lejos.

—¿Qué les pasa?

—Pues que han decidido ir a por todas para quedarse embarazados y llevan desde hace tres semanas sin parar ¡y él tan campante!

—¿Te lo ha contado ella?

—Sí, pero es un secreto casi de confesión, porque si se entera Javier de que me lo ha dicho, se armaría la mundial…, con lo curita que es él.

—¿Y llevan tres semanas sin parar?

—Eso me ha comentado.

—¡Joder, pues no lo comprendo! Yo es que no me veo capaz de tanta caña.

—¡Bueno! Tú no te preocupes, que vamos a dejar que te recuperes. Ahora nos tomamos un par de días de descanso, ¡y ya verás cómo el lunes vuelves a estar en forma!

—Pues la verdad es que me vendría bien.

—¡Pues eso!

Y pudo descansar cuarenta y ocho horas, antes de pasar nuevamente por el rodillo. De cualquier modo, tanta actividad sexual durante aquellas semanas, sin otro ánimo que el de procurar dejarla embarazada, comenzó a causarle a Ulises un desasosiego interior, como una luz intermitente que le avisase de que algo no marchaba bien. No terminaba de comprender sus dudas y procuraba entregarse tanto en su trabajo como en sus atenciones, dentro y fuera de casa, porque le parecía que era lo que se esperaba de él. Pero su nivel de satisfacción personal comenzó a descender. Se sentía utilizado. Reducido a una mera atracción de feria a la que disparar cada día para obtener el premio que tanto ansiaba ella. Sus esfuerzos no tuvieron la recompensa que ambos esperaban y después de dos meses de ser exprimido como un semental de la granja, las pruebas de embarazo consecutivas dieron resultado negativo. La mirada de preocupación de Alicia cuando le comunicó el resultado de la última no dejaba lugar a duda. Venía a sugerir ideas muy negativas sobre él. Algo no estaba haciendo bien o quizás su falta de entusiasmo en las últimas ocasiones había mermado sus posibilidades de éxito.

—Bueno, no íbamos a acertar a la primera, ¿no?

—¡Ya!

—¡Hostia! No dirás que no he puesto de mi parte.

—No sé...

—Cariño, pero ¡qué más quieres que haga! ¡Yo es que no puedo hacer más!

—Bueno, Javier y Luisa…

—¿Qué les ocurre ahora?

—Pues que como tampoco lo han conseguido a la primera, están siguiendo el método de la temperatura.

—¿El qué?

—¡Coño, ya sabes! Ella se toma en días concretos la temperatura, buscando un pico de subida que le indique que puede estar ovulando.

—¡Ah, joder! Si vamos a tener más posibilidades…

—Pero tienes que estar dispuesto y, en cuanto te avise, venir corriendo a casa a toda leche.

¡Vale, vale! Haré lo que pueda.

Así aleccionado, salía de casa cada mañana desconociendo si más tarde debería regresar con urgencia, reclamado por su mujer para cumplir con sus obligaciones. Eso aún le garantizaba menos satisfacción personal o un mínimo de concentración. Aunque, bajo ningún concepto, se atrevió a exponer sus miedos a Alicia. Era consciente de que le sonaría como una mera excusa para no consumar. Así que puso todo lo que estaba en su mano para contentarla, y dejó a un lado sus propias incertidumbres. Sobre todo, apartó de su mente el incómodo nerviosismo que le producía ese exceso de responsabilidad que ella había arrojado sobre sus espaldas. Aquellos días le produjeron un enorme estrés. Casi tanto como cuando volvieron del viaje de novios y no disponía de saldo para pagar a los proveedores. Pero, transcurridos un par de meses en su papel de butanero, acudiendo urgentemente para hacer el amor a esa mujer que casi no reconocía cuando le reclamaba por teléfono, por fin, la prueba dio resultado positivo. Alicia quedó embarazada y, nueve meses más tarde, nació su hija.

La llegada de Rocío no se produjo trayendo debajo del brazo ningún pan o torta. Aunque, apenas dos años después de su nacimiento, los ingresos de su pequeño negocio comenzaron a crecer levemente o, al menos, a mantener mayor regularidad.

—…y el patito navegó y navegó muchas horas por el lago, hasta que alcanzó por fin la otra orilla, buscando un lugar donde vivir.

—¿Tenía apá y amá?

—Sí, tenía papá y mamá, pero se había perdido y…

—¿Y no los uscó?

—Bueno, los buscó por todas partes, pero no daba con ellos.

—¡Ulises, la cena ya está lista!

—¡Voy enseguida, Alicia! ¡En cuanto la acueste! ¡Venga, Rocío! Mamá me reclama ya, así que toca salir de la bañera y llevarte a la cama.

—¡Yo tero seguir con el patito!

—¡Mañana seguiremos! Si te portas bien y sales del agua sin protestar, mañana te cuento el final del cuento del patito.

—¡Jó que dollo!

—¿Dollo?

—Sí, es un dollo.

—¿Un rollo? Pero, Rocío ¿dónde has aprendido esa palabra?

—En la guadde.

—¡Joder con la guarde! ¡En fin, vamos a sacarte! ¡Arriba! ¡Muy bien, mi niña! ¡Ven que te seque! Eso es. Ahora las orejas.

Con su pequeño fantasma cubierto de la cabeza a los pies por la toalla, se acercó hasta la habitación llevándola en brazos. Sentó en la cama a la pequeña, abrió el cajón de la cómoda y sacó su pijama favorito, el que tenía bordado en el pecho un conejo azul de orejas caídas. La niña se dejó vestir, acostumbrada a esa rutina. Cuando su padre terminó, escaló hasta la almohada, deshizo ella sola el embozo y se introdujo entre las sábanas. Su olor a lavanda inundaba la habitación. Sin pedírselo, Rocío extendió los brazos para estamparle un beso de buenas noches y él se estremeció de la emoción.

—¿Se ha dormido?

—Sí, ha caído redonda.

—¡Menos mal!

—¡Pero, mujer, si se porta muy bien!

—¡Ya, ya! ¡Cómo se nota que tú no tienes que lidiar todo el santo día con ella! Y con la casa, las comidas, mis estudios ¡y todo lo demás!

—¡Pero, joder, Alicia! ¡Si se pega en la guarde hasta las cinco!

—¡Mira qué listo! ¿Tú te crees que, si no la dejáramos allí, yo podría con todo?

—¡No, no, claro!

—¡Pues eso! Además, estoy pensando en bañarla y acostarla antes de que llegues, para que nos deje un rato a solas…, porque es que, si no, no te veo el pelo.

—¡Pero si son los únicos diez minutos que estoy con ella!

—Y a mí, ¡que me den por saco!, ¿o qué? ¡Bueno, ya lo pensaremos más tranquilamente! Pon la mesa, ¡anda!

Cenaron uno frente al otro. Alicia no cesaba de comentar los problemas de la universidad a distancia y sus quejas de las demás compañeras, salvo Luisa. Ulises movía la cabeza y aparentaba escucharla, pero en su mente solo resonaba su anterior comentario sobre Rocío. Cuando venía a comer, la niña aún seguía en la guardería, así que no la veía; y cuando regresaba por la noche, tenía el tiempo justo para bañarla y acostarla antes de cenar. Si decidía acostarla antes de que él llegara, no podría verla, salvo en el trayecto de casa a la guardería a primera hora y que duraba escasos diez minutos. Empezaba a pensar que su mujer, observando lo embelesado que estaba con la pequeña, estaba cogiendo celos a su propia hija. En más de una ocasión, había comprobado su gesto contrariado cuando tomaba en brazos a la pequeña y se la comía a besos. Alicia arrugaba el entrecejo y, a veces, le repetía «¿y a las demás qué?» o «¿los vas a gastar todos o va a quedar alguno para las demás?». Peor aún, comenzó a preguntarse si el apremio con su embarazo, tan precipitado, tuvo más que ver con la necesidad de Alicia de sentirse más segura respecto a él que con sus propios deseos de maternidad. Si quizás el nacimiento de Rocío no había sido sino el aval para garantizar que él permanecería a su lado hasta la eternidad. La cadena que le sujetaba a ella para siempre. Acabó rechazando semejantes ideas por descabelladas. La siguiente pregunta le sacó de ese laberinto sin salida.

—¿Qué tal hoy?

—¿Eh…? ¡Bien, bien! No ha habido avisos, pero me he pasado casi media tarde arreglando papeles con el gestor.

—¿Y salen los números o no? Porque el mes pasado fue bastante malo.

—¡Mujer, poco a poco irán saliendo! Ya lo verás.

—Lo mismo, lo mismo, dijiste el año pasado y fíjate cómo resultó.

—¡Ya! Pero ahora, tenemos cinco comunidades más y con las queserías y la Cooperativa de Ganaderos…

—¡A ver si es verdad! A ver si es verdad porque si no…

 

 

 

 

 

 

ULISES

 

En su más tierna infancia, le inculcaron que fue afortunado desde que vino al mundo porque su madre había alcanzado el momento del parto con él vuelto de nalgas. Avisada de la casa familiar en Escún, fue la comadrona, mientras la reconocía, quien dio la alarma. «…y, para colmo, viene del revés. ¡Hay que darle la vuelta enseguida! ¡Si no, no va a salir a tiempo!».  Al parecer, la partera empleó más de media hora en conseguirlo, mientras su madre chillaba de dolor entre fuertes contracciones, agarrada al brazo de la abuela que la consolaba como podía. Aurelio, su padre, muy inquieto, tuvo que ausentarse del dormitorio, en ese momento convertido en improvisado paritorio. Apoyado en la cadiera de la sala, no cesaba de arrojar a la garganta un dedal de coñac tras otro para aliviar los nervios. Cuando casi había sentenciado la botella, Ulises llegó a este mundo con gran alarde de congoja y sufrimiento. Tanto, que su rostro azuleaba por falta de oxígeno y hubo que repetir los azotes para que reviviera. La comadrona declaró con solemnidad que, si llegan a retrasarse cinco minutos más, el bebé no lo hubiera contado. Esa amenaza vivida, con final gozoso, supuso que su madre le otorgara desde entonces el apodo de afortunado. Aurelio fue el encargado de otorgarle su nombre oficial. No quiso seguir las pautas familiares porque nunca le agradó el que le adjudicaron a él mismo en homenaje a un ancestro que nunca llegó a conocer. Siempre había sido admirador del cine de Kirk Douglas. Recordaba al actor sobre todo en aquella película intensa y emocionante de los cincuenta, Ulises. Así que, sin otros argumentos, se lo adjudicó de buena gana al recién nacido. Ignoraba por completo que tras ese nombre se escondía una tragedia clásica de casi tres milenios de antigüedad. 

Cumplidos con creces los cinco años y sobrepasada la edad obligatoria, sus padres sopesaron la conveniencia de que acudiera a la escuela de Boltaña, a ocho kilómetros del pueblo. El Ministerio tenía dispuesto transporte escolar, pero, por una cacicada del diputado de turno, la ruta no alcanzaba Escún. En casa, solo disponían de una motocicleta vieja y un modesto tractor. Eso suponía truncar de un plumazo sus expectativas. El niño, con su corta edad, habló muy en serio con ellos.

—Padre, yo…, yo soy capaz de acudir a la escuela por mi cuenta todos los días.

—¡Ya! Pero ¿cómo vas a hacer, zagal? Andando ligero…, son más de dos horas; y, a tu paso, ¡no llegarías a tiempo!

—¡No hay problema! Puedo ir corriendo y en una hora me planto allí.

—Me paece…, que eso no pué ser.

—¡Aurelio, por favor!

—Pero, Benedicta, ¿t’imaginas?

—¿No eras tú el que me decía siempre que te encargarías de que el chico no fuera un destripaterrones?

—¡Mujer!

—¡Me prometiste que harías lo imposible para que no acabara como los demás!

—Pero ¡cómo va a ir corriendo el zagal hasta la escuela! ¿T’as cuenta lo que dices?  ¿Sabes cuánto hay? ¡Y otro tanto pa volver!

—Si él se ve capaz, ¿por qué no? ¿Quiénes somos nosotros para impedirlo?

Y finalmente, madre e hijo convencieron al padre de que, a pesar de los riesgos que suponía, era mejor pasar ese trance como proponía el chico que acabar siendo otro ignorante más de los mozos del pueblo.

Desde ese instante, desayunaba casi a oscuras junto a los rescoldos del hogar y con las primeras luces salía literalmente corriendo de Escún. Trotaba con cuadernos y libros a la espalda, en dirección a la ansiada escuela. Enseguida, rebasaba las últimas casas y, para acortar la sinuosa carretera comarcal, cruzaba la falda del monte por senderos y veredas, trepaba cuestas y evitaba las umbrías de vegetación espesa y olor profundo. Y, a su paso, saludaba a las vacas que le observaban atentamente en los claros, mientras pastaban en silencio. En quince minutos alcanzaba el pantano, construido en los años veinte y que recogía las avenidas del río; paradójicamente, la electricidad que generaba el salto no iba destinada a su pueblo que, como tantos otros de la comarca, se surtía directamente de la línea de alta tensión que provenía del país vecino. El niño corredor bordeaba la senda alrededor del embalse, con cuidado de no resbalar a aquellas tenebrosas aguas. Más tarde, llegaba a la carretera nacional, sobre la que circulaba orillado al arcén para evitar los pocos vehículos a motor con los que a esas horas se cruzaba a finales del 89. Una hora después de abandonar su pueblo, comparecía en la escuela de Boltaña con el aliento entrecortado, ansioso por aprender y disfrutar con los demás chicos. Sus notas no fueron nunca las mejores, aunque cada curso aprobaba holgadamente. Allí comenzó su devoción por los libros. El maestro tenía la costumbre de que los alumnos salieran a la tarima, por turno, para leer en voz alta algunos capítulos del autor seleccionado ese mes. Con aquella motivación, devoraba en casa los libros que le prestaban en la misma escuela y, más adelante, en la biblioteca municipal. Y esa afición por la lectura le acompañaría siempre como parte de su identidad.

La confianza en sí mismo y su supuesta fortuna al nacer marcaron su carácter de tal manera que hasta su propia madre lo asumió como un credo. En las vacaciones escolares, le rogaba que bajara con ella al huerto con una pesada azada al hombro; su padre siempre tenía otras ocupaciones y no se acercaba demasiado por allí. Junto a la ribera, la ayudaba a marcar surcos, alinear caballetes y eliminar plagas a mano y, sobre todo, tenía por costumbre entregarle el primer pimiento fresco de la temporada. Debía comprobar, con su simple olor si las abejas los habían polinizado picantes o dulces. Y jamás erró el pronóstico.

Con trece años, pasó de la escuela al Instituto y pocas cosas cambiaron. Es cierto que Alberto, su compañero de pupitre, abandonó definitivamente los estudios y comenzaron a citarse solo los viernes, a la salida de clase. Él continuó devorando lecturas en soledad y disfrutó de imaginarias andanzas por la estepa castellana, o dando la vuelta al mundo, sin moverse del Pirineo. Con sus nuevos compañeros no tuvo problemas porque, debido a su carácter, congeniaba fácilmente con todos. Sí que había una chica en clase, María Dolores Abadía, que desde el primer día le llamó poderosamente la atención. No era debido a sus grandes ojos, ni a su sonrisa enigmática. Tampoco a las coletas que trenzaban su cabello negro, ni a sus finas orejas desprovistas siempre de pendientes de ninguna clase. Lo que le cautivaba eran sus silencios. Cuando aquel torrente de alumnos, al comenzar la media hora libre de la mañana, se desbordaba sobre el patio tapiado para disfrutar del insípido sol de invierno, sus voces y gritos resonaban por todo el Instituto en una alocada algarabía. Y, sin embargo, un halo de sosiego y quietud flotaba en torno a María Dolores. Cogida del brazo de su compañera paseaba lentamente, siguiendo el contorno de los muros, mientras a su alrededor, el mundo aullaba enloquecido a través de decenas de gargantas adolescentes. Pero a ella no parecía perturbarle ese vocerío. Caminaba silenciosa y prestando atención solo a las palabras de su compañera, como si prescindiera del resto de seres humanos. Puntualmente, se tropezó con ella y su hermana pequeña a la puerta del centro, al dar comienzo la jornada. Después de saludarla cortésmente, intentó en más de una ocasión mantener una conversación, mientras subían juntos las escaleras. Pero, si mencionaba su interés por la última novela que estaba leyendo recién suministrada por la biblioteca, se limitaba a sonreírle; y, si compartía la dificultad de los últimos problemas de matemáticas, marchaba sin hacer ningún comentario. Como una hoja seca agitada por la brisa, se deslizaba sobre el terrazo ajedrezado del pasillo hasta el aula. Habían transcurrido varios meses de curso y todavía no conocía el timbre de su voz. Desesperaba de escucharlo algún día cuando a primeros de marzo surgió la oportunidad. La profesora de literatura apreciaba el entusiasmo juvenil de Ulises por la lectura y lo dejaba patente en el trato deferente que le brindaba y en sus calificaciones del boletín de notas. Por eso, cuando aquella mañana decidió sacudir el letargo de los alumnos con un debate sobre la vigencia de La Odisea, le dio a él la palabra en primer lugar. Durante varios minutos se explayó con sus comentarios. El relato de las aventuras de su homónimo griego era uno de sus favoritos y absolutamente incuestionable. Al concluir su perorata, la profesora concedió otro turno de opinión y escuchó, por detrás de su pupitre, una voz femenina que confirmaba sus razonamientos con sutileza. Se trataba de un timbre que inundaba el aula de aromas a primavera, mientras acariciaba con mimo cada una de aquellas sílabas. Giró la cabeza y comprobó atónito que por fin escuchaba a María Dolores. Para su sorpresa, la belleza de sus silencios que en un principio le habían cautivado, palideció ante los matices de su voz.

Desde ese momento, la mayor parte de las horas de clase las pasaba, meditabundo y triste, cavilando sobre ella. Sus cuadernos, antes aseados, aparecían ahora garabateados y con su nombre escrito en diferentes tipos y tamaños de letra. Por la noche, después de la cena en casa, mientras sus padres se entretenían con los programas de la televisión, se preguntaba con zozobra qué estaría haciendo en esos momentos. Cuando llegaba la hora de dormir, las imágenes de María Dolores paseando a cámara lenta por el patio, blindada de la algarabía bulliciosa de los demás alumnos, o atravesando como una centella el pasillo para entrar al aula, le impedían conciliar el sueño. Más de una noche, la excitación que le produjeron esas imágenes concluyó con su pantalón del pijama empapado de adolescencia y con la necesidad de limpiarlo al amanecer en el baño, casi a oscuras. Todo para que su madre, ferviente seguidora de la doctrina de la santa madre Iglesia, no encontrara rastro de sus pecados carnales. Los días transcurrían lánguidamente, se acercaba el final de curso y no había conseguido mantener ni una conversación con ella. La quemazón del estómago, que había comenzado como un simple ronroneo, lo agobiaba constantemente. Los repetidos vasos de leche fría no suponían alivio más de unos minutos. Supo por una compañera que María Dolores era hija del practicante de Aínsa, a pocos kilómetros, y, en sus sueños agitados, se le aparecía vestida de enfermera, administrándole una inyección o curando sus heridas después de un doloroso accidente. Postrado en la camilla, ella lo vendaba y le ponía pañitos húmedos en la frente. Con el amanecer, se desvanecía esa ilusión ensoñadora y regresaba la apatía que le envolvía como un sudario. Fueron jornadas extrañas y difíciles para él, acostumbrado a una adolescencia relajada y sin preocupaciones.

Desde muy pequeño, siempre había ayudado a su padre en los partos de las vacas. También echaba una mano cuando el alumbramiento se complicaba y acudía D. Jacinto, el veterinario. Si se prolongaba durante horas y el ternero se negaba a salir, le permitía tirar con él de la cabeza y acelerar la expulsión. En ocasiones, le entregaba la placenta todavía caliente para dársela a la vaca recién parida y que se nutriera en su recuperación. Pero en aquellos días, cuando su padre le avisó de que la Rubia había comenzado a dar patadas y a frotarse contra la pared del establo, síntomas de que se acercaba un parto difícil, no quiso saber nada y se encerró en su cuarto, nostálgico e indiferente. Sus prioridades habían cambiado.

Llegó el final de curso en el Instituto y, después de recibir las calificaciones, que en su caso no habían mejorado con ese reciente misticismo, tan solo restaban unos días de asistencia a clases no lectivas y cumplir con el calendario escolar. Necesitaba exprimirlas al máximo para precipitar su acercamiento. La primera mañana, al atravesar la puerta del aula y sentarse ante el pupitre, comprobó que María Dolores no había llegado. Quiso preguntar a su compañera, suponiendo que estaba enferma, pero en ese preciso instante apareció el profesor y se vio obligado a permanecer en su asiento. Ese tiempo de espera, hasta la media hora libre en el patio, se le antojó eterno.

—¡Hola!

—¡Ah, hola!

—¿Qué tal?

—Bien… —aquella chica estaba perpleja de que Ulises, que nunca la había mirado, le dirigiera la palabra.

—¿Sabes si María Dolores está enferma?

—¿Dolores Abadía?

—Sí.

—¡No, no! Dolores se ha marchado.

—¿Cómo que se ha marchado?

—¡Sí, sí! Su padre pidió el traslado desde Aínsa y se han mudado a Zaragoza.

—Ya.

—No va a volver más.

Después de haberle comunicado esa nefasta noticia con la mejor intención, no se vio capaz de continuar la conversación con aquella chica. Sin decir una palabra, dio media vuelta, atravesó el patio y subió la escalera para sentarse ante su pupitre en un aula vacía. Permaneció mudo, mirando al frente, durante el resto de la mañana. Casi sin parpadear. Cuando terminó la jornada, como un autómata, se puso en pie, salió del aula con sus compañeros, bajo al patio y salió por la puerta principal para tomar el microbús de vuelta a casa. Otra novedad de esos tiempos de Instituto había tenido que ver con el final de sus maratones diarias. Ya no necesitaba acudir a la carrera atravesando trochas y atajos desde Escún; la comunidad autónoma mantenía concertados varios microbuses que recogían a todos los chicos de los alrededores de Boltaña y los devolvía a casa al final de la jornada, de manera que ninguno tuviera excusa para abandonar sus estudios. El vehículo lo arrojó a la entrada del pueblo y se dirigió corriendo a la granja. Al llegar, dio un beso a su madre como siempre y se encerró en su habitación. Permaneció durante horas sentado al pie de la cama, en la misma posición. En su mente escuchaba constantemente la misma frase: «no va a volver más, no va a volver más».

El primer fin de semana guardando la ausencia de María Dolores lo pasó junto a las vacas, en los pastos cercanos a Escún. Desde lo alto del monte, además de la torre de la iglesia, huérfana de campana que repicara desde la guerra civil, se podían contemplar las redondas chimeneas sobre los tejados de pizarra, rematadas con sombreros picudos de piedra —como los de las brujas de cuento—, que evitaban la entrada de agua o nieve. Al norte se vislumbraba el cerro del Castillo de Boltaña sobre el fondo del Nabaín y las cumbres del Pirineo; y, ligándolo todo, una parte de la estrecha y sinuosa cinta de asfalto de la comarcal. Aunque la mirada de Ulises durante esos lánguidos días no viera, ni distinguiera nada a su alrededor. Le alcanzaban los aromas del tomillo y la resina de los pinos que cubrían aquellas sierras, pero apenas conseguía respirar. Y tampoco escuchaba el rítmico sonido de las esquilas de las vacas que le acompañaron en un prudente mutismo. El aire frío del monte y ese primer sol de junio, a veces engañoso en esas cotas, le acabaron jugando una mala pasada. Su retiro contemplativo en los prados, no le sirvió para calmar su alma magullada por el amor perdido y, además, concluyó con fiebres y un importante catarro que le postró en cama durante varios días. Como penitencia añadida, tuvo que soportar el tratamiento casero de su madre para tales menesteres, a base de caldo caliente y horas de sudar bajo las mantas en el comienzo del verano.

No volvió a ver a María Dolores, ni a saber de ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

PAULA

 

A ciencia cierta, no podría asegurar cómo, ni cuándo, comenzó exactamente. Sí que recordaba que el invierno en Jaca había terminado y que ahora los días se alargaban en un derroche de luminosidad. En su minúscula empresa, las jornadas continuaban con la misma mediocridad. Al menos, ahora no iniciaba su trabajo en una tenebrosa madrugada; ni cerraba el negocio por la tarde, a la mortecina luz de las farolas de la calle Fondabós, con la decepcionante sensación de que transitaba por la vida en una penumbra continua. Una mañana, recibió aviso de la Cooperativa de Ganaderos —su mejor cliente, junto con los queseros de Pirineos—, y acudió a repasar unos motores en la granja de un asociado próxima a Abay, en la orilla del río Aragón. Estaba bastante escondida. Se vio obligado a dar unas cuantas vueltas por los alrededores con la furgoneta, rodeando extensos campos de cereal. Hasta que tropezó con un vecino de la zona que le orientó y pudo encontrar el camino. El granjero era un hombre rudo y adusto.  Parecía mimetizado con el modo de ser de la montaña, mirada locuaz y austeridad de palabras. Le mostró el emplazamiento de los motores y enseguida marchó de allí a otros quehaceres. Quedó a cargo de su hija. La chica le sonreía en todo momento: veinticuatro o veinticinco años, muy menuda y, a diferencia de su progenitor, simpática y parlanchina. Le trató con deferencia y no pareció afectarle que, alrededor de su dedo anular, Ulises luciera el eslabón dorado que le señalaba como propiedad ajena. Cuando terminó la faena, le ofreció una cerveza y hasta lo dejó pasar al baño para asearse. Se llamaba Begoña. Fumaron juntos un par de cigarrillos, conversaron sobre el tiempo, los bares que frecuentaba ella en Jaca y alguna trivialidad más.

—¡Ja, ja, ja!

—¿Qué sucede?

—¡Ja, ja, ja! ¡Es que me la estaba imaginando!

—¿El qué?

—¡Coño! La cara de mi padre si regresara en este momento y nos viera aquí fumando y charlando tranquilamente.

—Ya. Me hago una idea.

—¡No, no! ¡Ni te lo imaginas! Se pondría hecho una furia, y a ti, ¡si no te soltaba un escopetazo, sería de milagro!

—¡Joder! ¿Tú crees que sería para tanto?

—¡Pues claro! ¡Ja, ja, ja! Su querida hijita fumando y de palique con un mecánico ¡y, además, casado!

—¡Bueno! Que yo sepa, ¡no es ninguna enfermedad!

Rieron los dos con ganas imaginando las reacciones de su padre. Notaba que la chica estaba a gusto conversando con él. Se despidió a regañadientes. Le hubiera apetecido continuar un rato más con ella, hablando de esas simplezas o comentando lo que había acontecido en este o aquel bar el último fin de semana. En el viaje de regreso, tomó consciencia de que algo se había removido en su interior. No fue capaz de identificarlo. Se trataba de algo que ya no recordaba, entre discusiones constantes con Alicia a causa de la complicada economía familiar y sobrecargado con las obligaciones que le había acarreado ser padre tan joven, aunque no afectara lo más mínimo a la devoción que profesaba a su hija.

Un par de semanas más tarde, se encontraba solo en Jaca. Casi había olvidado esas horas pasadas con la sonriente Begoña en la granja. Rocío estaba en la guarde hasta las cinco y media y Alicia había bajado con Luisa, la hija del Juez, a examinarse a Huesca. El tiempo había pasado y las dos se iban a convertir, en pocos meses, en trabajadoras sociales. Era viernes y cuando terminó con la faena en el local, decidió que no iba a regresar por la tarde y tampoco le apetecía encerrarse en casa. Caminó sin rumbo por la calle Madrid hasta cruzar la Avenida de la Jacetania, pasó por delante de la tahona de S. Nicolás y atravesó con calma la peatonalizada Plaza de S. Pedro. Fue a parar a los porches del costado de la Catedral. Entró al primer bar que le apeteció, con la vista puesta en su barra aprovisionada para el vermú. Comió de pie unos pinchos y una ración de bravas y salió a tomar café a la terraza, junto a la calle del Obispo que, con el inicio del fin de semana, comenzaba a plagarse de turistas llegados del País Vasco y de Zaragoza.  No supo muy bien cómo, aquella chica se sentó a su mesa, murmurando algo sobre que las demás estaban repletas. Debía tener su edad, vestía vaqueros de pirata y una camiseta blanca de los Queen; la melena recogida en una coleta que le daba aire juvenil y se sujetaba a una guía de la provincia de Huesca, como si tuviera miedo a perderse. Cuando comentó de pasada que estaba casado y que tenía una hija de dos años, la otra puso los ojos en blanco, pero no cambió su forma de tratarle. Le señaló la guía a la que se aferraba.

—¿Y de dónde vienes?

—De Vitoria.

—¡Ah! ¿Eres vasca?

—Es que mis padres son de Laredo y yo nací en Castro Urdiales, pero llevo allí la hostia, desde los cinco años.

—¡Está claro, vasca hasta la médula!

—¡Ja, ja, ja! ¡Sí, sí, se puede decir así! ¿Y tú? ¿Eres de aquí?

—No, de un pueblecito muy pequeño, cerca de Boltaña.

—No conozco Boltaña, pero me suena que está por aquí…, por la zona.

—¡Ja, ja, ja! ¡Joder, si te oyen decir eso los de Boltaña! ¡Te fusilan! Y los de aquí ni te cuento. ¡No se te ocurra volver a decir semejante barbaridad! Boltaña pertenece al Sobrarbe y esto es la Jacetania, así que nada que ver.

—¡Ja, ja, ja! ¡Coño, ya veo que en todas partes hay piques entre los vecinos!

—¡Sí, es verdad!

—Oye, lo que sí que he visto es que por aquí tenéis poca variedad.

—¿Poca variedad? ¿A qué te refieres?

—¿Tú sabes que, en Vitoria, en cualquier tasca, los fines de semana tienes unas barras abarrotadas hasta el culo de pinchos y tapas?

—¡Ja, ja, ja! ¡Sí, ya me doy cuenta de que, acostumbrada a eso, te tienen que resultar muy pobres nuestros bares!

—¡La hostia! ¡Ya te digo!

—Pero no sé si te habrás dado cuenta…

—¿De qué?

—¡Joder, que los nuestros tienen unos precios con los que allí no podéis competir!

—¡Ja, ja, ja! ¡Eso también es cierto!

Comentaron cómo estaban las cosas en el País Vasco y las muchas oportunidades de empleo que surgían. Él le habló de la belleza de los valles del Pirineo y la animó a recorrerlos. Salió a colación también la manera de divertirse y ella comentó su agrado por el buen costo y le pasó el canuto que, mientras hablaban, había cargado y encendido con discreción. Lo probó y no le disgustó. De todos modos, prefirió no repetir más de un par de caladas por miedo a las consecuencias. Al cabo de una hora de charla y risas, se dio cuenta que se encontraba en un momento crítico. Alicia podía regresar de Huesca en cualquier momento y darse cuenta de que su marido no se encontraba donde debería estar. Rocío terminaba su jornada de guarde en unos minutos. Si no se acercaba a recogerla puntualmente, avisarían a su madre que, por supuesto, nunca se lo iba a perdonar. Debía cortar la conversación, ahuyentar el olor a peta y plegarse en retirada antes de que se formara una bronca tormentosa en casa. Y, sin embargo, se resistía; le agradaba la chica y le apetecía continuar hablando con ella y disfrutando de su humeante independencia. Pero no encontró la fórmula para prorrogar su estancia. El miedo pudo más que el ansia de libertad. Buscó una excusa de trabajo y se despidió torpemente, dándole la mano. Prefirió no preguntarle su nombre. Ella tampoco. Ni siquiera se puso en pie cuando se marchaba. Simplemente lo miró decepcionada.

Cuando subió al piso de la calle Correos, su mujer todavía no había regresado y aún le sobraban diez minutos para acudir a la guardería. Sentado en el sofá, se sintió desorientado e incómodo y, sobre todo, paralizado por una abrumadora sensación de soledad. Su cabeza no terminaba de encajar lo que estaba sucediendo y no tenía a su lado a nadie con quién compartirlo. Había comprendido que, desde la boda y el nacimiento de su hija, su existencia discurría por un trazado diáfano y concreto, perfectamente delimitado, que internamente parecía no compartir al cien por cien. Porque, al mismo tiempo, se había desgajado de su mente otro recorrido muy distinto. Cuajado de deseos de liberación de las cadenas personales que le asfixiaban. Y la divergencia entre las dos travesías cada vez era más evidente. No era capaz de adivinar cuándo comenzaron a disociarse ambas vidas. Lo que sí sabía era que si, en algún momento, volvían a cruzarse, con toda seguridad, sobrevendría un encontronazo monumental.

Pocas semanas después, Alicia consiguió su título de trabajadora social e inmediatamente comenzó a realizar prácticas con su amiga Luisa para los servicios sociales de la Comarca de la Jacetania, muy cerca de donde Ulises tenía su local. Había necesidad urgente de profesionales ante el incremento de casos de violencia de género que se estaban produciendo. Según comentaba, su labor consistía en ayudar en todo lo necesario a esas pobres mujeres maltratadas, víctimas de un machismo cavernario. No le gustaba mucho hablar de ello. Más de una tarde, cuando él regresaba del trabajo, se había tropezado con Rocío campando a sus anchas por la casa; y a su madre en la sala, delante de la televisión encendida sin sonido y la mirada ausente. Intentó compartir esos problemas, para disminuir la tensión latente que comenzaba a surgir entre ambos, pero ella prefirió no explicarle nada. Decía que no resultaba profesional hablar en casa sobre los asuntos del trabajo. A Ulises, ese manotazo que cada día lo alejaba un poco más, le dejaba un poso de amargura y desafecto. Sus relaciones comenzaron a espaciarse, aún más de lo habitual desde que había nacido la pequeña. 

En las oficinas de la Cooperativa de Ganaderos Valle del Aragón, a tres kilómetros de Jaca por la carretera de Pamplona, trabajaba como contable una chica nueva. La habían contratado en Zaragoza para apoyo al gerente. Se llamaba Paula. Poco más de veinticinco años, buena figura, atractiva y risueña.  Habitualmente, lucía conjuntos de ropa más sofisticada de lo que allí se estilaba, remarcando la evidencia de que provenía de lugares cosmopolitas. Con él mantenía desde el primer día una relación cordial, pero distante. No terminaba de comprenderlo; había observado que se mostraba muy cariñosa con todos. En numerosas ocasiones, tenía por costumbre tomar del brazo a la persona con quien hablaba para terminar las frases con la muletilla de «¿sí o no…?», mientras se reía. Sin embargo, con Ulises prefería mantener las formas. Ese día, debía concretar varias liquidaciones con el gerente y avisó en casa que llegaría tarde. Pasó por la calle Fondabós a recoger albaranes y documentación y sobre las seis de la tarde aparcaba delante de las oficinas. Cuando entró, le comentaron que el gerente estaba de viaje y que le atendería Paula. Pasó a su departamento y, conforme despachaba con ella, el resto del personal fue finalizando su jornada; uno a uno, se asomaron a la puerta para despedirse hasta el día siguiente. Cuando se dio cuenta que eran las siete y se habían quedado solos, sintió un cierto remordimiento.

—¡Joder! Te estoy entreteniendo demasiado, ¿verdad?

—Tranquilo, estoy acostumbrada.

—Ya, pero no me parece bien. Por lo menos, déjame invitarte a una cerveza cuando terminemos.

—Bueno…, ya veremos.

—No te entiendo.

—¿El qué?

—¡Hostia, Paula! Es que me da la sensación de que te comportas conmigo como si te hubiera hecho algo malo.

—¿Por…?

—Porque te veo cómo tratas a todo el mundo y…

—¿Qué quieres decir?

—¡Pues que no me tratas igual que a los demás! Como si conmigo quisieras mantener las distancias, o como si temieras que te fuera a hacer alguna cabronada, o algo por el estilo.

—¡Ya! Bueno, la verdad es que, en realidad…, me caes de puta madre.

—¿Entonces, por qué me tratas así?

—A lo mejor es eso, que me caes demasiado bien.

—¡No te entiendo! ¿Me tratas así porque te caigo bien? ¿Cómo se come eso?

—¡Coño! Tengo novio en Zaragoza y tú estás casado. Supongo que prefiero guardar las distancias por miedo.

—¿Miedo? ¿Miedo a qué?

—Quizás…, a mí misma.

Dudó unos instantes, intentando procesar sus palabras. Miedo, guardar distancias, caerle muy bien... No supo cómo sucedió. Tiempo después, creyó recordar que ella se había colgado de su cuello y directamente le había introducido la lengua en su boca, al igual que un dardo atinando en la diana. En su retina quedó grabado cómo había liberado del opresivo sujetador dos pechos voluminosos que comenzaron a moverse a su antojo, como si tuvieran vida propia. Cuando se quiso dar cuenta, la cremallera de su vaquero estaba abierta. Una mano que parecía suya apartó el elástico del tanga y la penetró de espaldas, mientras ella giraba la cabeza una y otra vez para contemplarlo con fruición. Pero también guardaba en la memoria la imagen de Paula yaciendo tumbada boca arriba en la mesa de la oficina, bajo aquellos senos balbuceantes y profiriendo chillidos agónicos de placer, como si su vida se terminara. Mantenía un vago recuerdo de unirse a sus gritos llegado el momento y terminar los dos sentados en el suelo, medio desnudos y totalmente exhaustos. Cuando recuperó el sentido y se dio cuenta de lo que había sucedido, le causó tal impresión que prefirió no repetir; aunque ella, con pequeños mordiscos sobre su pecho, le animaba a emprender un nuevo viaje en la excitante montaña rusa. Se compuso la ropa como pudo y salió de estampida, sin despedirse.

Prolongó su existencia en casa como hasta ese momento, interpretando junto a Alicia un papel que ya no sentía. A ratos, agobiado por el batiburrillo de sensaciones contradictorias, entre las que se mezclaban el deseo de liberación, el amor a su hija y la inercia de continuar con la misma forma de vida. Pero, cada vez que acudía a la Cooperativa y se asomaba al departamento de contabilidad, Paula encontraba la manera de desarmarlo, de arrinconarlo, utilizando sus propios impulsos. Y cuando eso sucedía y ella concluía su jornada, subían juntos a la furgoneta y acudían al apartamento que le había alquilado la empresa, en una urbanización a las afueras de Jaca. Allí, todos los inconvenientes de esa relación clandestina se desvanecían mágicamente, del mismo modo que el vapor de agua sobre un espejo.

De ese modo, transcurrió el verano y el principio del otoño. Pasado el puente del Pilar, hubo un momento en que le dio igual su propia incomodidad, o no se vio capaz de afrontarla. Ante todo, le sorprendía la frialdad interior que le producía Alicia y cualquier asunto relacionado con ella. En los últimos meses, sus miradas de complicidad y ternura se habían derretido y habían dejado paso a una convivencia acomodada y a una mutua resignación, conforme al reglamento matrimonial. Habitualmente se limitaba a cumplir con lo que se esperaba de él y jamás discutía sus indicaciones sobre «lleva esto», «vete allí», o «haz lo otro». Ella, totalmente involucrada en su trabajo y cada vez más encerrada en su propio caparazón, aparentaba mostrarse conforme con esa situación. En aquella época, el mejor momento para Ulises llegaba el sábado por la mañana. Alicia se empeñaba en poner patas arriba su pequeña vivienda, limpiando el piso de una manera obsesiva y repetitiva, y, lo más importante, «sin que hubiera nadie por en medio». Ni siquiera aceptaba que estuviera en casa su propia hija porque decía que la distraía con su cháchara —con algo más de dos años, parloteaba como un locutor de radio—, y no le permitía limpiar a gusto.  Así que, cuando daban las diez de la mañana, marchaba fuera de casa conduciendo la sillita con Rocío que gritaba alborozada por las empedradas y casi desiertas calles del casco viejo de Jaca. Acudían al quiosco del paseo a comprar el periódico, junto con algunas chuches, y hasta se acercaban a tomar una naranjada en el Guasillo, el bar de la esquina de Fondabós. O paseaban por la Ciudadela como turistas madrugadores, acompañados del frío recio y afilado que una semana antes se había apoderado de la ciudad. Esos momentos ambulantes, vividos a solas con su hija, le producían una momentánea felicidad; porque, de manera egoísta, era consciente de que se alimentaba una profunda devoción entre los dos, una relación exclusiva en la que su madre, de la que se sentía a kilómetros de distancia, no cobraba ningún protagonismo, a diferencia del resto de la semana.

Sus relaciones con Paula se habían ido reduciendo al mínimo, pero todavía se solazaban de vez en cuando en su apartamento, aunque ya sin la violencia desmedida de los primeros tiempos. Una tarde, después de hacer el amor con la discreta fogosidad de los últimos encuentros, ella le comunicó de sopetón que en diez días regresaba a trabajar a Zaragoza, a la empresa de su novio que la reclamaba con insistencia. Al parecer, había notado pequeños cambios que le inquietaban y prefería cortar por lo sano. Por supuesto, Paula ni le planteó cualquier otra opción. Sabía que no estaba enamorado de ella y que no daría un paso para que se quedara. Así que, como viejos amigos, se citaron una semana más tarde para celebrar su marcha con una cena de despedida fuera de Jaca, en un asador de Biescas. Acudieron juntos en su furgoneta. Cuando acabaron postre y café era ya medianoche, pero ella se resistía a liquidar su relación de una manera tan convencional. Intentó persuadirle para que, por última vez, acudieran juntos a su apartamento. Pero Ulises detectó algo en su propuesta que le preocupó. O tal vez, imaginó que tendría que regresar a casa de madrugada, a una hora demasiado tardía para que le sirviera de parapeto la excusa que había puesto a Alicia de que le habían invitado a la cena de jubilación del jefe de administración de la Cooperativa. Prefirió una solución más prudente. De vuelta a Jaca, tomar juntos una copa de despedida. No era una noche complicada. Apenas había tráfico y, a pesar de la baja temperatura y la oscuridad, el cielo se intuía despejado y el viento se había ausentado. Condujo con la misma concentración que de costumbre. Es cierto que ella no dejaba de manosearle la pierna, intentando provocarle para que se animara a acudir a su casa por última vez. No supo muy bien de dónde salió o cómo ocurrió. Cuando menos lo esperaba, unos potentes faros le deslumbraron a corta distancia, Paula soltó un grito estridente y él solo tuvo tiempo de girar con violencia el volante a su derecha. La furgoneta atravesó el arcén a gran velocidad, levantando un pequeño vuelo sobre el asfalto, para caer en un campo en barbecho. En el interior, no cesaban de dar botes en sus asientos; hasta que consiguió detenerla girando las ruedas, en mitad del descampado. El motor se había apagado y escuchó cómo Paula comenzaba a llorar en silencio. Tenía la mirada perdida. Ulises resopló con fuerza varias veces. Todavía estaba muy asustado. Salió del vehículo para observar la carretera y ella le siguió detrás.

—¡Me cago en su puta madre!

—…

—¡Qué pedazo de cabrón! ¿Pero tú has visto que casi nos mata el camión?

—…

—¡Paula!

—¡Sí!

—¿Estás bien?

—¡Sí, sí! Un poco aturdida todavía…, pero estoy bien —intentaba contener el llanto.

—¡Deberíamos llamar a la Guardia Civil para que detuvieran a ese hijo de puta!

—¿Sabes dónde estamos?

—Yo creo que…, a menos de diez kilómetros de Jaca, o una cosa así.

—Ya. ¿Tú crees que la furgoneta funcionará?

—Espera a ver.

Se acercaron y él se sentó al volante con las piernas fuera del vehículo. Giró la llave de contacto y el motor se encendió al primer intento.

—¡Bueno! Por lo menos no tendremos que avisar a la asistencia en carretera.

—¡Hace mucho frío! —se abrazó a sí misma tiritando—. ¡Mejor vámonos, Ulises!

—¿No prefieres esperar un poco a que se nos pase el sofocón?

—¡No, no! ¡Vámonos!

—Como quieras.

En el corto trayecto, Paula no pronunció una sola palabra y optó por acompañarla en ese silencio. Se daba cuenta de que el susto había sido morrocotudo y de que, por muy poco, habían sobrevivido a la fallida embestida del camión y a una precipitada salida de la carretera a noventa kilómetros por hora. Condujo con prudencia hasta alcanzar las afueras de Jaca. En ese momento, ella habló. Solo para pedirle que la dejara directamente en casa. Sus ganas de fiesta y sexo se habían evaporado. Al bajarse de la furgoneta, se despidió de él con un suave apretón en el brazo y un lacónico adiós. Esperó hasta que la vio entrar en el portal y se alejó con su vehículo en la noche.

Condujo lentamente por las desiertas calles de Jaca. Todavía se notaba aturdido ante las consecuencias que podría haber sufrido en un accidente frontal con aquel camión suicida. No solo por el desenlace, que no hubiera sido más que uno terrible, sino también por el revuelo que se hubiera levantado. Imaginaba las caras de sorpresa y desconcierto de familiares y amigos al conocer que circulaba por esas carreteras cerca de la una de la mañana, acompañado tan solo por una atractiva joven y después de acudir a una cena de empresa que nunca había existido. Los comentarios, los cuchicheos, los bulos corriendo sin freno por la ciudad…, hubieran sido eternos. Por suerte, nada de eso había sucedido y ahora solo le restaba continuar con su patética vida, a la espera de que llegaran tiempos mejores. Aparcó en la misma calle Correos, frente a su casa. Cuando cerró la furgoneta, inconscientemente su vista se dirigió a las ventanas superiores y comprobó que las suyas permanecían en completa penumbra. Suspiró ruidosamente, pensando en la suerte que había tenido y en cómo únicamente sus reflejos le habían salvado de un gravísimo accidente y de un escándalo monumental. Le vinieron a la memoria sus días de infancia en el pueblo, cuando su madre le señalaba como afortunado y, con lo que había vivido esa noche…, había que reconocer que la mujer debía intuir buenas razones para ello.

No lo vio venir. Ni supo de dónde salió aquello. Acababa de abrir la puerta del piso y, en cuanto dio el primer paso a oscuras en el recibidor, sintió que algo le estallaba en la cara y que en su ojo derecho aparecían multitud de lucecitas brillantes. Un hierro al rojo vivo le había quemado la piel del rostro y el ardor le sofocaba. Durante unos segundos, permaneció aturdido e inmóvil delante de la puerta, sin saber a qué atenerse. Entonces la escuchó. Escuchó una voz cerca de él que no reconoció al principio. Una voz que susurraba veneno en sus palabras, pronunciadas en voz muy baja y arrastrando una a una las sílabas por su garganta.

—¡Hijo de puta! ¡Cabrón! ¡Eres basura y nada más que basura! ¡Eres una mierda que ha salido de las cloacas! ¡Le voy a contar a tu hija qué clase de cabronazo es su padre!

Conforme escuchaba la voz, fue recuperando los sentidos y su vista se acomodó a la penumbra del recibidor. Vio la sombra junto a él y reconoció su perfil.

—¿Alicia? ¿Eres tú? Pero ¿qué dices?

—… y cuando tu hija sepa…

Alzó una manó dispuesta a golpearle nuevamente en la cara y él la bloqueó justo antes de que le alcanzara.

—¿Qué te sucede? ¿Estás loca? ¡Tranquilízate!

—¿Qué me tranquilice? ¡Eres un hijo de puta!

—Pero ¿a qué viene todo esto?

En ese momento, ella tomó conciencia del brote histérico que le había sobrepasado y se soltó de su mano para —con Ulises detrás—, acudir corriendo al dormitorio, suavemente iluminado por la luz de la mesilla. Allí, se derrumbó en la cama, sollozando de manera inconsolable. Intentó calmarla en lo posible. Minutos después, dejó de llorar, aunque continuaba fuera de sí.

—¡Me estás engañando! ¡Joder, me engañas con otra!

—Pero ¿qué dices? ¿Por qué piensas eso?

—¡Esta noche no tenías ninguna cena! ¡Te has ido por ahí! ¡Apestas a bar y a alcohol! ¿Te crees que soy gilipollas?

—¡Lo primero que tienes que hacer es calmarte porque, si no, es imposible hablar contigo! Si he estado de cena, es normal que huela a bar, ¿no te parece?

—¡Sé que no tenías ninguna cena! Esta tarde, a última hora, te he llamado al móvil y como me daba que estabas sin cobertura ¡te he llamado a la Cooperativa!

—Ya.

—Y cuando he comentado lo de la cena, ¡no sabían de lo que les estaba hablando! ¡Te lo has inventado porque me engañas con otra!

Se llevó la mano al rostro dolorido, donde tenía marcados los dedos de ella por el bofetón del recibimiento. Era obvio que el parapeto de la supuesta cena había dejado de ser un seguro para convertirse en un problema. No tenía sentido prolongar la negativa a reconocerlo. Pero, era consciente de que, si lo contaba todo, las consecuencias podían ser catastróficas.

—Es cierto.

—¿Lo reconoces? ¿Tienes los cojones de reconocer que tienes una amante?

—¡No! Digo que es cierto que esta noche no había cena de la Cooperativa, ¡me lo inventé! No me apetecía venir a casa.

—Pero ¿por qué?

—Últimamente no me encuentro a gusto y la verdad, prefería estar solo.

—¿Ya no me quieres?

—¡No lo sé, joder!

—Pero ¿no hay otra?

—No, no hay ninguna otra —en ese instante, ya no mentía.

—¿Y no quieres seguir conmigo?

—¡No estoy seguro de nada! Únicamente sé que, en este momento, prefiero estar solo. Pero no sé si es temporal, o no.

—¡Ah, ya! ¿Necesitas aclararte?

—¡Eso es!

—¿Y Rocío?

—¡No cambia nada con ella! Aunque yo no viva aquí una temporada.

—Entonces, ¿quieres que nos separemos?

—¡No, mujer! Lo que quiero es, como tú dices, aclararme y, si sigo aquí contigo, no vamos a tener nada más que broncas y más broncas. ¡Y así no podemos continuar! Es mejor que me vaya a vivir una temporada fuera de casa, nos tranquilizamos los dos y vemos qué tal va la cosa.

—Pero ¿dónde vas a ir?

—¡Ah, pues no lo sé! No lo había pensado. De todos modos, acuérdate que en la pensión Estanés siempre admiten huéspedes a buen precio.

—¡Sí, es verdad! —le cogió la mano, un poco más calmada—. ­ Y, ¿estás seguro de que es lo que necesitas?

—Sí.

Esa noche, pactaron amistosamente que, mientras no vivieran juntos, todos los viernes le ingresaría a ella una cantidad en la cuenta de casa; y que podría acudir para estar con Rocío cada tarde que quisiera, o durante el fin de semana. Ulises había sido todo lo sincero que pudo ser en cuanto a los motivos de la separación. No quiso añadir la historia de su pasada aventura que solo hubiera servido para echar gasolina al fuego. Pero en su cabeza intuía que se trataba de una situación que no admitía vuelta atrás. Antes de que conociera a Paula, el núcleo de su relación con Alicia se había disuelto como un azucarillo, a pesar de que él mismo no hubiera querido asumirlo. Ahora reconocía que, precisamente por eso, surgió esa aventura que no había sido causa de nada, sino una simple consecuencia de la pérdida de afecto.  ­

Se podría decir que Doña Maruja, la patrona de la pensión Estanés, tenía un carácter pendenciero. Nunca se echaba atrás en una confrontación, por desagradable que resultara. Si algún huésped demoraba sin motivo el pago de la habitación, se encontraba, más pronto que tarde, a aquella amplia humanidad delante de su puerta, reclamando lo suyo como un fiero recaudador de impuestos. Se trataba de una mujer entrada en años, corpulenta y de anchas caderas. Devota del Agua del Carmen y ávida consumidora de sesos rebozados para cenar cada noche. Creía firmemente en las bondades terapéuticas de ambos productos y, por eso, no titubeaba al afirmar sin rubor que en su casa no entraba el alcohol. Al principio, le miraba con desconfianza y gesto malencarado. Recelaba de que un hombre joven y recién separado resultara de fiar. Pasados unos días, Ulises realizó en el establecimiento algunas reparaciones sin importancia que pudieron ayudar a mejorar su imagen. Poco a poco, aquella mujer comenzó a sonreírle y a deshacer sus suspicacias, transformándolas en tosca amabilidad. Hasta le invitó, en alguna ocasión que lo observó alicaído, a compartir con ella uno de sus chupitos del Carmen para que levantara el ánimo. Y también expresó algunos comentarios favorables sobre los libros que había llevado a su habitación cuando se mudó. La que, al parecer, no se acomodaba por completo a la situación que atravesaban era Alicia. Cada vez que regresaba del trabajo, se la encontraba en la puerta de la pensión, con Rocío de gancho, sentada en el carrito, para proponerle tomar un café o merendar los tres juntos. Él intentaba suavizar el mazazo de la separación aceptando ocasionalmente sus invitaciones. Pero hubo un momento en que se sintió remontando una cuesta demasiado empinada. Le corroía la sensación de que la estaba engañando, aún más que cuando mantenía su aventura con Paula. Quizás debería contarle toda la verdad, por dura que fuese, y poner fin a esa pantomima. Así por lo menos, dejaría de creer que, cuando se aclarara las ideas, regresaría arrepentido al hogar conyugal con su esposa.  

Por esas fechas, recibió en el local de Fondabós una visita que no esperaba. Acababa de llegar, después de haber acudido a un aviso por avería en la caldera de una comunidad de vecinos y todavía no se había lavado, cuando sonó el timbre de la puerta. La abrió sin echar un vistazo por la mirilla y allí estaba, sonriente y apoyado en el quicio, con su alzacuello blanco y vestido con americana y pantalón gris. Impecable. No comprendía qué hacía allí el cura.

—¡Buenos días, Ulises!

—Buenos días, padre.

—¿Cómo estás?

—Bien, ¿y usted? ¿Qué se le ofrece?

—¿No me invitas a entrar? ¡Vaya! No imaginaba, hijo mío, que me ibas a recibir de esta manera.

—Disculpe. ¡Pase, pase, por favor!

Aquel cura entró al local con gesto ceremonioso y la sonrisa en su rostro. Él se limitó a cerrar la puerta, después de asomarse afuera, por si acudía con alguien más. No adivinaba a qué se debía la visita. Le invitó a sentarse en uno de los confidentes que había delante de la mesa de oficina y se acomodó frente a él.

—Usted dirá, D. Joaquín.

—¡Bueno, hijo! Ya me han contado que Alicia y tú tenéis problemas.

—Sí.

—Y como comprenderás, como parte de mi labor pastoral, no podía dejar de acudir donde se me necesita.

—Ya.

—En la vida de un matrimonio, hay momentos de gozo ¡y hay momentos de dolor! Ya sabemos que no todo son alegrías en esa convivencia del hombre y la mujer. Pero esas situaciones difíciles del matrimonio se pueden superar si se dirige la vista al que está allá arriba —señaló con el dedo hacia el techo—. Él nos indica en cada instante el camino más adecuado y nos alivia cuando la carga resulta demasiado pesada.

—Bueno, padre…

—¡Déjame terminar, hijo, por favor! Sé que Alicia y tú habéis interrumpido momentáneamente la convivencia marital, pero quería aclararte que tenéis un vínculo sagrado entre los dos, un vínculo que va más allá de vuestras apetencias o conveniencias y que tenéis la necesidad, mejor dicho, el deber de cuidarlo para que prospere.

—No lo acabo de entender, D. Joaquín.

—¡A ver si me explico! ¿Tú te acuerdas de cuál es la finalidad del matrimonio cristiano?

—Pues la verdad, ahora mismo…

—¡Ay! ¡Esos cursillos prematrimoniales que tenemos ya casi olvidados! ¡En fin! A lo que iba que, como dicen ahora, ¡me enrollo demasiado! Una de las finalidades, la más importante, de un matrimonio ¡es traer hijos a este mundo! Y digo yo que, a lo mejor, con el paso del tiempo y el día a día de la convivencia, es posible que os hayáis olvidado un poquito de todo eso y hayáis perdido de vista los mandatos de la madre Iglesia. Y claro, ¡es entonces cuando vienen los problemas! ¡Los hijos son una bendición de Dios! Ellos tienen el poder de sanarlo todo y, por supuesto, la virtud de suavizar esas pequeñas diferencias en el matrimonio que, sin el concurso de una nueva vida, ¡parecen insalvables!

—Entonces, me quiere usted decir…

—¡Que los hijos son la gracia divina que nos ha dado nuestro Señor para ayudarnos a los cristianos a reconciliarnos con nosotros mismos y con nuestro cónyuge! O sea, que la salvación de vuestro matrimonio ¡podría venir de la mano de un nuevo hijo! Verías entonces cómo, todos esos problemas que antes se te hacían irresolubles ¡se superan enseguida!

No supo cómo reaccionar ante la extravagante propuesta que acababa de escuchar de labios de D. Joaquín. Alternaba entre enfadarse y echarlo a empellones o prorrumpir a reír a carcajadas. Internamente, su relación con Alicia había concluido y, si no fuera por Rocío, posiblemente se lo hubiera dejado claro hacía semanas. En cambio, el cura pretendía, por si la situación no resultara bastante compleja, que concibieran otro hijo, como quien fabrica un perno en el torno…, o el que toma una aspirina para la jaqueca. De la manera más fría e indecente. Cuando habló, mordiéndose la lengua, tuvo muy en consideración la estrecha relación entre aquel sacerdote y sus devotos clientes, los queseros.

—Verá usted, padre. Ahora mismo, la verdad es que tengo otras prioridades.

—¿A que no te lo habías planteado?

—¡Pues no! La verdad es que no. Tampoco creo que ahora mismo sea el mejor momento, con todos los problemas que tenemos. Quizás más adelante, no sé…, puede que mejoren las cosas y…

—¡Bueno! Yo solo quería transmitirte la doctrina de la Iglesia en estos casos para que la consideres. ¡No se te ocurra echarla en saco roto! Que ya sabes lo que dice el dicho: «doctores tiene la Iglesia».

—Sí, claro, por supuesto.

Cuando D. Joaquín se marchó, necesitó sentarse para reflexionar. De la hilaridad inicial que le había producido la propuesta del cura, pasó a la inquietud, imaginando cuántas almas cándidas podían terminar cayendo en las redes de estos modernos hechiceros. No llegó ni a comentarlo con Alicia, aun cuando suponía que estaba al tanto de la propuesta. Recordó las ideas que circularon por su mente cuando vivían juntos y pretendía acostar a Rocío antes de que él llegara del trabajo para tenerlo en exclusiva. Posiblemente no andaba entonces demasiado desencaminado. Si eso era cierto, no le extrañaría tampoco que hubiera partido precisamente de ella la idea de animar al pater a visitarle para que le adoctrinara y le animara a engendrar otro hijo. Aun cuando guardaba cariño por la madre de su hija, no tenía ninguna intención de tener otro hijo con ella ni, para ser exacto, con ninguna otra mujer.  Aún más, le repugnaba la idea de que pretendiera utilizar ese nuevo hijo como un comodín al servicio de sus intereses.

Una semana más tarde, regresaba con su furgoneta para hacer el cierre del negocio, cuando observó a Alicia de pie, delante del local, con los brazos cruzados y el gesto torcido. Aquello no presagiaba nada bueno, pero prefirió desechar malos augurios. Aparcó muy cerca, en la misma acera. Nada más abrir la puerta del vehículo, sin previo aviso, recibió el impacto de una caricia de su esposa y regresaron las estrellitas a sus ojos que quedaron nublados por la bofetada. Nuevamente tuvo que sujetar a ciegas la mano de Alicia que pretendía repetir el golpe.

—¿Estás loca? ¿Otra vez igual?

—¡Eres un cabrón! ¡Me has engañado!

—¿Qué dices?

—¡Te han visto!

—¿Quién me ha visto qué?

—Mis…, mis compañeras del trabajo.

—¿Qué sucede con ellas?

—Algunas de mis compañeras, te vieron hace unas semanas, por la tarde, en la furgoneta, yendo con otra mujer. ¡Y las dos veces era la misma!

—Ya.

Ulises recapacitó. Paula había regresado a Zaragoza y nada de lo que contara a Alicia podía perjudicarla. No tenía sentido negar la evidencia y, por otra parte, tampoco encontraba sentido al acoso constante al que ella le sometía. Mantenía la expectativa de que él reconsiderara la separación y reanudaran su vida en común, aun sin poner en práctica los consejos del cura.

—¡Me mientes y me engañas!

—Que no, que no te estoy mintiendo. Te aseguro que no hay ninguna otra. Pero…, es cierto que la hubo.

—¿Cómo? ¿Me estás diciendo que hubo otra?

—No significó nada y duró muy poco.

—¿Te acostaste con ella?

—¡No, joder, claro que no! Pero es igual.

—¿Cómo que es igual?

—Quiero decir que me he dado cuenta ¡que no tiene nada que ver con nosotros! Que lo nuestro… He llegado a la conclusión que tú…, que yo… ¡vamos, que no podemos seguir juntos!

—¿No…? —no se atrevía a formular al completo la pregunta definitiva—. ¿No vas a volver?

—No.

—Pero entonces, ¿quieres decir que se ha terminado?

—¡Lo siento, pero sí! No voy a volver a casa.

—¿Y Rocío?

—Ya te dije que Rocío no tiene nada que ver en esto y que, si quieres, podemos seguir como hasta ahora.

Se acercaron a tomar juntos un café en el Guasillo y, poco a poco, Alicia se recuperó del shock. Unos minutos después, más tranquila, analizaron la situación. En ningún momento surgió de sus bocas la palabra divorcio, a pesar de que ella, todavía le reprochaba que no hubiera sido claro cuando se ausentó de casa. Él le ofreció multitud de explicaciones para dulcificar la ruptura. Alicia, todavía impresionada por el nuevo escenario, no puso pega alguna a continuar como hasta entonces y en mantener las visitas de Ulises a su hija.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AURELIO Y BENEDICTA

 

Sus padres nunca llegaron a entender del todo los motivos de su separación. Cuando se produjo, tampoco es que se sentara con ellos en la cadiera del salón de casa para mantener una charla sobre su vida matrimonial.  Pertenecían a otra generación y en su mentalidad no figuraba la posibilidad de que, contraído matrimonio por la Iglesia, uno de los esposos se marchara del hogar familiar y, menos todavía, con una niña en común. No tenía sentido entrar en detalles sobre sus motivaciones, por otra parte, difíciles de explicar para un hijo. El siguiente fin de semana después de haber ocupado su habitación en la pensión Estanés, decidió acercarse a Escún para comunicar la novedad. Condujo con tranquilidad. Por el camino, meditaba sobre cómo les podía afectar. Detuvo la furgoneta delante del porche, donde estaba sentada su madre al sol de otoño, mientras desplumaba con energía un pollo sobre un balde de plástico. A la vez, echaba algún vistazo intermitente a una gastada revista de cotilleos. Salió del vehículo lentamente, preparando las palabras que debía utilizar para darle la noticia. Cuando le vio acercarse, ella apartó la faena y lo miró con curiosidad.

—¿Qué tal, madre?

—¡Bien, hijo! ¿Qué haces por aquí tú solo?

—Bueno…

—¿Qué ocurre?

—Alicia y yo…

—¿Sí?

—Nos vamos a separar.

—¡Ay, Dios mío! ¡Corazón de Jesús, bendito!

—¡Pero no pasa nada, madre! ¡Lo hemos hablado y estamos de acuerdo los dos!

—¿Tu mujer de acuerdo en separarse de ti? ¡Ya lo dudo!

—¡Bueno! Al menos no se opone.

—¡Ya! ¿Y la niña?

—¿Rocío? Voy a continuar viéndola sin ningún problema.

—¿Estás seguro de eso? Alicia sabe perfectamente que para ti es lo más importante y no dudará en fastidiarte con ella si puede.

—¡No sea melodramática, madre! Que Alicia no es mala persona y, en cuanto se rehaga, ya verá usted como todo se va calmando.

—¡Ya! De todos modos, te tengo que decir que ¡no estoy de acuerdo, hijo! ¡No me parece bien! Tú te casaste ante Dios y para Dios siempre seguirás casado con ella. No te puedes separar porque te hayas cansado, ¡o por lo que sea! Hazte a la idea de que para mí ¡vas a seguir casado con ella para siempre!

Se marchó dentro de la casa con el pollo a medio desplumar y, durante un buen rato, Ulises no supo reaccionar. Sabía que no iba a resultar fácil, pero no imaginaba que su madre pudiera permitir que sus ideas religiosas arrollaran a su propio hijo. Esperó sentado en el porche, concentrado en la puntera de sus camperas y dolido por su reacción. Cuando su padre regresó de las vacas, lo puso al tanto. Su respuesta no se pareció en nada a la de su madre. Para esos temas era más flexible que Benedicta.

—Yo…, me supongo que l’abrás pensao bien.

—Sí, padre. Le he dado muchas vueltas y no hay otra salida. Es lo mejor para evitar que la cosa se caliente más de lo necesario entre nosotros y cualquiera de los dos acabemos haciendo algo de lo que luego nos arrepintamos.

—No imaginaba yo que lo vuestro estuviera tan hecho puré, pensaba que la cosa no pintaba mal.

—Pues ya ve.

—Y, digo yo, qu’a la niña la podremos seguir viendo, ¿no?

—¡Claro que sí! En eso no hay ningún problema.

—Además, para la Lay tú tendrás derechos.

—¡Sí, sí! Pero que Alicia lo tiene muy claro, que yo sigo siendo su padre.

—¡Ya, ya!

Permanecieron todavía unos minutos sentados en el banco de piedra sin pronunciar palabra, hasta que nuevamente Aurelio rompió ese silencio.

—Y tu madre, ¿cómo se l’a tomao?

—Pues yo esperaba que se lo hubiera tomado mejor, pero ¡ya sabe usted cómo es con las cosas de la Iglesia!

—¡Ya m’imagino, ya! Es mejor que le des unos días hasta que hable con el padre Ángel y l’aclare las ideas. No es un mal hombre…, y vive en el mundo d’ahora. ¡Ya verás cómo se l’alivia el sofoco!

—Eso espero, porque no vea usted las cosas que me ha dicho.

—Es que Benedicta siempre ha sido mú beata, ¡que te lo’ecía yo y me decías que no era pa tanto!

—¡Ya tenía usted razón, ya!

Durante la comida, su madre casi no le dirigió la palabra. Permaneció enfurruñada y absorta en turbios pensamientos. Cuando se marchaba, intentó darle un beso, pero ella le apartó la cara. En el trayecto de vuelta a Jaca, se sintió fatal. Recordó las sensaciones que le recorrían cuando Alicia y él regresaron del viaje de novios. Además de náuseas, notaba ese sabor metálico en la boca y la garganta estrujada por un nudo corredizo. Comenzó a dudar si no tendría razón su madre; quizás debería haber permanecido en casa con una mujer a la que no quería, para disfrutar de una hija a la que adoraba. A lo mejor se había confundido al adoptar tan precipitadamente su decisión de abandonar a Alicia. Es posible que, si hubiera dado tiempo al tiempo, sus ideas se hubieran acomodado y no se vería en esa situación tan tétrica en la que su propia madre le rechazaba y la relación con su hija quedaría afectada para siempre. Esos pensamientos sombríos no le acompañaron solamente durante el viaje de vuelta. Durante varios días las dudas y los remordimientos le atenazaron. Ante los demás, había aparentado un gran aplomo sobre la decisión que había tomado. Ante sí mismo, se había protegido también con la razonable honradez que había demostrado hacia Alicia. Pero el aspecto de su rostro cada amanecer hablaba de incertidumbre y dolor. Las horas de insomnio en aquellas madrugadas le pasaban su factura en forma de piel reseca y manchada, ojos hundidos y nariz afilada como una cuchilla. Durante el primer café del día en el hostal, las miradas oblicuas de Doña Maruja recorrían cada pliegue de su boca y esas bolsas que colgaban de sus ojos, escrutándole como un sabueso. En el fondo, ni el mismo conocía hacia dónde se dirigía.  Pero el siguiente fin de semana que acudió a Escún acompañado de Rocío, su madre volvió a tratarle como siempre. La misma mujer cariñosa y dulce que había conocido desde que lo trajo al mundo con fortuna y la misma que prodigaba continuas carantoñas a la pequeña. Lo abrazó nada más llegar. Cuando la niña y su abuelo se quedaron dormidos después de comer, le cuchicheó sus razones en la cocina.

—Hablé con el padre Ángel, ¿sabes?

—¡Ah!

—Y me explicó que, a pesar de que no esté de acuerdo contigo, como cristiana y como madre, debo saber perdonar y apartar los inconvenientes que yo pueda tener a tu decisión de separaros.

—¡No sabe el peso que me quita de encima, madre!

—Pero hay algo que me preocupa.

—¿El qué?

—Me preocupa tu mujer. Alicia es de esas personas que es mejor tenerla de amiga que de enemiga. Y con ese carácter tan fuerte…

—¡No se preocupe! ¡Que ella tiene asumido lo de la separación!

—¡Eso espero, hijo!

También Ulises deseaba creerlo. Recordó las bofetadas que le había propinado en las últimas semanas y se palpó la cara, como si acabara de recibir una. Su madre no se equivocaba. Cuando su mujer se desataba, desaparecía la razón, aunque esperaba que poco a poco asumiera la nueva situación.

Las primeras navidades en Escún después de la separación fueron distintas a las de los últimos inviernos. Esa nochebuena, se sentaron a la mesa los tres solos, aparentemente con la misma rutina de antes. En los platos, el menú navideño habitual: cardo con besamel y capón relleno de castañas y pasas. No pudo llevar a Rocío porque estaba cenando con Alicia en Fiscal, en casa de sus padres. Para él resultó una nochebuena extraña que, por una parte, lo transportaba a su infancia, cuando se sentía afortunado y disfrutaba con las lecturas de sus autores favoritos, creyendo que el mundo caminaba para él sin contratiempos. Del otro lado, la ausencia de la pequeña, con sus risas y gritos, agrandaba los silencios de Aurelio y Benedicta que asistían apesadumbrados a la primera ruptura matrimonial en su familia. Mientras cenaban, observó que su padre guardaba, junto al plato, una hoja de color rosa doblada por la mitad.

—Padre, ¿qué papel es ese?

—¡Ah, sí! ¡Casi se m’olvida! ¡Que me llamaron ayer de la cooperativa!

—¿Y eso?

—¡Sí! Pa decirme ¡qu’este año m’abía tocao el coche en el sorteo! —le pasó el décimo premiado.

Pero ¿qué me dice? ¿En serio?

—¡Que sí, hijo, que sí! ¡Que no es ninguna broma! ¡M’a tocao el Acacia ese! Casi no me lo podía creer cuando me lo dijeron.

—Y, ¿entonces?

—¿Qué?

—¿Qué va a hacer usted?

—¡Pues qué voy a hacer! ¡Llevármelo!

 —Pero, padre, ¡no pensará volver a conducir a estas alturas! Que usted tiene ya una edad…

—¡Vamos, anda! ¡Faltaría más! Ya lo tengo hablao con tu madre, que nos iremos a dar nuestros buenos paseos, ¡en cuanto venga el buen tiempo!

—Bueno…, ¡usted sabrá lo que hace!

—¡Pues eso!

Cuando, sobre las diez y media de la noche, sonó el timbre de su móvil y comprobó que se trataba de Alicia, supuso que le llamaba para concertar la hora de recogida de la niña en Fiscal al día siguiente.

—¡Sí, dime! ¿Rocío? ¿Eres tú? ¿Cómo estás, cariño? —activó el altavoz del móvil para que sus padres pudieran escuchar a su nieta.

¡Muy bien, papá! ¿Sabes que m’e comío yo sola to’l solomillo?

—¿Qué me dices? ¿Tú sola?

Sí, el abuelo Roque solo me soplaba los trocitos pa que s’enfriaran. ¡Es que quemaban mucho!

—¡Muy bien, cariño! ¿Te acuerdas de que mañana te pasaré a buscar y vendremos a…?

¡Un besito, papi! ¡Te paso a la mamá!

—¡Un beso!

Un poco decepcionado por la brevedad del contacto, desactivó el altavoz para hablar con Alicia.

—Sí, dime. ¡Claro! Muy bien. ¿A las doce? De acuerdo, como prefieras. Igualmente, hasta mañana.

Aurelio y Benedicta le miraron con una sonrisa forzada, algo más animados después de haber escuchado la voz de su nieta. A partir de esa llamada, los tres pusieron de su parte para que la Nochebuena terminara de la manera más agradable posible. Después de aquellas navidades tan distintas se sucedieron unos meses extraños, pero por otras razones. Durante la semana, trabajaba sin descanso en su negocio, tratando de que los ingresos le permitieran, en primer lugar, pagar a Alicia la pensión de alimentos que habían acordado. Aunque para ello pospusiera la liquidación a sus proveedores o, a Doña Maruja, la habitación en el hostal con los riesgos que ello conllevaba. A última hora de cada viernes, se presentaba en la oficina bancaria, hacía números y le ingresaba la transferencia, sabiendo que ella estaría pendiente de recibirla puntualmente. Con el transcurso de los meses, hubo alguna ocasión en la que los pagos a su negocio se retrasaron más de lo debido y tuvo que avisarla por teléfono de que demoraba unos días el ingreso. En esas circunstancias, pudo comprobar quién era la persona con la que se había casado y preguntarse a sí mismo cómo no había sido capaz de conocerla en tantos años. Es cierto que, a esas alturas, ella no se fiaba de él, ni tampoco de sus palabras. Por supuesto, ya no creía que hubiera mantenido una simple relación de amistad con aquella chica que detectaron sus compañeras de trabajo mientras todavía estaban casados. Pero su tono de voz y la amargura que destilaban sus palabras revelaban algo más profundo. Un gélido rencor, no tanto por su infidelidad, sino sobre todo por haberse marchado de casa, por haberla abandonado. Porque para ella, Ulises venía a ser la viva imagen ante el mundo de su propia incapacidad para retener a su hombre. Como si lo hubiera reducido a un fotograma de la película de su supuesto fracaso. Semana a semana, fueron creciendo de tono las amenazas de Alicia, antes veladas. Hasta cierto punto, se había convertido en una completa desconocida. La madre inédita de su pequeña Rocío. Ya no era la persona con la que se había comprometido en su día y con la que compartió su vida hasta que la relación se rompió. En el tema de la pensión, le engendró tal presión que, más de una vez, se vio forzado a visitar en el último momento a sus padres para que le prestaran el dinero que no tenía para abonarla. Como sucedió en su día con los gastos de la boda, tuvo que dejar a un lado la vergüenza que le producía acudir a ellos. Aunque, ni por un instante dudaron en prestarle su ayuda.

Así que, cuando comenzaba el fin de semana, procuraba liberarse como podía de esa asfixiante carga que le estrujaba. Después de cenar a solas un triste bocadillo, buscaba el local de copas más oscuro que encontraba en Jaca y dedicaba las horas a empaparse en alcohol barato y en el humo dulzón de algún canuto que le alcanzaban. Si esa noche alguna chica se acercaba a él lo suficiente, no dudaba en insinuarle con voz pastosa si le apetecía marcharse a otro lugar donde pudieran estar a solas; alguna vez, acudiendo al interior de su furgoneta. En ocasiones, no recordó al día siguiente con quién había dormido o cómo había llegado hasta ese apartamento desconocido. Y de esa manera, cada fin de semana recorría los bares más mugrientos de la ciudad en lo que él mismo había denominado su particular ruta del bacalao. Cuando terminaba la noche sin compañía y no conseguía distraer las penas, al menos, el alcohol y las caladas de porro le aturdían lo suficiente como para dormir unas horas y despertar bien entrada la mañana del domingo. Enseguida, la odiosa resaca aguijoneaba cada rincón de su cabeza y le daba su desagradable bienvenida. Ese malestar le forzaba a arrepentirse con sinceridad de sus desahogos nocturnos. Se duchaba y afeitaba con firme propósito de la enmienda y bajaba al office, donde sus labios mascullaban a Doña Maruja un ronco buenos días, mientras en dos tragos se tomaba el café. Ella, levantaba la cabeza de su tazón de chocolate matutino y únicamente contestaba alzando una ceja en horizontal, como si le advirtiera con esa seña que estaba circulando por la vida en dirección prohibida. Y, con la incomodidad propia de sus excesos, conducía la furgoneta a gran velocidad hasta detenerse derrapando ante la granja de Escún. Allí, almorzaba con sus padres que, contemplando en su rostro ceniciento las huellas de la noche anterior, se miraban con preocupación. Pero con ellos, conseguía recuperar una parte del ánimo y la serenidad que necesitaba. Le distraían, poniéndole al día sobre los sucesos y ocurrencias de los vecinos del pueblo; o cotilleando sobre algunos recién llegados que comenzaban a establecerse en la zona ofreciendo productos y servicios de turismo rural que se estaba poniendo de moda. Y, a primera hora del lunes, regresaba a la deprimente apatía de un negocio que había dejado de interesarle, salvo como fuente de ingresos para afrontar la transferencia semanal.

Seis meses después de haberse separado, recibió carta de un abogado. Le comunicaba que su mujer había pedido el divorcio y ahora solicitaba una pensión desproporcionada. Si estaba conforme, debía acercarse por aquel despacho para firmar los papeles. Si no aceptaba, se convertiría en un divorcio contencioso. Ignoraba lo que significaba esa simple palabra, pero resonó en su cabeza como una estridente alarma. La llamó por teléfono muy preocupado y se citaron en el Boira. Esa Alicia, casi una desconocida, que apareció media hora tarde y sin Rocío, a la que prefirió no recoger de la guardería, ni siquiera aceptó tomar nada con él. Permaneció de pie con aire despectivo y directamente le advirtió que debía pasar por el abogado si deseaba evitar la enorme cantidad de problemas que le caerían encima y que no se imaginaba. Problemas que le hundirían para siempre en el fango más espeso. Su rostro afilado y su tono, frío y áspero, no alentaban demasiadas esperanzas. Casi no lo podía creer: la mujer con la que, apenas cuatro años antes, se había casado, le amenazaba con toda clase de males y castigos si no se plegaba a sus exigencias. Ulises no le respondió. Se puso en pie y decidió marcharse de allí sin hacer caso a sus bravatas. Además, había quedado a las seis con el presidente y el administrador de una Comunidad para arreglar cuentas por la reparación de una caldera que había costado más de lo previsto. Estuvo entretenido con ellos hasta las nueve, cuando se marchó a cenar algo.

Esa noche, en su habitación del hostal Estanés, intentó inspirarse con Miguel Delibes sin conseguir concentrarse en la lectura. Apagó la luz para dormir, pero no descansó demasiado, huyendo de las pesadillas que le acosaban. En sus sueños, corría sin aliento y presa del pánico por una carretera desierta, bajo un aguacero como los de antaño. Escapaba de una banda de vagabundos de aspecto espeluznante que, sin saber la razón, le perseguían chillando y armados con palos, piquetas y trozos de cañería que agitaban amenazadoramente a su espalda. Él se sentía sin resuello, pero sus perseguidores parecían inagotables. Siguió corriendo bajo la lluvia, cada vez con más dificultades para respirar. Trató de evitar aquel charco de un salto, pero al tocar suelo, se torció el pie y cayó de bruces contra el asfalto mojado. Lo vio todo perdido. Los energúmenos se abalanzaban sobre él para descalabrarlo sin remedio. En ese momento, despertó sobre su cama, empapado en sudor, asustado y gritando. Durante unos minutos no cesó de temblar como una hoja, hasta que consiguió serenarse. La pesadilla había resultado demasiado real. Esa madrugada prefirió permanecer desvelado en su modesta habitación, pero libre de amenazas.  

A la mañana siguiente, no se sintió capaz de madrugar. Hasta las nueve y media no aparcó su furgoneta en la calle Fondabós. Acababa de meter el llavín en la cerradura del local cuando le hablaron por detrás. Se trataba de dos hombres jóvenes y fornidos, ataviados con pantalones vaqueros y camisetas.

—¿Ulises Laguarta?

—¿Sí…?

—Guardia Civil. Tiene que acompañarnos. Está usted detenido.

No le ofrecieron ningún motivo. Comentaron que el jefe se lo explicaría. Lo subieron a la parte de detrás de un coche sin distintivos. Al menos, no le esposaron. Los tres permanecieron en silencio durante el corto recorrido hasta el cuartel del destacamento. Se veía a sí mismo como en una película y se sentía tan impotente como cuando, de adolescente, María Dolores Abadía se marchó del Instituto de Boltaña para no regresar. Le daba la impresión de que estaba viviendo algo por completo ajeno a él y recordó sus sensaciones en la boda, donde en todo momento le pareció que asistía al matrimonio de otro. En su mente, no conseguía articular ningún pensamiento coherente. Solo algunas imágenes donde se veía sí mismo con Rocío paseando a primera hora del sábado por la Ciudadela, mientras su madre se dedicaba a limpiar en el piso como si se tratara de un asunto de vida o muerte; o despidiéndose de su hija por la mañana con un beso, a la puerta de la guardería. La primera idea lúcida que le vino a la cabeza fue qué pensarían sus padres cuando se enteraran de su detención.

Aparcaron el vehículo en el patio del cuartel, le tomaron del brazo y le escoltaron hasta un despacho vacío, donde le indicaron que debía sentarse frente a la mesa. Allí permaneció varios minutos solo, envuelto en una nube de oscuros pensamientos. Se torturaba imaginando los motivos de su arresto que sospechaba tenían que ver con su negativa a firmar los papeles del abogado de Alicia. Por fin, entró por la puerta un guardia civil de uniforme y gesto preocupado. Estatura mediana, el cabello escaso y canoso, rondaba los cincuenta años. Tomó asiento frente a él, en un sillón giratorio. Se colocó unas gafas de lectura que le deformaban los ojos y abrió una carpetilla que traía bajo el brazo. Mientras la hojeaba, lo miró por encima de la montura. Finalmente, se las retiró para hablarle.

—Soy el sargento Lavilla. Usted es Ulises…, Laguarta.

—Sí, eso es.

—Sabe usted por qué está detenido…

—Pues, la verdad es que no.

—¿No se lo han dicho?

—No.

—¡Cagüen la puta! ¡Estos jóvenes!  Verá usted, su mujer…

—Alicia.

—¡Eso es! Alicia lo ha denunciado y afirma que ayer, alrededor de las ocho y media de la tarde, fue usted al domicilio de ella, y delante de su hija, la cogió del cuello y la zarandeó.

—¡No me joda! —fuera de sí, se puso en pie.

—Si quiere usted que nos llevemos bien, haga el favor de sentarse.

—¡Perdone! Es que, no me esperaba semejante barbaridad.

—¡Ya! Pues cálmese, porque hay más.

—¿Más…?

—Afirma en su denuncia que usted la amenazó de muerte.

—¿Cómo?

—Sí, que usted… —nuevamente utilizó las gafas y hojeó la carpetilla—. Que le dijo textualmente: eres una zorra y te voy a matar.

—Pero…

—¿Qué me dice de todo esto?

—Que le voy a decir, ¡que es todo una puta mentira! ¡Es falso desde la primera a la última letra! ¡Jamás he llamado zorra o puta a Alicia! No se me ocurriría.

—¡Ya, ya! Comprendo. ¿Fue usted a verla a su casa anoche?

—¡No! Quedamos en una cafetería del Paseo.

—¿En cuál?

—En el Boira.

—¡Ah, sí! ¿Y qué cojones sucedió allí?

—Bueno…, ella me pidió que pasara por el abogado a firmar unos papeles sobre nuestra separación, y yo le contesté que no los iba a firmar.

—¿A qué hora fue eso?

—Habíamos quedado a las seis, pero llegó tarde. Sobre las seis y media o así.

—¿Qué más? Intente recordar todo lo que pueda.

—Pues…, que me cabreé tanto por lo que pretendía que me marché, y la dejé allí plantada.

—Ya. ¿Y no acudió usted más tarde a su casa, y, con los nervios por lo que le había dicho, perdió la cabeza?

—¡No!

El veterano guardia civil guardó silencio y le miró fijamente, mientras con las yemas de los dedos acariciaba su barbilla, en un gesto que repetiría.

—¿Qué hizo usted cuando se marchó de la cafetería?

—Pues…, ayer…, ayer… ¡joder, no me acuerdo! ¡Ah, sí! Había quedado con los vecinos de una Comunidad por unas facturas. Tengo una empresa de mantenimientos, ¿sabe usted? Y estuve con ellos por lo menos hasta las nueve, me parece.

Aquel hombre no le preguntó nada más. Cogió un folio de su mesa y un bolígrafo y se los pasó.

—Escriba en el puto papel los nombres y los teléfonos de esas personas con las que estuvo usted ayer por la tarde.

Rescató la información de su teléfono móvil, escribió los datos que le pedía y le entregó todo. El guardia civil se puso en pie con el móvil y la hoja en la mano, le ordenó que no se moviera del despacho y se marchó, dejándolo solo. Regresó veinte minutos después. Lo miró por encima de las gafas y se sentó a la mesa moviendo la cabeza y repitiendo el gesto intermitente de acariciarse el mentón.

—¿Y bien?

—Pues verá, es cierto que los dos confirman que estuvieron con usted ayer por la tarde.

—¿Y entonces?

—Lo que ya no están tan seguros es de cuándo terminaron. Uno, parece que no tiene ni idea. Pero el otro… El otro afirma que usted se marchó a las ocho. Se le notaba muy seguro de la hora. Es de cajón que, si acabaron a las ocho, aunque fuera en la otra punta de Jaca, tuvo usted tiempo de sobra de acudir a casa de su mujer, tener la discusión y zarandearla.

—¡Pero si yo no he hecho nada!

—Bueno, ¡eso ya será el juez quien lo tenga que decidir!

—¿El juez?

—¡Sí, claro! Nosotros ahora le tomaremos declaración y, en cuanto la firme, lo llevaremos al juzgado para que decidan sobre su situación, si lo dejan libre con medidas cautelares…, o lo que sea.

—¡Cojones! ¿Es que me está usted diciendo usted que me pueden mandar a la cárcel?

—¡Tranquilícese, coño! ¡No se altere! Lo normal, cuando hay alguna duda, es que lo dejen en libertad con alguna fianza…, o yendo a firmar cada semana al juzgado. Tenga en cuenta de todos modos que se trata de un tema muy feo, que aparece, día sí y día también, en los putos telediarios y eso supone que tengamos que ir con pies de plomo. ¡Joder! No sería el primero que hemos dejado en libertad ¡y lo primero que ha hecho, ha sido ir a por su mujer con un cuchillo en la mano! ¡Estamos atados de pies y manos! Tenemos que seguir el puñetero protocolo que nos marcan, al pie de la letra, ¡sea usted, o no, culpable!

Tomó consciencia de lo que decía el suboficial. De las pocas cosas que Alicia comentaba de su trabajo, precisamente esa era una de ellas: había que proteger a las mujeres frente a las agresiones porque estaban indefensas y esos protocolos salvaban la vida de muchas de ellas. La única contradicción de todo aquello es que él no había hecho nada, pero no se le ocurría cómo demostrarlo, si los dos vecinos no se aclaraban sobre la hora en que terminaron la reunión y se marchó.

Dentro de lo que cabe, los guardias civiles se mostraron correctos con él. Primero le dejaron visitar el servicio, sin perderlo de vista. A continuación, lo llevaron a otra sala donde lo cachearon, le retiraron todos los objetos que llevaba encima, tomaron sus huellas y le hicieron fotos. Después, pasaron a un despacho con ordenadores y le presentaron a su abogado de oficio. Se trataba de un joven larguirucho y de ojos saltones; vestía un traje gris que le quedaba pequeño y al cuello una corbata azul marino de nudo gastado y con brillo, como si nunca lo deshiciera. Se interesó discretamente sobre si lo habían tratado bien y le preguntó en voz alta si realmente deseaba declarar porque tenía derecho a no hacerlo; en cuanto contestó que sí, uno de los guardias comenzó a formularle preguntas concretas sobre la supuesta agresión, mientras su abogado permanecía mudo. Tuvo que defenderse como pudo de esas preguntas que destilaban el odio y el rencor de Alicia. Cuando terminó el interrogatorio y firmó su declaración, el abogado se despidió con un simple apretón de manos que lo dejó abatido. Lo que en realidad necesitaba en esos momentos era que le dieran un fuerte abrazo y, sobre todo, consuelo. Se sentía desamparado. Hacía solo tres horas que lo habían detenido y parecía que llevara encerrado todo el día en esas oficinas de luz mortecina. Notaba la boca seca y su estómago reclamaba con insistencia su habitual almuerzo de las once de la mañana. Una hora después, dos guardias civiles distintos lo trasladaron desde el destacamento al edificio de los Juzgados, ahora sí, con esposas en las muñecas. El vehículo bajó la rampa para acceder al sótano. Lo soltaron sin miramiento en uno de los calabozos. Apoyó la espalda en la pared y se deslizó por ella hasta quedarse sentado sobre los talones. Se frotó la cara con las manos. Así permaneció un buen rato. El aroma de aquellas dependencias no era precisamente agradable. El suelo estaba húmedo, como recién fregado y en el ambiente se mezclaba la pestilencia a orines con el olor a desinfectante industrial, dando lugar a una mezcla extraña que le causaba picor en los ojos. Aturdido, en el interior de aquellos muros creyó escuchar un murmullo ahogado. Poco a poco, ese sonido se transformó en un profundo lamento. No parecía provenir de una garganta humana; se trataba de un quejido rasgado y estremecedor que flotaba en el aire, subiendo y bajando de intensidad, cada vez con mayor fuerza. Finalmente, terminó en un grito desgarrador que estremeció cada centímetro de su piel. Ulises se puso en pie para tratar de localizar a su autor, pero el hueco de los barrotes no le permitía pasar la cabeza. Al final, aparecieron dos policías que venían acompañados por los guardias que le habían custodiado en el traslado.

—¡Ya está otra vez!

—¡No nos va a dejar en paz!

—¿Lleva mucho así?

—¡Pshh! Una hora, más o menos.

—¡Este lo que lleva es un viaje de aúpa!

—Al final, habrá que avisar al forense.

—¡Puede que sea lo mejor!

—¡Lo mejor es que lo duerma!

—¡Tobías! ¡Tobías! ¿Me oyes?

—¡Qué te va a oír! ¡Este está ahora en la octava galaxia! Y hasta que no se le pase, el juez no quiere saber nada de él.

—Parece que ahora se queja menos.

—¡Ya! Pero si sigue así, ¡van a tener que meterle un chute de algo!

—Vamos a darle un par de horas más y si no vuelve en sí, ¡avisamos!

—¡Será lo mejor!

 Se marcharon por donde habían venido, sin ni siquiera mirarle. Se volvió a apoyar contra la pared, deslizándose hasta el suelo. Se sentía un desecho, como la botella o la caja de tetrabrik vacías y arrojadas al contenedor. No recordaba haber sufrido algo similar en su vida, una sensación de no pertenecer a nada, ni a nadie, de ser prescindible para todos. Allí permaneció en una soledad de monasterio casi dos horas. De cuando en cuando, el tal Tobías regresaba a sus agónicos lamentos. Pero al menos, ahora conocía su origen e imaginaba que con el paso del tiempo las drogas irían perdiendo virulencia. Aquellas paredes desnudas le causaban una inquietud agobiante. Se le antojaban mucho más que una simple prisión: acostumbrado al aire libre, ese agujero pestilente lo transportaba a las mazmorras descritas por sus autores clásicos. Es cierto que no le aguardaba ni una plaza en un desolado patíbulo, ni siquiera el destierro a la helada Siberia, pero en su ánimo pesaba más la privación de aire libre y de libertad de movimientos que su destino final. Fueron transcurriendo lentamente los minutos. Cuando comenzaba a creer que se habían olvidado de él, aparecieron por fin los guardias civiles a buscarlo. Abrieron su celda sin decir palabra y esta vez no le encadenaron con los grilletes. Escoltado por la pareja recorrió el pasillo mirando al frente, sin deseo alguno de curiosear en las demás y subieron las escaleras pausadamente hasta la planta superior.

Todavía tuvieron que aguardar en la puerta algunos minutos hasta que les permitieron acceder al despacho del juez. Los funcionarios sí que entraban y salían a su antojo, llevando en las manos un sinfín de papeles y expedientes, mientras hablaban relajadamente entre ellos. Una joven de melena corta y ojos diminutos, con una toga negra bajo el brazo, llegó con prisas y abrió la puerta sin llamar, como si la estuvieran esperando. Cuando finalmente les hicieron pasar, descubrió para su sorpresa que el juez de guardia era D. Federico, el padre de Luisa, la mejor amiga de Alicia. Durante una cena, mucho tiempo atrás, la pareja de amigos se lo habían presentado. Desconocía si aquel hombre lo recordaría, pero en cuanto examinara el expediente y viera los nombres… Sintió el lazo de una soga que se apretaba sobre su garganta.

—¡Señoría, este es el expediente! Son unas Diligencias Previas de violencia sobre la mujer.

—¡Ah, sí! A ver…, D. Ulises… —pareció reconocer su nombre en el papel, levantó la cabeza y le miró fijamente—. Laguarta.

—Sí.

—¡Bien! Aquí está su abogado señaló al larguirucho de la corbata con nudo gastado, agazapado en un rincón del despacho—. La fiscal, aquí presente —aquella joven de melena corta y dos puntitos por ojos, sentada junto a él—, ha presentado acusación frente a usted, por un presunto delito de malos tratos contra su mujer por los hechos que usted ya conoce. ¿Va usted a declarar?

—Bueno, yo…

—¿Sí o no?

—¡Sí, sí, quiero declarar!

—Está bien —se dirigió al funcionario que, sentado frente a un ordenador, comenzó a pulsar con agilidad el teclado—. El acusado, cuyos datos personales, domicilio, estado civil, blá, blá, blá…, acepta declarar voluntariamente. Se procede a tomarle declaración. ¡Dígame! ¿Es cierto que estaba usted ayer por la noche, sobre las nueve, en casa de su mujer o exmujer en la calle…, en la calle Correos de esta ciudad? Estaba usted allí, ¿no?

 —¡No, no! ¡Yo no estuve allí!

 —¿Cómo dice?

 —Que yo no estaba.

 —Pero entonces, ¿que pretende usted? ¿Que ella se lo ha inventado, o algo así?

 —No lo sé. Yo he declarado a la Guardia Civil que, a esa hora me encontraba terminando una reunión con unos clientes.

 D. Federico le contemplaba indignado, hasta que hojeó el atestado y leyó en un murmullo rápido su declaración de horas antes.

—¡Ah, ya veo! Sí, sí, ¡bueno! Usted afirma que estaba al otro lado de Jaca, pero ¡en fin! En el juicio ya se verá todo esto con mayor detalle y saldremos de dudas. Entonces, ¿ratifica usted la declaración que tiene prestada ante la Guardia Civil?

—¡Sí, sí, por supuesto!

—¡Muy bien! ¿Ministerio Fiscal?

—No nos oponemos a la puesta en libertad, si bien, con obligación del acusado de comparecer cada quince días ante el Juzgado y, que se dicte, como medida cautelar, orden de alejamiento a trescientos metros de la víctima e incomunicación absoluta con la misma.

—¿Letrado?

—¡Conforme, señoría!

—¡Veamos, señor Laguarta! Tienen ustedes una hija pequeña, ¿no?

—Sí, Rocío.

—¡De acuerdo! Lo voy a dejar a usted en libertad provisional hasta que se celebre el juicio, si bien deberá comparecer ante este Juzgado cada dos semanas. Tiene derecho a recoger a su hija, en el punto de encuentro familiar que le indicaremos, un sábado también cada quince días. Y, asimismo, voy a dictar una orden de alejamiento contra usted, de manera que bajo ningún concepto puede acercarse a menos de trescientos metros de su exmujer, ni comunicar con ella de ninguna manera, ni teléfono, ni correos, ni tampoco mensajes, ¡nada! ¿Lo ha entendido usted?

—Sí.

—Si incumple usted esa orden, le advierto que cometería un nuevo delito y podría enviarle directamente a la cárcel. ¿Está lo bastante claro?

—¡Sí, sí!

No lo podía creer. D. Federico le dejaba libre. Cuando por fin abandonó las dependencias del Juzgado, eran más de las seis de la tarde: casi llevaron el mismo tiempo los trámites de su puesta en libertad, que la propia detención. Le habían devuelto sus pertenencias y había firmado, sin leerlos, multitud de documentos legales que no comprendía, salvo el más importante. Su abogado se había quedado con la mayoría de ellos, después de entregarle una tarjeta de visita con la dirección y teléfono de su despacho. Cuando se despedía, le regaló un comentario sobre la suerte que había tenido, porque su Señoría tenía por costumbre que los detenidos por hechos similares pasaran algunos días «de reflexión» en la prisión de Huesca. Al parecer, se trataba de un hombre más justo de lo que creyó cuando le condujeron ante él. La falta de certeza sobre su paradero a la hora que Alicia hizo constar en su denuncia había generado en el juez las dudas necesarias como para firmar su liberación. Cuando puso los pies en la calle, se encontraba en un estado de absoluto aturdimiento. Se acumulaban tantas sensaciones que no sabía por dónde empezar: cansancio, sueño, sed, hambre, desconcierto, indignación…, mucha indignación. Decidió comenzar por lo más sencillo. Entró en un bar y pidió un pepito de ternera con una cerveza. En cuanto terminó, se acercó a recoger la furgoneta al local para aparcarla cerca de la pensión. Subió a su habitación, se tumbó encima de la cama y se quedó dormido con la ropa y las camperas puestas.

A partir de ese momento, sobrellevó como pudo el vacío producido por el escaso contacto que podía mantener con Rocío. No se acostumbraba a la frialdad de ir a recogerla a ese local municipal de entrega infantil, donde cada quince días su madre cumplía con la orden del juez. En cuanto la subía al coche, corrían alborozados a Escún para pasar el día con sus padres que, gracias a Dios, no se habían enterado de nada de lo sucedido. Pero cuando regresaba con Rocío al punto de encuentro familiar, a última hora de la tarde, debía soportar las miradas despectivas de aquellas mujeres, compañeras de profesión de Alicia, que lo trataban como a un delincuente, mientras que él sentía que abandonaba a su hija en manos extrañas. Transcurridos un par de meses, esa falta de contacto habitual con la pequeña comenzó a pesarle mucho más de lo que el mismo había supuesto en un principio. Como Alicia no le informaba absolutamente de nada, numerosas noches en vela se preguntó cómo se encontraría, si se habría enfriado o tenido fiebre; o qué tal le iba en la escuela infantil. Y la noche antes de recogerla, trataba de imaginar los pequeños cambios que apreciaría en su rostro desde la última vez, o si habría crecido algún centímetro. La ausencia de Rocío estaba resultando un peaje demasiado gravoso para él.

Una mañana, a primera hora, acababa de cerrar la puerta de su negocio en Fondabós para acudir a un aviso, cuando se topó con Alicia que le aguardaba en la calle, recostada sobre la pared. Se sobresaltó, porque después de la denuncia no esperaba nada bueno de su parte.

—¿Qué quieres? ¿Aún tienes los santos cojones de aparecer por aquí? ¿No te parece que ya me has hecho bastante daño?

—¡No seas dramático! ¡Tampoco ha sido para tanto! Al final, parece que te vas a librar.

—Si me libro, como dices, desde luego no será gracias a ti.

—¡Bah! Unas horas detenido y a la calle. Si ya lo dice la gente: ¡que la justicia es un cachondeo!

—¡Bueno! No tengo nada que hablar contigo. ¡Hazme el puto favor de dejarme en paz y olvídate de mí!

—No creas que en la siguiente te vas a librar tan fácil, cabrón.

—¿A qué te refieres?

—Ya lo verás.

—¿Qué te has inventado ahora? Lo único que te falta es acusarme de violación o de alguna barbaridad así.

—Bueno…

Comenzó a dar media vuelta para dejarla allí, pero detectó algo en el tono de sus palabras que le obligó a detenerse. Una sombra en el rostro contraído de Alicia le condujo a percibir que con esa sugerencia disparatada quizás no se alejaba demasiado de la realidad, por muy absurdo que resultara.

—No me digas que…

—¡Ahora sí que no va a haber juez que te deje fuera de la cárcel, hijo de puta!

—¿Qué es lo que has hecho?

—¡Contar la verdad! La gente va a saber la verdad de ti, ¡sí! ¡La gente va a saber que eres un degenerado! ¡Un cabrón depravado! ¡El hijo de puta más sucio que hay sobre la tierra!

—No habrás sido capaz de… ¿has metido por medio de tus desvaríos a Rocío?

—¡Pues claro que sí! ¡Es mi hija! ¿Qué te pensabas? ¿Creías qué no iba a contarle qué clase de gentuza es su padre? ¿Qué no iba a saber quién es el mayor sinvergüenza de todo el Pirineo?

—¡Estás enferma!

—¡Cabrón! ¡Qué sabrás tú! Pero ahora lo vas a pagar, ¡sí! En cuando te detengan por haber abusado de tu propia hija todo el mundo va a tener muy claro que eres basura, ¡que eres una mierda!

—¡Hija de puta!

—¡Eso! ¡Pégame, que aún te pudrirás más tiempo en la cárcel!

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse y no darle un guantazo en ese mismo instante. Ya había levantado la mano, pero se detuvo a tiempo. No supo qué hacer. Finalmente, salió corriendo hasta la furgoneta y arrancó a gran velocidad. En sus oídos resonaban los gritos venenosos de ella.

Se refugió en su habitación de la pensión. No dejaba de dar vueltas y más vueltas en torno a la cama, como un péndulo humano. Estaba tan reciente su detención por el falso zarandeo a Alicia que no se veía con ánimo para afrontar un nuevo encierro en aquellos calabozos. Eso, suponiendo que pudiera demostrar su inocencia. Si la vez anterior, siendo menos grave la acusación, estuvo muy difícil, no tenía idea de cómo iba a salir de esta, imaginando las barbaridades que se habría inventado ahora. Además, aquella denuncia le iba a convertir en el muñeco del pimpampum en Jaca. Aquel sobre el que recaerían los golpes y las pullas más crueles de los vecinos. En el momento en que lo detuvieran y corrieran por la ciudad esas venenosas acusaciones contra él, mucha gente que antes, cuando se cruzaban en la calle, le saludaba con simpatía, volverían la cabeza fingiendo no verlo. Se convertiría en un paria, en la clase más baja y deleznable del escalafón social; alguien a quien todos evitarían y que negarían conocer personalmente o, en todo caso, de modo superficial. Cuando acudiera a comprar el pan de hogaza a la panadería de San Nicolás; o mientras se tomaba un cortado o un orujo en el Guasillo: le servirían su pedido, sí, pero le arrojarían el cambio en el mostrador, sin tocarle y, sobre todo, pretendiendo no conocerlo. Sin mirarle siquiera a la cara. Nadie compartiría una sola palabra de simpatía o, menos aún, de aliento con él. Un silencio ignominioso reinaría a su alrededor, como si una campana de cristal grueso lo aislara de cualquier sonido y, sobre todo, de los demás vecinos. Como si el temor a un simple roce con su piel los alejara, evitando que pudiera contaminarlos del odioso estigma que portaba. Permanecería todo el tiempo en una estricta cuarentena social. Y si, como parecía probable, ingresaba en prisión hasta que se celebrara el juicio, sus padres sufrirían cruelmente ese periodo de agonía y dolor por su único hijo, al que solo podrían contemplar, de vez en cuando, en un infame locutorio, rodeados de criminales y delincuentes.

 

 


 

 

 

 

MACARENA

 

Media hora después, no pudo soportarlo más. En su mente no vislumbró otra solución que desaparecer. Huir lo más rápidamente posible de allí, dejando todo atrás; a su propia hija, a su familia, a sus amigos y, por supuesto, su negocio. Debía marcharse sin perder un segundo, sin echar la vista atrás, antes de que resultara demasiado tarde para él. Cuando vinieran en su busca, no tendría escapatoria. Lo arrojarían a una jaula de gruesos barrotes, sometido a las acusaciones e infamias vertidas por Alicia y contra las que solo podría oponer su palabra. Quedaría aislado, sin medios para detener el avance de la poderosa maquinaria de la Justicia que lo mantendría encerrado en prisión para asegurar su presencia en el juicio. Y con esa maquinaria en marcha, sus padres quedarían finalmente aplastados en su vejez por el peso de la terrible losa que les supondría su segura condena. Y todo por los errores de juicio de un hijo que no tuvo la sensatez necesaria que siempre habían procurado transmitirle.

No podía consentirlo. Debía evitar a toda costa el sufrimiento que les aguardaba. Todavía no habían dado las diez de la mañana cuando se echó al bolsillo el pasaporte y el dinero para emergencias que tenía guardado en la habitación. Apagó el móvil y lo abandonó sobre la mesilla, junto con la alianza matrimonial de la que se había despojado meses atrás y la mayoría de sus libros. Echó un par de novelas de bolsillo y algo de ropa en la bolsa de viaje y la arrojó a la trasera de la furgoneta. Después de llenar el depósito en la gasolinera y sin despedirse de nadie, tan solo de la Peña Oroel que contempló enmudecida su huida, se marchó de Jaca en tromba. Circuló a gran velocidad durante varios kilómetros, hasta dejar atrás Sabiñánigo, como si, detrás de él, un batallón de imaginarios guardias civiles le persiguiera con sus estridentes sirenas encendidas. Tomaba cada curva sin levantar el pie del acelerador, mientras los neumáticos protestaban con un potente chirrido. A su paso por Arguis, prefirió ceñirse a los límites de velocidad y, tras rebasar Huesca, circunvaló Zaragoza una hora y veinte minutos después de su repentina marcha. No tenía una meta. No sabía a dónde se dirigía, tan solo deseaba alejarse de Jaca, asustado por las terribles acusaciones de Alicia. Así que siguió hacia delante y ese mismo día recorrió cientos de kilómetros, con la mente vacía de pensamientos, sin detenerse ni para acudir al baño. Todo lo que dio el depósito de sí.

Alcanzó Ciudad Real pasadas las cuatro de la tarde y se dio cuenta entonces que no había tomado nada desde el desayuno. Se detuvo en la primera área de servicio que encontró a su paso. Después de repostar y comer un bocadillo en la cafetería, salió a fumar un cigarrillo. Un joven, no aparentaba más de veinte años, vestido con un chándal de colores chillones, le pidió fuego. Cuando le devolvía el mechero y sin que le diera pie, aquel chico comentó en voz alta que le daba apuro bajarse…, «por miedo a que el tren echara a andar». Ulises miró a su alrededor, pensando que podría tratarse de alguna broma, pero no observó nada anormal. Aquel viajero de un ferrocarril imaginario se fumó el cigarrillo cerca de él. Prefirió no darle conversación porque después de su comentario no se sentía cómodo. Cuando se alejaba con la furgoneta, se fijó en que el chico entraba a un coche azul oscuro, cerca del lavadero de vehículos y, por el espejo retrovisor, comprobó que parecía seguirle. Unos minutos más tarde, alcanzaron Puertollano y aquel vehículo abandonó por fin de la autovía. Suspiró, aliviado de perderlo de vista.

En las horas transcurridas desde su huida de Jaca había meditado sobre su futuro y tomado la decisión de continuar camino hasta Tarifa o Algeciras con la intención de cruzar el estrecho y perderse en el tumulto del norte de África. Le pareció que allí habría más opciones de quedar fuera del alcance de la justicia española si conseguía pasar inadvertido. Dejó atrás Córdoba y varias horas después de su parada, entraba por error en Sevilla. Tuvo que dar algunas vueltas alrededor del estadio de fútbol intentando encontrar la dirección correcta de salida. Consiguió introducirse en la vertiginosa autovía que circundaba la ciudad. Ya se intuía el atardecer cuando enfiló, por despiste o cansancio, la autopista de peaje que le acercaba a la costa. Una hora después, la abandonó para reducir gastos y, sin saber cómo, terminó frente a Arcos de la Frontera con las últimas hebras de luz. Se sentía algo aturdido. Decidió descansar unos minutos y tomar un café: sumaba más de nueve horas al volante. Subió con el coche hasta la parte más alta del pueblo. Para estirar las piernas, dio una vuelta por los restos del antiguo castillo y su Iglesia Menor. Entró en un bar a tomar un cortado. Vio en el expositor un pequeño pastel de chocolate que le atrajo. Cuando terminó con el dulce, sentía la lengua tan pastosa que necesitó beber un vaso grande de agua para aclararse la boca. Reanudó la marcha; había oscurecido y comenzaba a caer una fina lluvia que manchaba de barro el vehículo. Condujo durante media hora por carreteras comarcales, hasta que se sintió profundamente cansado. Había dejado de llover. Necesitaba detenerse y dormir unas horas para recuperar fuerzas. Estaba agotado por el viaje y por la tensión que estaba padeciendo.

Rebasó Medina Sidonia sin encontrar nada abierto y, cuando se había hecho a la idea de pernoctar en la furgoneta, creyó ver unos destellos de luz a lo lejos. En la desapacible noche, apareció a su derecha un cortijo potentemente iluminado y anunciado como Los Chiqueros. Aparcó frente a la cafetería y entró a preguntar si tenían alojamiento. Se enteró en ese momento que era puente festivo en la zona, pero no tuvo problema para conseguir habitación. A pesar del cansancio, prefirió verla antes. Recorrió con la recepcionista un frondoso jardín interior de naranjos chaparros, atravesaron el arco de una pequeña torre de homenaje y llegaron a las antiguas caballerizas, ahora transformadas en habitaciones dobles. La chica abrió la puerta y por el precio le pareció un lujo: baño reformado, televisión, wifi y calefacción, por cincuenta euros. Confirmó que se quedaba y preguntó si podría cenar algo; ella misma lo acompañó al comedor. Se sentó, completamente solo, en una estancia enorme de techo artesonado y largas mesas de madera sin barnizar. Las paredes aparecían vestidas con carteles de folklóricas de los años sesenta, alternando con robustas cabezas de toros de lidia y algunas de corzos. En el otro extremo, una chimenea de cuerpo entero con gruesos leños ardiendo, terminaba de conferir un aire de pabellón de caza a aquel salón. La misma chica que le había recibido y que esperaba para tomar nota de su pedido le recomendó el venado; aceptó sin dudarlo y también vino de la casa. Le sirvió una carne áspera, tierna como la mantequilla y adobada con hierbas naturales que le aportaban un sabor a sierra y montería; acompañó el guiso con una jarra de tinto cosechero. No le apetecía tomar postre y se conformó con un aguardiente de orujo. Cuando la camarera comenzó a recoger la mesa, prefirió mostrarse más comunicativo para no llamar la atención.

—Viniendo…, me ha llovido en la carretera. Pero por aquí no tiene pinta.

—Bueno…

—Llueve poco, ¿no?

—A veces, abajo, en la costa, cae a cántaros y entonces, por aquí, caen unas gotas.

—Eso me ha parecido.

—Los viejos cuentan que antes llovía más, pero desde que lo desecaron…

—¿El qué?

—Es que toda esta zona, era un embalse natural donde se quedaba retenida la escorrentía que venía de la montaña, pero el cabrón de Franco hizo dos pantanos para drenarlo todo y se secó.

—Pero, eso es bueno para el turismo, ¿no?

—Como dicen los viejos, «se secó solo para los señoritos».

—Ya.

Lo que se construyó fue algo nuevo, sí, pero solo para que todo siguiera igual.

Ante un comentario tan original, detuvo la vista en aquella chica que, después de todo, era la única persona que había conocido en aquel cortijo solitario. Aunque su aspecto general no brillaba —ataviada con ropa de trabajo y el cabello recogido en coleta se asemejaba más a una señora de la limpieza—, lucía un rostro atractivo y de mirada acogedora. No dejó de darse cuenta que le sonreía mientras servía el plato, pero no prestó atención, preocupado por los graves problemas de los que venía huyendo. Se marchó a la habitación con buen sabor de boca y el sueño le venció tumbado encima de la cama, sin darle tiempo a desvestirse.

Los cantos estridentes de los gallos resonaron en su habitación como un despertador. Se duchó con agua muy caliente y notó que el soporte de la ducha colgaba suelto de la pared. Había comprobado también que la puerta del baño se encasquillaba en el suelo, antes de abrirse por completo. Atravesó los jardines para dirigirse a la zona principal. El comedor ya no aparecía vacío. Dos parejas de viajeros, ocupando ambos extremos de una de las mesas, desayunaban plácidamente, sirviéndose ellos mismos de unas tarteritas de barro con manteca blanca y colorá. La misma joven de la noche anterior se acercó a preguntarle que quería desayunar. La vista de aquellas tarteras le animó a pedir tostada, con café y zumo de naranja. Se acomodó solo y se sintió mejor disfrutando del pan crujiente untado con aquella pasta cremosa y ligera. No se notaba tan asustado como el día anterior, cuando el pánico le había impulsado a huir de Jaca en estampida. Además, se le había ocurrido una idea. Terminó el café y salió a fumar. Cuando acabó el cigarrillo, entró de nuevo y se acercó a la barra para pagar. La chica le confirmó que el desayuno venía incluido en el precio de la habitación. Seguía sonriéndole.

—Me llamo Ulises.

—¡Ya! Lo vi anoche cuando te registraste…, por el carné.

—¡Ah, sí, claro!

—Yo me llamo Macarena.

—Oye, Macarena, ¿eres la encargada del cortijo? Me gustaría comentar una cosa.

—¡No, no! Solo soy la camarera para todo. El encargado es Torcuato, ¿quieres hablar con él?

—Si no te importa avisarle…

—¡Ahora vengo!

Regresó enseguida, acompañada por un hombre de cuarenta y pocos años, grueso abdomen y paso fatigado. Sus ojos lucían turbios, como lunares oscuros y el bigote, prematuramente canoso, se movía arriba y abajo cada vez que respiraba. Mantenía la sucia costumbre de escupir gargajos en cualquier ocasión.

—¿Qué se le ofrece?

—Verá…, me he alojado aquí esta noche y me ha parecido que, a lo mejor, les vendría bien algo de ayuda para el mantenimiento del cortijo. Las puertas que no encajan, desagües atascados, las duchas sueltas…, en fin, puedo hacer de todo porque, ¡joder! he trabajado en todo eso.

—Ya, pero es que, en este momento no podemos contratar a nadie…, y, además, ya tenemos a alguien de mantenimiento.

—Tampoco busco un sueldo.

Aquel hombre le observó fijamente, sopesando su oferta. Echó un vistazo también a Macarena que sonrió. Mientras reflexionaba, lanzó un potente escupitajo que entró al pocillo de la esquina limpiamente, sin tocar el borde. Se decidió enseguida, posiblemente rememorando el estado de algunas de las instalaciones y la oportunidad que se le presentaba.

—¡Coño, no se hable más! Tres comidas y cama, ¿qué le parece?

—Me parece justo.

—¡Pues a la faena!

Entretenido con el trabajo en el cortijo, los días transcurrían con rapidez. Poco a poco, iba recuperando la tranquilidad que le habían arrebatado las amenazas de Alicia. Con Macarena, su relación cada vez era más cercana, aunque prefirió no compartir con ella los motivos de su partida de Jaca. Una tarde, se ofreció a enseñarle la zona con su pequeño Ford Fiesta; presumía de que funcionaba perfectamente después de veinte años. Cuando la contempló vestida de calle y maquillada comprendió que se trataba de una auténtica belleza camuflada por la ropa de trabajo. Lo llevó a visitar Vejer y el recinto amurallado, con sus calles estrechas, encaladas de blanco, y un minúsculo barrio judío. Subieron a lo más alto de Medina Sidonia para contemplar aquella iglesia cuyo campanario parecía tocar el cielo. Unos días después, se acercaron juntos hasta Tarifa. Vacío de turismo de temporada, apareció muy vivo ante sus ojos: despreocupados surfistas, algunos aventureros en sus todoterrenos tuneados y los guiris de tercera edad, dorados por el sol, le daban curiosamente un aire mediterráneo a esa luminosa ventana al océano. No había olvidado su destino último y, paseando con ella por el puerto, mentalmente tomó nota para el futuro de los ferry que hacían el trayecto a Tánger. Macarena le animó a probar las huevas y también el atún curado que no conocía. Le resultó intenso, con un sabor profundo a mar. Tomando una copa en el bar por la tarde, cruzaron sus miradas con complicidad en varias ocasiones y se dio cuenta de que estaba surgiendo algo entre los dos. El recuerdo de las acusaciones de Alicia y su desesperada huida todavía le martilleaban la cabeza, pero decidió mirar a otro lado y dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pasearon por la orilla de una playa escondida donde, finalmente, ella le abrazó y se colgó de su cuello para besarle con pasión. Hizo hincapié en que, siendo compañeros de trabajo y no estando enamorados, por el momento sería mejor no contar nada de lo suyo en el cortijo. A él le pareció una buena idea.

Continuó trabajando como en las últimas semanas, aunque Torcuato, el encargado, parecía no quitarle ojo de encima. Supuso que serían suspicacias suyas. Siguió soldando hierros, ajustando tornillos, engrasando mecanismos y lijando madera cuarteada. Con el tamaño de aquel complejo, tenía faena para los próximos seis meses. El oficial de mantenimiento, hasta que había aparecido él, era Ahmed, un joven marroquí. Enseguida se dio cuenta de que aquel chico carecía de los más mínimos conocimientos de fontanería y electricidad. En cambio, le sobraba práctica en madera y pintura. No quiso dejarlo al descubierto ante Torcuato. Tampoco le importó enseñarle algunas cuestiones básicas y el chico agradeció entusiasmado ambos gestos. Mientras trabajaban, mantuvo largas conversaciones con él sobre su país de origen. Le interesaba sobremanera conocer más sobre su futuro destino. Ahmed comentó que su hermano todavía vivía en la ciudad de Marrakech, a la que calificaban como la perla de Marruecos por la elegancia de sus bulevares, hoteles y tiendas que le describió de manera entusiasta. Una tarde, en una de esas conversaciones, Ulises le reconoció que, tarde o temprano, tenía intención de acudir a su país para conocerlo. El joven le rogó con mucha insistencia que le avisara antes de su marcha, porque deseaba entregar a su hermano algo importante y no se atrevía a confiarlo al correo ordinario. Su trato con aquel chico pasó a ser de auténtica confianza. Hasta llegó a confesarle en su peculiar castellano que se había apercibido enseguida de su relación con Macarena.

Unas semanas después, fue precisamente Macarena la que le propuso que se acercaran hasta Cádiz. Disponía de dos días libres y quería conocer mejor la capital en su compañía. Su mirada rebosaba deseo y ternura. Él pensó que no hacían daño a nadie por disfrutar juntos y, por su parte, el trabajo de mantenimiento en el cortijo lo podía continuar Ahmed, quien estuvo encantado de hacerle el favor. Tan solo un par de horas más tarde, atravesaban con el Ford Fiesta el monumental puente blanco, recién inaugurado, que flotaba suspendido sobre la bahía. Se alojaron en un hostal discreto, cerca de la calle Ancha, donde ocuparon una habitación doble. Pasearon por el malecón con buena temperatura y sin asomo del temido viento de levante. Macarena no cesaba de contemplarle y complacerle, abrazada a él en todo momento.  Sus caricias eran constantes. Se empeñó en enseñarle el local de tapas que mejor conocía: Casa Manteca. Aquel conjunto abigarrado de calles estrechas y peatonales que recorrieron para llegar al bar le trajo algunos recuerdos de Jaca que hubiera preferido olvidar. Es cierto que se trataba de un sitio especial, con paredes recubiertas hasta el último centímetro con fotos de toreros y famosos. Probó los típicos chicharrones de Cádiz, suaves y delicados. Nada más terminar, marcharon hacia el hostal. Aquella misma tarde, se entregaron al sexo en la habitación sin necesidad de aparentar falsos pudores. Parecía que se conocieran desde hacía mucho tiempo. Se desnudaron mutuamente, contemplándose con avidez y se abandonaron al placer con decisión y eficacia, como jóvenes veteranos. En esa primera ocasión, no pudieron, o no quisieron, reprimir sus gemidos de placer que debieron resonar en cada rincón de aquel silencioso alojamiento. Después de repetir bajo la ducha de manera menos estridente, regresaron a la cama. Aquella noche se entregaron a satisfacerse durante horas. No salieron de la habitación hasta la mañana siguiente.

Desayunaron tardíamente en un bar de la calle de San Francisco. Tenían planeada una excursión e intentaron dejar la ciudad tomando el mismo puente de la Constitución de 1812 por el que habían entrado el día anterior, pero resultó imposible. Después de dar vueltas y más vueltas, ser acosados por los pitidos de claxon y cometer algunas imprudencias, acabaron en otro puente lejano. Al menos, les permitió salir de la bahía dando un rodeo de varios kilómetros y alcanzar la carretera hasta su destino, Sanlúcar de Barrameda. Era día de mercado y tuvieron que dejar el coche lejos del centro. Visitaron la plaza del ayuntamiento y remontaron la pronunciada cuesta hasta el palacio de Medina Sidonia, casi escondido por la imponente catedral. Decidieron tomar un vermú allí mismo, en un pequeño barecillo con solo dos mesas a la calle. El camarero les recomendó para comer que acudieran al Bajo de Guía. Recogieron el coche y se acercaron con sus indicaciones. Macarena tampoco conocía de qué se trataba. Se encontraron una larga playa de arena a la orilla del río —el Guadalquivir—, junto a una sucesión de chiringuitos con terrazas acristaladas por si aparecía el indeseado viento de levante y vistas a la otra margen, cubierta con el interminable manto verde de Doñana. Disfrutaron de la fritura de pescado, la pijota y los salmonetes que parecían recién arribados a puerto. Enseguida, desde un local cercano, alguien se arrancó con la guitarra y comenzaron a sonar melodías de puro flamenco. Se empaparon de aquellos sonidos desgarrados antes de regresar a Cádiz.

La ciudad aparecía vacía, como si un fortísimo levante hubiese aventado a todos sus habitantes. Macarena estaba decidida a conocerla más en profundidad. Esa última tarde, comenzaron a caminar desde la Alameda de Apodaca y la plaza de España hasta el baluarte de la Candelaria; y desde la Diputación Provincial, rodeando por la antigua fábrica del tabaco, hasta la vieja cárcel, para remontar el malecón y concluir en la playa de la Caleta. Las botas de Ulises no ayudaron demasiado en esa larga caminata, pero prefirió no desairarla. Se trató de un recorrido que les ocupó un par de horas, antes de que anocheciera. Habían regresado a la ciudad las calles abarrotadas de personal y, por eso, en el barrio de La Viña no encontraron sitio donde cenar.  Caminaron otros veinte minutos y, casi desarbolados, delante del antiguo Mercado de Abastos, encontraron a un anciano, apoyado en una mesita de camping que se alumbraba con luz de gas para ofrecer erizos de mar recién abiertos. Se decidieron a probarlos y les agradó su sabor, aunque los restos de arena molestaban en la boca. Por fin, en un bar con terraza pobremente iluminada, a la espalda del mismo mercado, consiguieron una mesa, casi a la carrera. No habían previsto el desembarco de cientos de pasajeros que habían arribado a puerto por la tarde en un enorme crucero. Tuvieron que esperar más de media hora, pero disfrutaron con algunas tortillas de camarones. Cuando la terraza se vació de aquella plaga de invasores, el camarero apareció por sorpresa. Los animó a que probaran sus huevas a la plancha, descomunales, como nunca habían visto. Terminaron de cenar pasadas las once y media de la noche.

Casi no podían moverse del atracón y prefirieron quedarse en las cercanías de la calle Ancha. Encontraron hueco en el velador de una cafetería próxima para tomar unos gin-tonics de despedida en su última velada gaditana. A falta de sitio en otra mesa, pidió permiso para sentarse con ellos otro joven que parecía no haberse afeitado en cuatro o cinco días. Les contó que acababa de cumplir treinta y nueve años, aunque no los aparentaba. Enseguida dio su nombre, Orlando, porque no cesaba de hablar y de beber largos tragos de su copa. Había nacido en Cádiz, donde estudió. Trabajaba como ingeniero informático en Barcelona. Como no encontró un buen trabajo en su tierra, diez años atrás había emigrado a la ciudad condal; necesitaba una ciudad junto al mar para sobrevivir a la añoranza. Prefería no hablar del problema catalán porque con sus amigos no hablaba de eso…, para conservar la amistad. Orlando era un chico vivaracho y simpático, de melena rizada y buena planta. Pasaba como un ciclón de un tema a otro, acompañado por un suave deje gaditano, mientras sorbía ruidosamente aire por la nariz que, de cuando en cuando, se apretaba con las yemas de los dedos, como si estuviera resfriado.  

—Así que de Jaca. Yo me acercaba allí de vez en cuando…, por temas de trabajo.

—Ah, ¿sí?

—Bueno, en realidad, viajaba cuando me dejaba tranquilo la novia. Es que tenía una relación cojonuda con una alemana, pero estaba loca.

¿Y eso?

—Pues es que no me dejaba pegar ojo, solo quería follar todo el tiempo. ¡Y a mí me dejaba hecho puré!

—¡Joder!

—¡Sí, sí! Y aunque me caía de puta madre, la tuve que dejar para sobrevivir. ¡Pero vamos! Que estuvo poco tiempo sola porque se echó un novio nuevo enseguida. Un francés muy simpático que curiosamente se dedicaba a dar clases de inglés a los niños. Lo malo es que de tanto darle al asunto se quedó preñada y, además, el novio, a los tres meses, se mató haciendo escalada. ¡Era de estos aventureros! El caso es que no volví con ella porque estaba muy loca con lo de follar toda la noche y yo necesitaba trabajar también de noche.

Orlando, no sé si te pareceré demasiado curioso.

—Tranquilo, pregunta lo que quieras.

—Y, ¿a qué te dedicas por las noches?

—Sobre todo…, a la música. Es que mi padre trabajaba en la construcción, también en Barcelona, conmigo; pero hace un par de años, se cayó del andamio desde un tercer piso y, desde entonces, la pierna no le quedó bien y renquea, ¡y la seguridad social no le quiere jubilar! Porque dicen que puede trabajar, que sí que es cierto, pero ahora ya no puede echar más horas de su jornada, ¡porque se cansa! Así que, por la noche, compongo música tecno para discotecas y con esa pasta le pago algún viaje y algún capricho. ¡Date cuenta! Mi viejo gana como yo en la empresa, mil quinientos pavos; pero yo estoy cómodamente sentado frente al ordenador, y él…, ¡él se está jugando la vida cada día! ¡Ya te digo! ¡Una putada!

¡Ya veo!

—Y con tanto jaleo y tanto curro, ¡me he cansado de novias guiris! La verdad es que era muy fácil con ellas…, con dos chorradas y dos bromas gaditanas las tenías en el bote.

Por el rabillo del ojo, notó que Macarena se removía inquieta en su silla.

¿Tú crees?

—¡Pues claro! Una española o una catalana es algo mucho más complicado y por eso llevo varios meses sin novia y, cuando me puedo escapar del trabajo, viajando solo.

Le cayó bien aquel chico por su aparente franqueza, aunque no tuvo ocasión para contarle mucho sobre sí mismo, ni siquiera su nombre. Macarena se había desentendido de la conversación, como si le molestara o le robara tiempo. Con cada minuto, con cada hora pasada juntos se iba encariñando más y no sabía cómo detener ese aluvión de cariño inmerecido y desproporcionado. Un poco más tarde, Orlando se despidió, luego de haber roto la monotonía de estar solos tantas horas. A Ulises le invadió un sentimiento de nostalgia. Echaba de menos a la pequeña Rocío, se acordaba de sus padres, de su pueblo, hasta de sus amigos de infancia en la escuela. Le carcomía por dentro que ninguno de ellos conociera qué había sido de él después de su repentina desaparición. De vuelta al hostal, reanudaron su búsqueda del placer, ahora de manera menos torrencial que la noche anterior. Poco después, se quedaron dormidos.

En el viaje de regreso al cortijo, en cuanto se incorporaron a la autovía, Macarena pareció caer en un profundo abatimiento. No pronunció una palabra hasta que aparcó el coche en la parte trasera de Los Chiqueros.  Él respetó su silencio y en todo el trayecto tampoco abrió la boca. En los días posteriores, apenas se cruzaron. Desde esa excursión a Cádiz, el trabajo en el cortijo ya no continuó de la misma manera. El ambiente se había enrarecido de un día para otro, sin saber muy bien por qué. El encargado comenzó a supervisar cada arreglo o revisión que Ulises llevaba a cabo, como si buscara algún fallo en su trabajo, algo que le sirviera de excusa en su contra. Cuando se aproximaba por el pasillo, nunca pasaba desapercibida su llegada, anunciada por el lanzamiento de un repugnante escupitajo al pocillo más cercano.

—¿Has cepillao la puerta de la 12?

—Hace un rato que la terminé.

—Ahora me pasaré a mirarla…, porque la manilla de la puerta del baño estaba floja también.

—Pero Torcuato, si la dejé apretada ayer.

—¡Pues no creo que se haya aflojao sola! Más te vale que la puerta haya quedao bien, porque últimamente estás de un chapucero...

—¿Yo?

—Por cierto, cuando te quedaste con nosotros, ¿de qué pueblo me dijiste que habías venido?

—De…, de Barbastro en Huesca. ¿Por…?

—No, por nada…, que no me acordaba.

Aquellos interrogatorios, aparentemente inocentes, que le obligaban a mentir, cada vez se le hacían más insoportables. Comenzaban a generarle una profunda aversión hacia aquel personaje oscuro y repulsivo. Con su compañero Ahmed, en cambio, la amistad crecía día a día. Tomando un café al atardecer los dos solos, fue el joven quien le puso al tanto de sus sospechas sobre el encargado. En el tiempo que llevaba en el cortijo, sí que había notado sus largas miradas sobre Macarena, pero no le dio importancia. Ahmed le abrió los ojos y le puso al día de la cruda realidad, conociendo que algo había cambiado desde su llegada, unos meses antes. Desde un principio, Torcuato se estaba acostando con Macarena, a cambio de renovarle cada trimestre el contrato de trabajo; y también era seguro que le asignaba los mejores turnos, salvo cuando le tocaba trabajar a él…, porque entonces, siempre coincidían. El marroquí conocía por ella misma su precaria situación laboral y la había sorprendido un par de veces, después de comer, saliendo de su habitación, sin motivo para su presencia allí, mientras se ajustaba la ropa y se ordenaba el cabello. Y la llegada de Ulises había alterado ese frágil arreglo. De ahí venían las repentinas suspicacias con su trabajo y sus intentos de acumular más información sobre él. Se trataba también de un caso típico de abuso. Macarena estaba presa en el interior del círculo cerrado que el otro manejaba a su conveniencia. Comprendió su tristeza y su clamoroso silencio cuando regresaron de la excursión a Cádiz. Conocer de boca de su nuevo amigo esa amarga situación por supuesto que no le agradó. Pero en esos momentos, las circunstancias le sobrepasaban. No se sentía con el impulso necesario para una batalla de semejante calibre. Tampoco estaba enamorado de ella, se lo había dejado claro desde un comienzo, y, con lo que él mismo llevaba a cuestas, no podía pensar siquiera en mantener una relación duradera. Mucho menos se encontraba en condiciones de arremeter contra nadie. Un pensamiento iluminó su mente. Había llegado el momento de marchar con urgencia, antes de que el asunto pasara a mayores y le embistiera a él mismo. Era obvio que, con sus insidiosas preguntas, Torcuato trataba de indagar sobre su pasado para apartarlo de ella por cualquier medio, aunque se tratara del más rastrero. Necesitaba seguir huyendo. Además, si no era capaz de resolver sus propios problemas, mucho menos podía pensar en solucionar los de los demás. Lo sentía por Macarena que era una buena chica, pero se trataba de una mujer adulta, a él no le había contado una palabra de aquel turbio asunto y, después de todo, se había metido en aquel berenjenal por su cuenta y riesgo.

De madrugada, horas después de esa reveladora conversación con Ahmed, utilizó a escondidas el ordenador del cortijo para buscar en internet viajes a Marruecos. Desde el primer momento de su fuga, había sido su primera elección para ocultarse. Por supuesto, tuvo en cuenta los consejos de su nuevo amigo para seleccionar destino y dejó de lado su vieja idea de tomar el ferry desde Tarifa a Tánger. Y tuvo suerte, porque encontró y reservó billete de última hora para un vuelo directo a Marrakech al día siguiente y que podría pagar en efectivo en el mismo aeropuerto de Sevilla. Su vuelo venía de la mano de una de esas aerolíneas de bajo coste. Se acercó a la habitación del chico para despedirse. Dormía profundamente y tuvo que zarandearle el brazo con brusquedad para conseguir despertarlo. Ahmed, soñoliento, se sorprendió de su aparición en medio de la noche; pero, cuando comprendió que se trataba de un adiós definitivo, abrió un cajón de la mesilla y le entregó un sobre cerrado con el ruego de que lo entregara en persona a su hermano. Concertó una cita en una plaza céntrica donde, la noche siguiente, podrían reunirse los dos. Y le propinó un inesperado abrazo. No cesaba de darle las gracias por todo lo que había hecho por él. Ulises creía sinceramente que no era para tanto.

 

 

  

 

 

 

 

 

 

RASHID

 

A duras penas consiguió arrancar el motor de su furgoneta. Demasiadas semanas sin usarla. Bajo una lluvia fina y desigual, marchó de madrugada de Los Chiqueros sin despedirse de Macarena, ni por supuesto de Torcuato, el repugnante señor de las escupideras. Se sentía como lo que era, un fugitivo. Amaneció mientras circulaba con prudencia por la falta de visibilidad. Una hora y cuarto después de su partida del cortijo, llegaba al aeropuerto de Sevilla. Allí, la mañana también era desapacible. Los charcos sobre el asfalto le confirmaron el paso del temporal que a él le había alcanzado unos minutos antes en la carretera. Con el coche, no estaba seguro de qué decisión tomar. Al entrar a la zona de aparcamiento, delante de la terminal, y comprobar que las plazas eran de pago, concluyó que la vieja furgoneta tenía derecho a dormir su último sueño bajo marquesinas, a resguardo de galernas y tormentas. Nadie vendría a recogerla porque nadie se haría cargo de una estancia demasiado prolongada. Hasta que el operario de la grúa, como los mulilleros de la plaza de toros, acudiera para darle su último paseo. Le impartió mentalmente un responso de despedida, mientras apuraba un cigarrillo junto al vehículo, antes de pasar al interior de la terminal. Pasó por el mostrador de la compañía a pagar en efectivo el billete y obtuvo su tarjeta de embarque. Estuvo un buen rato haciendo tiempo y remoloneando en la cafetería, hasta que se aproximó la hora del vuelo. Se acercó a las pantallas de información. En ese momento se dio cuenta de que, siendo un prófugo de la justicia, era muy probable que hubiera alguna orden de detención contra él que, sin duda, aparecería en los ordenadores del control de seguridad. Se detuvo de pie en mitad de la terminal, con su bolsa de viaje en la mano, sin saber qué hacer. A su alrededor se entrecruzaban multitud de viajeros con la prisa de quien simplemente huye de su monótona vida. En las pantallas de salidas y llegadas contempló el incesante cambio de letras de los rótulos sin ser capaz de descifrar el nombre de ningún destino: Par…, Lis…, …ork, …dam, todos le resultaban ininteligibles. Tras unos minutos de angustia, respiró profundamente y tomó la decisión de seguir adelante con su plan. Al menos tenía una oportunidad de escapar a su suerte y no estaba dispuesto a desaprovecharla. Cuando entregó el pasaporte con la tarjeta en la ventanilla del control de acceso, se le heló la sangre porque aquel hombre le miró con detenimiento, como si lo reconociera. Comenzó a teclear con furia en el ordenador, observó la pantalla ensimismado y volvió a teclear. Murmuró algo ininteligible y, sacando medio cuerpo por fuera, se dirigió a su compañero de la siguiente cabina.

—¡Toda la puta mañana igual y no hay manera! ¡Esto no va ni medio bien! ¡Joder, así no hay quien se aclare!

Cuando, después de unos instantes de tensión, le devolvió la documentación y le indicó que siguiera adelante, no supo adivinar qué había sucedido: o no existía ninguna requisitoria contra él, o simplemente la informática le había brindado esa oportunidad que anhelaba.

Su vuelo no era simplemente de bajo coste; en realidad, se trataba de una experiencia casi humillante. Antes de subir al aparato, después de exhibir nuevamente la tarjeta de embarque y el pasaporte, mantuvieron a todo el pasaje durante más de cuarenta minutos, hacinados como ganado, en un espacio denominado puerta de acceso y que tenía un tamaño no mucho mayor que el de algunos aseos. Con poco más de treinta años, no se sentía viejo, pero viendo el aspecto de adolescentes de los empleados de la aerolínea que acudieron a la puerta, le pareció que su tiempo se estaba agotando. En una máquina se agenció una botella de agua, por si las almendras que llevaba en el bolsillo de la cazadora le daban sed durante el vuelo. Repasó una vez más su tarjeta, como si hubieran variado los datos desde la última vez que la había mirado. No entendió el motivo, pero en la fila del embarque, sin mediar palabra, marcaron su maleta con una tira amarilla de papel: no le iban a dejar subir su bolsa de viaje a la cabina del avión por no haber pagado un suplemento. Soportaron más de treinta minutos de retraso y allí tuvieron que aguardar todos, los que habían pagado extras y los que no. Accedieron por fin a la pista. Su último vistazo a la terminal, desde tierra, le permitió comprobar que el viento seguía azotándola y que las nubes, manchadas de un color sucio y gris, continuaban correteando alocadamente por el cielo. Cuando el avión que esperaban tomó tierra, aun tuvieron que aguardar a que los perros del servicio de aduanas olfatearan unos minutos alrededor de los carros del equipaje recién llegado. Por fin, les dejaron entrar.

El vuelo no le resultó pesado y, si no hubiera sido por el constante trajín de los carritos de venta, hasta hubiera podido echar una siesta. A su lado, se sentó un joven que, por su aspecto, parecía marroquí y que no despegó los labios en la hora y cuarto de viaje. Para ahorrar, Ulises dio cuenta de sus propias almendras y del botellín de agua. No sufrieron turbulencias y, por la diferencia horaria, ya era noche cerrada cuando aterrizaron en Marrakech.  Al acceder a la zona de control de pasaportes, se encontraron en una sala inmensa, donde más de quinientos o seiscientos pasajeros de distintos vuelos avanzaban lentamente y en filas reviradas hacia las cabinas de control de los aduaneros. Media hora más tarde, le tocó su turno y procuró tranquilizarse, sonriendo como un turista despreocupado. Le preguntaron en español si venía de vacaciones y también por su lugar de estancia. Por si acaso, se había informado el día anterior con Ahmed y respondió que se iba a alojar en el Hotel Renard, cerca de la Avenida de Mohamed V. Pasado el control, recogió la bolsa de viaje de la cinta de reparto de equipajes y cambió algunos euros en un chiringuito bancario para disponer de dirham, la moneda local. Por fin, pudo llegar al exterior. Encendió plácidamente un cigarrillo que sorbió con avidez y se relajó contemplando la preciosa cúpula iluminada de la nueva terminal.

Cuando apagó la colilla, preguntó con gestos a un empleado del aeropuerto que recogía carros de equipaje cómo se llegaba a la ciudad. Le señaló una parada de bus situada en el otro extremo. Pagó treinta dirhams al conductor y se pudo sentar junto a una ventanilla, rodeado de sudaderas, pañuelos vistosos y chilabas. Al entrar en la ciudad le pareció que se trataba simplemente de otra población mediterránea trasladada al interior de África. Unos minutos más tarde, la explosión de luz y sonidos de la enorme plaza de Jemaa el Fna, le obligó a mudar de impresión. Se apeó allí mismo como le habían aconsejado y porque tampoco tenía una idea concreta sobre qué hacer hasta la hora de su cita. No podía instalarse en ningún hotel u hostal porque le exigirían el pasaporte y en unas horas la fotocopia de su documento acabaría en manos de la policía. Prefirió no amargarse y dejarse envolver por la sugerente noche marroquí. Una marea inofensiva de gente le atrapó en cuanto accedió a la plaza, sin reparar demasiado en él. Su experiencia de esas horas cambió completamente su percepción de Marruecos. Se maravilló con la sinuosa danza de las cobras al son de la flauta de los encantadores de serpientes, acomodados frente a ellas en el suelo. Se detuvo a escuchar el ruido de los sables de los beduinos, ataviados con vistosas túnicas verdes. Pudo comprobar cómo se formaban, aquí y allá, pequeños grupos de mayores y niños para escuchar las narraciones improvisadas de los contadores de historias que siempre terminaban entre risas y aplausos de los presentes. El humo y los olores atrayentes de las brasas y, sobre todo, la abigarrada y colorista multitud le cautivó. Conforme atravesaba los puestos de comida y le apetecía algo que tenía buen aspecto, se acercaba al vendedor y por señas lo pedía. No se atrevió a cenar él solo un tajín de carne, preparado en un cono truncado de barro y que la gente compartía en familia. Quedó satisfecho con las brochetas de pollo y de cordero que esparcían su fragancia a especias y carbón por toda la plaza, aunque se vio obligado a acompañarlas con refrescos porque regía la prohibición sobre alcohol. Disfrutó de esa experiencia festiva como hacía tiempo no recordaba. Un par de horas más tarde, la multitud y el cansancio le abrumaron y prefirió acercarse al lugar de su cita. En la plaza abierta detrás de la torre de la mezquita Kutubía donde Ahmed había concertado su encuentro, se sentó en un modesto banco, rodeado de flores y arbustos y a resguardo del frío del Atlas que había hecho acto de presencia. Esa noche le pareció que se encontraba cerca de casa, porque todas las paradas del bus urbano lucían el emblema de la compañía española ALSA. Cuando la temperatura ambiente descendió con brusquedad, como si nunca se hubiera alejado de las cumbres pirenaicas, comenzó a preocuparse por la crudeza de la noche que se avecinaba. En ese momento, se aproximó hasta su banco un hombre de rasgos árabes que no usaba la habitual chilaba, sino ropa occidental. Se movía despacio, con gestos y voz suaves, como si se esmerase para no asustarle.

¡Hola! ¡Buenas noches!

—Buenas.

—¿Eres Yulisses?

—Sí, soy yo.

Mi nombre Rashid. Hermano de Ahmed.

—Me lo he imaginado. Por cierto, hablas bien mi idioma.

—A mí caen bueno los españoles, ¿sabes?

—Ya.

—Ahmed siempre hablar de suerte que tener por trabajar allí en España. Y padre…, padre cuando joven servir con militares españoles en las Mehalas de Tetuán. ¿Tú conocer Tetuán?

—Pues, la verdad…, no.

—Ya. Ellos siempre portar bien con padre y él muy triste cuando decir que ellos marchar a España. Españoles buena gente, ver tristeza en padre y prometer a él que algún día regresar.

—Pero…

—¡Je, je, je! ¡No! Saber que militares españoles no volver.

—¡Ah, bueno! Me estabas preocupando.

—Es que padre, de niño contaba a mí siempre historia de militares que volver, él enseñó a mí idioma y guardar cariño a españoles por padre. Pero él ya murió.

—¡Vaya! Lo siento, Ras…, Rasi…

—Rashid, el mi nombre Rashid.

—¡Pues eso! Que siento lo de vuestro padre. Toma, Ahmed me dio esto para ti.

Le entregó el sobre que le había encomendado y Rashid lo acercó a su pecho, como si se tratara de algo muy querido.

¡Alá es grande! ¿Decir pequeño Ahmed qué traer a mí?

—Pues no…

Rasgó con cuidado el canto de aquel sobre y de su interior extrajo una vieja fotografía en blanco y negro que le mostró. Aparecía en primer plano un marroquí, fusil en bandolera, sobre un fondo de palmeras y dunas. Atravesaba su rostro quemado por el sol un fiero bigote negro y se cubría con un gorrito redondo y chaleco bordado.

—Única foto de padre que conservar nosotros. De cuando servir con militares españoles en las Mehalas. Prestar a Ahmed para acompañar en viaje cuando marchar a España. Tener gran valor para familia.

—Ya me imagino.

Raschid guardó con devoción la foto en el sobre y le sonrió de oreja a oreja.

—¿Y tú? ¿Qué hacer por aquí, Yulisses?

—Bueno…, un poco de turismo.

—¿Y tener tú hotel?  

—¡Sí, claro! Pero esta noche me apetecía tomar un rato el aire. Es que..., allí dentro hacía mucho calor, ¿sabes?

¿Y entonces? ¿Por qué llevar maleta debajo de ti?

—Bueno, yo…

—No tienes que dar explicación.

—Ya.

—Pero para mí sería honor que amigo de mi pequeño hermano, invitado esta noche en humilde casa.

—¡No, no! Te lo agradezco, pero no.

—Si padre en tumba ver que no ayudo a español de Mehalas, dar a mí palmadas en cara.

—Pero, Rashid…, si yo no soy militar.

—Pero tú ser español, y padre no admitiría dejar aquí en parque. Además, yo en deuda contigo —exhibió ante él el sobre con la foto que le había traído desde España.

En su delicada situación no sabía qué hacer. No tenía dónde ir, pero le parecía un abuso colarse en el hogar del hermano de Ahmed solo por traer un sobre. Finalmente, Rashid tiró de su brazo y se vio obligado a aceptar. Vivía en el barrio de Ben Salah, al norte de la plaza y se acercaron hasta allí, caminando sin prisa unos veinte minutos. Se trataba de un pequeño edificio de tres alturas y fachada estrecha, totalmente encalada de blanco. Su modesta vivienda ocupaba la primera planta. Constaba únicamente de dos dormitorios, por lo que su hijo Chafik, un sonriente niño de apenas ocho o nueve años, pasó a ocupar un camastro en la habitación de sus padres para dar alojamiento al invitado. Su madre, Fátima, lo organizó rápidamente y sin reproche alguno, como si fuera de lo más habitual dar cobijo a extranjeros en su humilde vivienda. Tanta consideración abrumó a Ulises que se sentía un intruso por no poder compartir con ellos su situación. Las dudas e incertidumbres no le desvelaron y se quedó dormido enseguida.

Un tímido rayo de sol sobre los ojos y el vehemente sonido de la llamada a oración por toda la ciudad le despertaron a la mañana siguiente. Sonrió para sí cuando recordó dónde se encontraba. Tenía la sensación de estar en otro planeta, a millones de kilómetros de España, pero de una manera completamente real, no imaginaria. Se vistió, se calzó las camperas y pasó al baño sin cruzarse con nadie. Pero cuando acudió a la cocina, vio que la familia al completo le esperaba para desayunar. Los tres sentados junto a la mesa en un completo silencio para no perturbar su sueño. Le alcanzaron un cuenco con una pasta espesa de almendra molida, mezclada con aceite de argán y miel y que se untaba en el pan de pita recién horneado.  Fátima le sirvió el mejor té que había probado nunca. El pequeño Chafik y su madre solo hablaban árabe, pero se mostraron sonrientes y discretos. Nadie le preguntó qué diantres hacía alojado allí un turista español, por muy amigo de Ahmed que fuera. Rashid comentó que después de desayunar debía acompañarle a comprar al mercadillo; parecía dar por supuesto que iba a continuar siendo su invitado. Ante tanta amabilidad, se mostró más que dispuesto a ir con él. Se acercaron a la calle de la Kasbah, cerca de las tumbas de los Saadíes. Había conocido otros mercadillos al aire libre en Jaca o en Huesca, pero la amalgama de imágenes y aromas lo dejó deslumbrado: las zanahorias más robustas y relucientes que había contemplado en su vida; berenjenas que parecían acero pulido; los profundos y sutiles aromas de los puestos de especias con sus sacos de arpillera rebosantes de colores en polvo; y las escamas brillantes de pescadillas, gallos, jureles y anchoas, refulgiendo a la luz de la mañana, le maravillaron. Además, aquellos hombres y mujeres que trabajaban a la intemperie durante tantas horas regalaban su sonrisa sin pedir nada a cambio y se prestaban constantemente ayuda y favores entre ellos. Se trató de una contundente mezcla de impresiones que fraguó en él una opinión muy favorable sobre aquel pueblo.

Terminaron la compra y pasaron frente a una carnicería. Decidió que no podía dejar de aportar algo a esa familia que le había acogido tan desinteresadamente. Con ayuda de Raschid, que al principio se resistía, pagó de su bolsillo medio cordero y una gran pieza de ternera, casi a mitad de precio que en España. Antes de regresar a casa, se detuvieron en un puesto ambulante que disponía de unas sillitas minúsculas para sus clientes, para beber un té con hojas de menta. No tenía el sabor del que le había servido Fátima esa misma mañana, pero le refrescó a pesar de su tórrida temperatura. Allí comenzó su aprendizaje de las primeras palabras en árabe: en primer lugar, gracias (shukraan) y, después, por favor (min fadlik), de nada (efu) y amigo (sadiq). Ese mínimo arrojo en asimilar unas simples palabras en su lengua, conmovieron a Rashid que no estaba acostumbrado a que los extranjeros se molestaran demasiado en aprender nociones de árabe.

—Rashid…

—¿Sadiqi?

—Supongo que te preguntarás qué hace en esta ciudad el hombre que te ha traído el sobre de tu hermano…, sin alojamiento.

—Amigo, eso no tratar asunto mío.

—Ya, ya sé que nos conocemos solo desde ayer, pero al haber convivido varios meses con Ahmed, tengo la sensación de que seamos amigos desde hace más tiempo.

—Es verdadero.

—Me gustaría hablarte un poco sobre mí y lo que me ha sucedido.

—Si es tu gusto…

—Sí. Me gustaría contarte mi historia.

Y durante el tiempo que se emplea en paladear un té con hojas de menta, resumió a su nuevo amigo la condición de fugitivo a la que había abocado su exmujer por el rencor y odio que sentía hacia él. Rashid le escuchaba, pensativo y en silencio. De vez en cuando, movía la cabeza a ambos lados, como si no terminara de creer lo que le contaba o, al menos, no le pareciera justo. Cuando terminó el relato de sus avatares, Ulises se sintió mejor, casi trasladado a la niñez, cuando vertía sus inocentes pecados al cura de la parroquia de San Pedro de Boltaña en la penumbra del confesionario y recibía la absolución que le limpiaba de culpa. Su anfitrión no le preguntó nada, ni le formuló reproche alguno. Ni siquiera expresó un comentario. Simplemente masculló el repetitivo «inshallah» y se puso en pie para pagar al hombre del té. No volvió a mencionar el asunto.

Transcurridos un par de días, comprendió que no podía continuar viviendo como un turista en casa de Rashid. Por supuesto que había disfrutado de su visita al Palacio Bahía con sus cientos de estancias y aromáticos naranjos. También del recorrido por los callejones del laberíntico zoco —tan solo atravesaron una mínima parte, buscando algunos cachivaches para la casa y cuyo penetrante olor a cuero y especias le había subyugado. Y quedó impresionado cuando, al día siguiente, el hermano de Ahmed le llevó a conocer la Madrassa Ben Yousuff, donde tuvieron que entrar descalzos, y contempló el fervor con el que se recogió en una oración personal, rogando por su nuevo amigo Yulisses. El respeto por su anfitrión se consolidó y comprendió que los recelos hacia el mundo musulmán, acumulados durante siglos en Europa, estaban fundados tan solo en la ignorancia y los prejuicios. Además, ese mismo día, Fátima preparó en casa el tajín de ternera cuyo sabor intenso y especiado le resultó distinto a todo lo que había conocido hasta ese momento; y hasta con el té les ofreció unas jugosas pastas de coco. Pero había tomado una firme decisión. Se encontraba demasiado incómodo para continuar allí porque la educación que había recibido desde niño le impedía seguir abusando de esa buena gente. Aprovechó el momento en el que, terminada la comida, se quedaron solos en la salita de estar. Fátima se había retirado a la cocina y Chafik desapareció de la casa, sin duda para jugar con los niños del barrio. Su amigo parecía ensimismado, escarbando entre los posos del té de su vaso, como si buscara respuesta a alguna cuestión trascendental.

—Rashid.

—Sí, sadiqi.

—Tú sabes que te estoy agradecido…, enormemente agradecido, a ti y a tu familia, por cómo me habéis acogido en vuestro hogar.

—No ser nada.

—¡Sí, sí que lo es! Llevo dos días con vosotros y me habéis hecho sentir aquí como uno más de la familia.

—Es obligassión nuestra, Corán tener escrito que…

—Pero así no puedo seguir, Raschid.

—¿Qué decir, Yulisses? ¿Alguna cosa que no ser de tu gusto?

—No, no es eso.

—¿Qué sucede?

—Estoy encantado con vosotros, por el trato que me habéis dado y por todo lo que me habéis ayudado. Pero me siento incómodo porque…, no hago nada en todo el día.

—¿No hasser nada?

—Eso es. Yo estoy acostumbrado a trabajar para ganarme la vida desde que era muy joven…, y me resulta muy embarazoso pasarme el día esperando a que regreses para comer…, echar la siesta y dar un bonito paseo al caer la tarde. No me siento bien viviendo de esta manera. ¿Me entiendes?

Su nuevo amigo le miró con seriedad, intentando comprender lo que decía. Durante unos segundos permaneció en silencio.

—¿Tú quieres ayudar a mí…, en trabajo?

—Estaría encantado de echarte una mano en lo que fuera. No sé qué clase de trabajo es el tuyo, pero puedo ayudar en lo que sea.

—Yo tener pequeño taller carpintería.

Comprendió el origen de las habilidades de Ahmed con la madera que había podido comprobar en el cortijo de Medina Sidonia.

—Bueno…, no soy un experto, pero he trabajado varios años en carpintería y conozco bien el oficio.

Ahora apareció una sonrisa burlona en el rostro de Rashid, como si, en el fondo, dudara de que Ulises resultara ser el carpintero que creía.

—Yo tener taller de carpintería…, ¿artesianal, se dice?

—¿Artesanal?

—¡Eso! Carpintería artesianal.

—¡Bueno! Desde luego no es mi especialidad, pero sé defenderme con una sierra y unos clavos.

—Nosotros no utilizar clavos.

—¡Ah! Pues…, va a ser interesante.

Y durante las siguientes semanas, le despertaron con suavidad en el hombro a primera hora, cuando todavía la noche ocupaba la ciudad. Desayunaban en silencio, sin despertar a Fátima ni al pequeño y con las primeras luces marchaban caminando hasta el taller de Rashid, un pequeño local en un callejón situado detrás de la calle Sidi Boulabada. El primer día de faena, resultó una auténtica sorpresa. Como le había reconocido, no se consideraba un especialista en la materia, pero de adolescente pasó un par de veranos como aprendiz en la carpintería Mateo e hijos de Boltaña y presumía de que conocía el oficio: el formón y la escofina, el cepillo, la caja de ingletes, la sierra caladora…, sabía utilizar todas y cada una de las herramientas necesarias. Lo que no terminaba de entender era la ausencia de clavos que había mencionado Rashid. A primera vista, su taller le pareció limpio y organizado, con las herramientas dispuestas ordenadamente en una amplia panoplia sobre la pared y bien iluminado por los primeros rayos de sol. Pero, comparado con lo que había conocido en Boltaña, muy modesto, unos cien metros cuadrados, y con escasas herramientas eléctricas.

—Aquí, Yulisses, trabajar otra manera que en Europa.

—Ya.

—Aquí dar más importancia a terminar bien acabado. No importar tiempo, ¿comprendes? A mí gustar que tú ver algo.

Se aproximaron a un extremo del local donde apoyada en varios palés de madera aparecía una especie de barcaza plana de ciertas dimensiones, colocada boca abajo. Su amigo le pidió que se echara al suelo por debajo para que, alumbrando con la linterna, contemplara el fondo de la supuesta barcaza. Se quedó estupefacto. Se trataba en realidad de una parte del artesonado para un techo con hermosos arabescos ondulados y delicados grabados en la madera. Por si no fuera suficiente, esas infinitas formas aparecían decoradas con dibujos vegetales de colores cálidos y seductores que las mostraban aún más elegantes.

Pero…

—¿Gustar a tí, sadiqi?

—Esto…, ¿lo has hecho tú?

—Sí.

—Pero entonces ¡eres un artista!

—Bueno, preferir llamarnos artesianos.

—¡Ya! ¿Y cuánto…? ¿Cuánto tiempo has dedicado a componer esta maravilla?

Unos… seis, o siete meses. Pero, además, tener que seguir con otros trabajos. Familia no poder vivir a esperar terminación.

Acababa de descubrir que su nuevo amigo no solo no era un simple carpintero, sino que estaba muy por encima de cualquier experto ebanista europeo. En las siguientes jornadas pudo comprobar la delicadeza y el mimo con los que sus manos acariciaban la madera, como si se tratara de una buena amiga con la que compartir confidencias y, de esa manera, acabara descubriéndole sus más íntimos secretos. Eso le permitía interpretar cada lámina, cada tablero o hasta la simple viruta que desprendía con esmero, para obtener el resultado más fino y perfecto. Y durante las semanas posteriores, aprendió que el clavo o el tornillo eran utensilios de ineptos y desmañados, de los que ignoran esas ocultas verdades sobre la veta; y que el ensamblado, las galletas y la espiga, correctamente ejecutados, podían dar solución a cualquier unión de perfiles y piezas, sin necesidad de acuchillar el corazón de la madera con un trozo de frío metal. Se abrió ante sus ojos un mundo que desconocía y que le absorbió por completo, llenando una parte del vacío que le producía la forzada ausencia de su familia.

Así, los días de aprendizaje, en cierto modo académico, dieron paso a las semanas de esforzado trabajo, casi sin darse cuenta. Pero, cuando por la noche se tumbaba en la litera del desahuciado Chafik, ni el cariño de su familia de acogida, ni su nueva formación le servían de refugio. Y saltaban al abordaje de su mente los fantasmas de la huida y el abandono, en busca de sus despojos. En su cabeza no quedaba espacio para el sueño, a pesar del cansancio con el que convivía: se trataba de una carga demasiado pesada, de un recuerdo excesivamente cruel y, aunque su confesión a Rashid le había liberado momentáneamente, los viejos espectros regresaban, una y otra vez, reclamando sus deudas.

Unas semanas más tarde, su amigo recibió recado en casa de que había fallecido, anciano y muy enfermo, un primo de su padre que residía en las afueras. A la mañana siguiente, debía acudir al cementerio con su familia para asistir al sepelio que se prolongaría todo el día. A Ulises le comentó que no abriría el taller y que podría dedicar la jornada libre a continuar conociendo la ciudad. Le recomendó, en especial, la visita al barrio de los curtidores o de las tenerías. Aceptó su consejo y en cuanto se ausentó la familia se acercó por allí, como un turista más, llevando en la mano un mapita grafiado en árabe que le prestó Rashid por si se desorientaba. A los diez minutos de recorrer aquel laberinto de estrechas calles sin rotular, se sintió completamente perdido. Detuvo a un chico que cargaba pieles sobre la cabeza y le preguntó por señas si andaba bien encaminado. El joven porteador sonrió y, con ademán amistoso, le indicó que le siguiera.  Caminó detrás de él por callejas y plazuelas durante casi media hora y terminó completamente desorientado. Además, esas vías por las que transitaban revelaban cada vez mayor miseria: suelos de tierra y grava, sin acera ni adoquines, en torno a sucios charcos; niños descalzos corriendo por todas partes y cierto olor maloliente en el ambiente, a suciedad corrompida. Al llegar frente a una puerta entornada, el chico de las pieles sobre la cabeza le hizo una seña para que entrara. Nada más traspasar el umbral le salió al paso otro joven, piel oscura y sonrisa de oreja a oreja, que vestía al modo tradicional y un poco desaseado. Sin mediar palabra, le entregó unas hojas de hierbabuena para colocar en las fosas de la nariz porque el olor putrefacto de aquel lugar era insoportable. En un español rudimentario le indicó que iba a mostrarle las tenerías y se presentó como Abd Allah. Mientras daban una vuelta por aquel lugar desolador y sórdido, aquel joven le explicaba amablemente en qué consistía el trabajo de curtir que estaba a cargo de los bereberes que bajaban esporádicamente de las montañas del Atlas. Aquellos cabileños realizaban a destajo ese trabajo, cobraban y después regresaban a sus montañas; no soportaban las ciudades. Su improvisado guía le acompañó amablemente a otra casa en ruinas en la misma calle y que era la zona donde, dentro de unas pozas excavadas en el suelo, daban tinte a las pieles con productos naturales que le explicó se correspondían con los cinco colores básicos. Nuevamente Abd Allah le pidió que le acompañara para contemplar a las mujeres cosiendo; le aseguró que se trataba de una visita muy original. En lugar de eso, le introdujo en un minúsculo bazar de productos de piel, con estanterías repletas hasta el techo. Un hombre maduro y delgado, de barba recortada y vestido a la occidental, empezó a mostrarle decenas de bolsos, mochilas y carteras. Escuchó por educación, pero, cuando consiguió hacerle entender que no deseaba ningún bolso, el otro cambió la expresión de su cara y le indico la salida de malas maneras. En la calle le esperaba el joven Abd Allah que ahora, con una falsa sonrisa, le reclamó que pagara la supuesta excursión guiada que le había ofrecido. Se sorprendió por su cambio de tono, pero le respondió que no había solicitado ninguna excursión y que, de todos modos, no podía ofrecerle más de cinco dirhams. El otro empezó a mostrarse nervioso y le aseguró gritando que esa excursión costaba doce euros. A pesar de considerarlo una estafa, con una buena dosis de paciencia le contestó que sería mejor para él si aceptaba los cinco dirhams porque no llevaba encima nada más. En ese momento, el hasta entonces amable guía comenzó a proferir voces de auxilio, como si le estuvieran atracando y desde las casas y callejones cercanos se acercaron hacia ellos mayores y chicos, en actitud hostil. Ulises, ya alterado, se acercó a Abd Allah explicándole que si seguía dando voces iba a llamar a la policía y echó mano al bolsillo como si buscara un móvil que en realidad había abandonado en Jaca. En ese momento, se apagó la luz en sus ojos como resultado del golpe que le propinaron por detrás, mientras caía al suelo inconsciente.

Cuando despertó, solo recordaba vagamente lo sucedido. No era capaz de adivinar el tiempo que había permanecido sin conocimiento. Se quejó en voz alta de un fuerte dolor en la nuca. Llevó la mano a su cabeza y pudo palpar el rastro de sangre seca que atestiguaba la dureza del trancazo a traición que había recibido. Entreabrió los párpados y comprobó que estaba solo, dentro de una especie de jaula de metal situada en un rincón de una nave o almacén desvencijado. Salvo su propia respiración agitada, no escuchaba el más mínimo ruido. Se apoyó en un codo para incorporarse, a pesar de los molestos pinchazos en la nuca y las náuseas que le obligaban a tragar constantemente. Su garganta reclamaba con insistencia un sorbo de agua para calmar la sed. Ante la pobre luz que llegaba del exterior a través de un agujero en el tejado, comprendió que habían transcurrido varias horas desde que había sido agredido. Un cierto olor a productos químicos, mezclado con el de putrefacción, le dio a entender que aquel barracón destartalado tenía algo que ver con el proceso del encurtido de pieles. Tuvo la certeza de que le habían encerrado no demasiado lejos del barrio de las tenerías donde había sido golpeado. A su alrededor, solo pudo distinguir restos de chatarra, cajas de cartón vacías y algunos retales de esas pieles malolientes. A pesar del mareo, consiguió sentarse en el suelo para pensar mejor. Con dificultad, intentó abrir la puerta de su jaula, pero el grueso cierre que tenía echado lo impedía. Parecía evidente que lo habían secuestrado a plena luz del día, pero le resultaba incomprensible que sus captores fueran capaces de algo así por solo doce euros. Permaneció varios minutos sentado, con la espalda apoyada en los barrotes, intentando despejarse y reflexionar sobre su situación. Su amigo Rashid regresaría del funeral familiar tarde o temprano. Cuando regresara a casa y comprobara que su amigo Yulisses no había vuelto de su excursión a los curtidores, sin duda se preocuparía y trataría de averiguar qué le había sucedido. Pero, hasta ese momento, debía valerse únicamente por sí mismo. Sintió unas fuertes ganas de orinar. A falta de una botella vacía, venció los mareos y se puso en pie con cierta vacilación. Se tambaleaba como si hubiera bebido más de la cuenta. Tuvo que evacuar a través de esos barrotes, procurando no ensuciar aún más su alojamiento. Cuando terminó, se dejó caer nuevamente en el suelo y permaneció adormecido, conmocionado todavía por el golpe en la nuca.

Horas más tarde, se oscureció el agujero del tejado y la nave quedó en una completa penumbra. El dolor de cabeza había remitido, junto con los mareos y náuseas. Lo peor era la sed que le atormentaba y que no le permitía sentirse más cómodo. De repente, escuchó voces apagadas que venían del exterior, pasos y una llave que giraba varias vueltas en la cerradura. Cuando se abrió la puerta del almacén, distinguió tres siluetas que entraban llevando como linterna un candil de carburo.

—Kun hadhiraan wata'aluq awla.

—Nem wa'iinaa dhahib!  

De aquellos hombres que hablaban en voz baja entre sí, reconoció a Abd Allah, que le había exigido airadamente doce euros por el paseo en las tenerías. Se acercaron con precaución a su jaula. La furia por lo sucedido, contenida tantas horas, se apoderó de él. Todavía se tambaleaba, pero se puso en pie gritando.

—¿Qué coño queréis? ¿Por qué me habéis encerrado? ¡Cabrones, cuando os detengan vais a pasar un montón de años en la puta cárcel! ¡Suéltame ahora mismo, Abd Allah!

—Tranquilo, español…, tú antes tener que pagar deuda con nosotros.

—¿Esto es por los doce euros? ¿Estáis locos o qué?

—¡No, no! Deuda ahora mayor.

—¿Mayor? ¿Cuánto es mayor?

—La deuda ser ahora… tres mil euros.

—Pero, ¿es que estás mal de la azotea? Yo no tengo ese dinero…, y, si lo tuviera, ¡jamás te lo daría! ¡Suéltame ahora mismo, hijo de puta… y no te denunciaré!

—No hacer falta que tú tener el dinero. Alguien de tu familia en España deber pagar. Tú decirnos a quién enviar carta. Cuando ellos pagar, nosotros soltar español.

Se quedó perplejo. Aquel sujeto pretendía cobrar un rescate a su familia por su liberación. No lo podía creer. Como si se tratara de un secuestro en toda regla de los que había escuchado en las noticias sobre Oriente Medio o América del sur. Y la víctima era él. Su indignación aumentó porque intuía las malas intenciones de aquellos sujetos.

—¡Ni lo sueñes, cabrón! ¡No vas a mandar ninguna carta a España! ¡Porque no te pienso decir nada!

—Madha yaqul hdha alkafir, Abd Allah? (¿Qué es lo que dice este infiel, Abd Allah?)

—Alkalb yaqul 'iinah la yaetazim aldafe (El perro dice que no piensa pagar).

—Jayid jda! Sa'adie 'azafri min khilal almubrat liltafkir fi al'amr wasayatimu altakhalus min alraghbat fi alliha'! (¡Muy bien! Le voy a pasar las uñas por el afilador para que se lo piense mejor… ¡y se le quitarán las ganas de ladrar!)

—Ikn la ymknna faeal dhilka! (Pero…, ¡no podemos hacer eso!)

—Hal turid shahn 'am la? 'iidha lm nursil alfidiyat fala yujad mal! 'iidha kan ladayk alkthyr min scumbags, fala yanbaghi ealayk alaitisal bi wakunt sa'aeud 'iilaa aljabal! (¿Quieres cobrar o no? ¡Si no enviamos la petición del rescate no hay dinero! ¡Si tantos remilgos tenías, no debías haberme llamado y me hubiera vuelto a las montañas!)

—'Iin sha' allha! 'iidha kunt taetaqid 'anah al'afdal... (¡Así sea! Si crees que es la única manera…)

No comprendía una palabra de la discusión de aquellos hombres, pero se daba cuenta de que no se trataba de nada bueno para él. Intentó retomar la conversación con quien había comenzado todo para enterarse de algo.

¿Qué sucede? ¿Qué vais a hacer, cabrones?

—Vamos a dar a ti…, ¿cómo decir…? Motivos para enviar carta a España.

—¿Qué quieres decir?

No le contestó. Aquellos dos hombres que nunca había visto y Abd Allah, anónimo hasta solo unas horas antes, abrieron con llave la puerta de la celda. Entró primero el de más envergadura de los tres. Hasta ese momento no había pronunciado una palabra. Su cara era una máscara grotesca y deformada por las cicatrices: ese rostro cruel apareció ante él desprovisto de cualquier sentimiento o empatía por su situación. Sin ningún preámbulo, le dio un contundente puñetazo en la frente y, aprovechando su aturdimiento, le sujetó por la muñeca y le retorció el brazo a la espalda de tal modo que creyó que se lo iba a romper. Gritó hasta desgañitarse, como un animal a punto de ser sacrificado. Sus chillidos desesperados resonaban en vano en el almacén medio vacío. En ese momento, convencido de que iba a morir, se acordó de la pequeña Rocío y de sus padres y se arrepintió de haberse fugado. Los remordimientos se presentaron con toda crudeza. Como cuando adoptó la decisión de separarse y su madre le repudió durante varios días. Le vino a la cabeza fugazmente la idea de si no hubiera sido mejor haber permanecido en Jaca, aislado por el desprecio social o ingresando en prisión, que haber huido de la justicia española para terminar sus días en ese tugurio maloliente. Y donde, además, iba a sucumbir de una forma tan salvaje que, si llegaban a repatriar su cuerpo, posiblemente ni siquiera podrían reconocerlo. Sin apiadarse de sus gritos y sujeto por la espalda, aquel energúmeno lo sacó de la celda y lo puso de rodillas, en medio de la cochambre esparcida por la nave. El que llevaba el candil lo dejó en el suelo y de una bolsa de arpillera sacó un objeto que Ulises, por culpa de las lágrimas que inundaban sus ojos, no pudo reconocer en principio. Su visión era tan borrosa que parecía estar bajo un espeso diluvio. Parpadeó y forzó la vista como pudo y finalmente distinguió que se trataba de unas siniestras tijeras de poda. Su brazo no iba a resistir mucho más sin quebrarse por la violencia con que se lo estaban retorciendo. Sin apenas fuerzas para resistir, notó que ahora le sujetaban la otra muñeca, la izquierda y creyó entrever que le envolvían la mano con un tejido sucio. Escuchó un sonido metálico que no pudo identificar y, casi a la vez, un chasquido. En ese momento, sufrió el dolor más intenso que jamás hubiera imaginado. Como si le hubieran arrancado de cuajo la mano; sintió que le clavaban un cuchillo entre los dedos y lo retorcían con crudeza para aumentar el dolor. Un dolor tan terrible que le impidió resistir más. Nuevamente apareció el manto de la oscuridad y se hundió en una inconsciencia liberadora.

Cuando despertó, regresaron los pinchazos en la nuca y cada centímetro de su cuerpo se quejó con vehemencia. Ese malestar le recordó sus tiempos de adolescente, cuando pasaba los días de verano cosechando en el campo de sol a sol. Le dolía todo el cuerpo menos la parte que correspondía a su mano izquierda que no sentía, como si nunca hubiera existido. Aturdido, entreabrió los ojos y, para su sorpresa, reconoció que estaba tumbado sobre una camilla en alguna clase de centro médico o consultorio. No comprendía cómo había llegado hasta allí desde su jaula de metal en el barrio de las tenerías.  Giró la cabeza y se sorprendió todavía más de conservar en su sitio esa mano izquierda, aunque vendada. Desconocía cuánto tiempo había transcurrido desde que lo habían secuestrado. Recordaba como una de sus pesadillas lo que había sucedido en aquel almacén con aquellos desequilibrados. Los pinchazos aumentaron y con su mano derecha se frotó la nuca en un intento de aliviarse.  En ese momento, se abrió la puerta y entró un hombre muy moreno, vestido de sanitario, con blusón de color verdoso y pantalones blancos. Le tocó la frente y le dio dos píldoras para que las tomara con un vasito de agua que le alcanzó. No pronunció una palabra y él tampoco se vio capacitado para aclarar su mente y, sobre todo, la garganta para interrogarle sobre sus dudas. Aquel marroquí le sonrió antes de salir. Nuevamente se adormeció. Un tiempo más tarde que no supo calcular, despertó cuando se abría por segunda vez la puerta. No comprendía cómo, se encontraba ante él el rostro de su amigo. Tragando saliva con mucha dificultad consiguió hablar.

—¡Rashid!

—¿Sadiq? ¿Cómo estar?

—Como…, como si me hubiera pasado una apisonadora por encima.

—¿Api…?

—Quiero decir…, vapuleado, Rashid. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Me puedes dar un vaso de agua? ¡Tengo una sed monstruosa!

Cuando le hubo ayudado a beber, y todavía un poco aturdido, su amigo le explicó lo sucedido.

Muy extraño cuando llegar a casa y Yulisses no estar allí. Imaginar que algo no bueno suceder. Yo haber oído que en barrio curtidores, últimos tiempos vivir algunos… sharir

—¡Unos cabrones indeseables!

—Sí, eso. Por eso, avisar amigos infancia y la noche acudir por allí con ellos.

—Pero Rashid… ¡se trataba de gente peligrosa! ¿Cómo no avisasteis a la policía?

Su amigo sonrió, quizás por la ingenuidad de la pregunta.

—En mi país, policía no funcionar como Europa. Ser más complicado. Yo mejor avisar amigos y venir con machetes y palos…, más poderoso que policía. Uno de amigos tener hermanos de mujer en barrio curtidores. Despertar a hermano en casa y él comentar que un sharir golpear fuerte en cabeza a un español a la mañana. Acompañar a mi grupo a nave donde poder esconder.

—¿Y qué sucedió cuando llegasteis?

Shadiqi, no bueno…

—Quiero saberlo, Rashid.

Su amigo mudó de rostro, reflejando una dureza implacable que no le había conocido hasta ese momento.

—¡Ins allah! Sorprender en sueño a sharir. No esperar visita amigos Rashid. Recibir buenos golpes en cabeza. Contemplar todos amigos lo que hacer esos hombres a Yulisses. Nosotros hablar y juzgar allí. Aplicar sharía.

—¿Te refieres…?

—No poder dejar cosas así. Ellos cortar a mi amigo. Nosotros cortar a ellos y un poco más…, para ellos no más ganas de repetir.

Después de lo que había vivido la noche pasada, pudo imaginar el dolor y el sufrimiento que los amigos de Rashid pudieron causar a los secuestradores con sus machetes, en busca de una reparación, o, más bien, de una venganza en toda regla. Pero todavía desconocía el alcance de su propia amputación.

—¿Y dónde me has traído?

—Hijo de compañero de padre en las mehalas, ser enfermero y tener consulta…, buen amigo…, y hablar pocas palabras. Haber curado y coser herida en dedo y dar anestesia dolor. Tener suerte, shadiqi. Hombres almacén confesar, antes que nosotros juicio sharía, que desear cortar dedo pequeño completo, pero español pelear bravo, moverse mucho y solo cortar principio de dedo.

Contempló su insensible mano vendada y tuvo que concluir que, después de haber visto esa noche tan de cerca la muerte, hasta cierto punto, podía considerarse afortunado si había sobrevivido tan solo con la pérdida de una porción de su dedo meñique. Esa pequeña amputación resultaba un módico precio ante todo lo sucedido.

Después de esa terrible experiencia, las semanas transcurrieron velozmente en casa de Rashid donde poco a poco se iba recuperando de su secuestro. Únicamente quedó como recuerdo un meñique distinto, algo más corto que el otro, y en el que sentía leves pinchazos cuando el cielo amenazaba tormenta. El amigo de Rashid había hecho un buen trabajo de costura y limpieza, así que la herida cicatrizaba sin complicaciones. Pronto regresó con el maestro artesano a su taller para empaparse cada día de su arte, disfrutando a borbotones de la libertad recobrada.

Una mañana, a punto de cerrar, llamaron a la puerta del taller y Rashid vino a buscarle porque se había presentado alguien que quería verle. Sorprendido, dejó la faena, se limpió las manos con un trapo y asomó la cabeza por la entrada. Allí le aguardaba un hombre trajeado de unos cuarenta y tantos años, pelo ensortijado y gafas redondas. Al cuello de su impecable camisa lucía una llamativa pajarita de color rojo. Bajo su brazo, asomaba una carterita de cuero para documentos. El color de la piel y su aspecto en general gritaba a los cuatro vientos que se trataba de un europeo.

—Buenos días.

—¡Ah, buenos días! Mi nombre es Nicolás Álvarez de Sena. ¿Es usted Ulises Laguarta?

—Bueno… Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?

—Mi acreditación —exhibió un carnet del ministerio de exteriores—. Pertenezco a la embajada española en Rabat y necesito comentarle un asunto delicado. ¿Podemos sentarnos cinco minutos en algún sitio?

—No sé si merece…

Acabo de hacer más de trescientos kilómetros solo para hablar con usted. Le agradecería que al menos escuchara lo que tengo que decirle.

Imaginó que el poder de la justicia había venido a visitarle para reclamar sus deudas atrasadas. Pero la actitud decidida de aquel diplomático derribó sus prejuicios y concluyó que, una vez que había quedado al descubierto su presencia en Marruecos, no perdía nada por conversar con él. Le invitó a pasar a la única pieza de aquel taller que no estaba cubierta de perfiles y tableros de madera y donde había dos sillas de anea. Se sentaron frente a frente. Ulises con el rostro descompuesto y el corazón encogido ante las previsibles consecuencias de esa visita. El visitante señaló intrigado su mano izquierda, todavía con el vendaje en el dedo meñique.

—¿Qué le ha sucedido?

—¿Esto? Nada…, un pequeño accidente de carpintería… Nada importante.

—¡Ya…! En primer lugar, le agradezco que me dedique su tiempo.

—Usted dirá.

—Voy a ir al grano. Creo que no me equivoco, si afirmo que su salida precipitada del país y su llegada a Marraquech se produjo como consecuencia de ciertas denuncias que se habían presentado contra usted en España.

—¿A qué ha venido?

—Si me deja que le explique…

—De acuerdo, pero sea breve.

—¡Muy bien! Como le decía, hace tiempo que recibimos información en la embajada de su presencia en esta ciudad.

¿Y eso?

—Bueno…, un europeo residiendo en Marrakech fuera del circuito de hoteles y alojamientos turísticos habituales, sin registrar en el consulado y viviendo en casa de una familia marroquí…, no es algo que pase desapercibido fácilmente.

—Ya.

—Y claro…, se cruzaron datos con Madrid sobre su situación… Enseguida aparecieron las requisitorias judiciales. Se le buscaba a usted por la comisión de varios delitos por parte de un Juzgado de Jaca…, en Huesca.

—¿Qué va a ocurrirme? ¡Dígamelo!

—Déjeme terminar, por favor.

Se torturaba por dentro, sospechando el inevitable desenlace por haber sido descubierto antes de lo que imaginaba. Los terribles padecimientos vividos desde su fuga no habían servido para nada y su intento por evitar el sufrimiento de su familia también había resultado un completo fracaso. En todo caso, no terminaba de comprender la presencia allí del diplomático y la ausencia de policías frente a él.

—Continúe.

—Como le comentaba, tratándose de un español buscado por la justicia nos preparamos inmediatamente para activar los correspondientes protocolos. Y en eso estábamos…, cuando hace una semana recibimos comunicación del ministerio indicándonos que todas las requisitorias contra usted…, habían sido anuladas.

—¿Cómo dice? No le entiendo.

—Pues eso. Que todas las órdenes de búsqueda frente a usted habían quedado canceladas. ¡Vamos, que no existe vigente ninguna orden contra usted! Mire, este es el documento oficial del ministerio —le entregó un folio con el escudo de España donde, a la derecha de su nombre completo, aparecía la expresión «sin referencias».

—No comprendo…

—Puedo asegurarle que nosotros estamos tan sorprendidos como usted…, pero ahí lo tiene bien claro. No hay duda: han desaparecido las requisitorias que figuraban hace unas semanas; no existe actualmente ninguna orden contra usted en España.

—¿Cómo es posible?

—La única contingencia que se nos ha ocurrido es que, si los procesos frente a usted se originaron por denuncias de otro particular, esas denuncias quizás… ¿hayan podido ser retiradas?

—No lo entiendo…

—Sí…, supongo que está usted tan sorprendido como nosotros.

Aquel diplomático de carrera observaba su rostro con suspicacia, tratando de escudriñar en su expresión la sinceridad de su respuesta a ese interrogante, y, además, pretendiendo confirmar o refutar algunas suposiciones. Intentó rehacerse de la sorpresa inicial y recapitular lo que suponía para él esa nueva situación.

—Pero entonces, conforme a este papel…, ¿ahora mismo no hay nada contra mí en España?

—Absolutamente nada. Es usted libre de moverse como un pájaro. Ya puede usted imaginar mi interés en comunicarle cuanto antes las novedades sobre su situación legal…

No alcanzaba a sospechar ni una sola razón por la cual Alicia podría haber retirado sus acusaciones contra él, pero, en cualquier caso, tiempo habría para aclararlo. Casi no lo podía creer: después de tantos meses huyendo, volvía a ser libre.

—Creo que…, voy a regresar cuanto antes.

¡Ah, muy bien! La verdad… Voy a ser sincero con usted. No estábamos del todo seguros sobre los motivos a los que podía obedecer ese cambio.

—No le entiendo. ¿A qué se refiere?

—Se reirá usted…, pero como no comprendíamos muy bien por qué se había producido esa retirada de cargos…, llegamos a pensar…, si no se trataría de algún tipo de operación encubierta, organizada desde España y de la que, como siempre, el ministerio intentaba excluirnos.

—¡Ya! Pues le puedo asegurar que no soy un espía…, ni nada parecido. Efectivamente tuve que huir de España por las falsas acusaciones que hicieron contra mí.

 —¡Claro, claro! Ya veo, ya…

Aquel diplomático de diseño había creído que podía resultar un agente secreto de su propio gobierno. Parecía obvio que el nivel del ministerio de exteriores estaba a la altura de lo que se intuía por la prensa española.

Álvarez de Sena se despidió finalmente dándole la mano y desapareció de allí tan rápido como había llegado. Después de un minuto de reflexión, salió de la habitación y se dio de bruces con Rashid que, por su expresión preocupada, había creído que su nuevo amigo iba a salir de esa habitación encadenado y rodeado de policías, como un peligroso delincuente.

—¿Qué suceder, sadiqui?

—¡Soy libre, amigo! ¡Se han retirado las acusaciones que había contra mí!

—Retirado…, las acu… sassiones

—Significa que puedo volver a España cuando quiera. ¡Nadie me busca ya y nadie me va a detener!

—¡Shadiqi!

Y aquel circunspecto y sobrio marroquí se fundió en un sentido abrazo con su amigo que, todavía más emocionado, comenzó a llorar como un niño.

 

 


 

 

 

 

 

 

EL DOCTOR CIPRÉS

 

Esos últimos días en Marruecos se convirtieron en una encrucijada de sentimientos dispares. Por una parte, la alegría por haberse despojado de la enorme carga que supuso su fuga y huida de España y que lastraba su ánimo, hasta un punto que no calibró cuando decidió desaparecer. Por otro, la tristeza de perder el contacto con unas personas tan entrañables como Rashid y su familia. Si no hubiera sido por su amigo, seguramente habría sucumbido por la infección en su dedo amputado. O, en el mejor de los casos, todavía permanecería secuestrado por aquellos salvajes, pudriéndose en ese tugurio maloliente. El día de su partida, frente a la terminal del aeropuerto y contemplando a lo lejos la imponente silueta de la cadena montañosa del Atlas, Rashid prefirió despedirse de él sin acceder adentro. Fátima y Chafik le dijeron adiós desde el taxi que los había llevado.

Sadiq

—Rashid…

Se miraron ambos con los ojos húmedos. Cruzaron sus manos y terminaron fundiéndose en un abrazo. Durante varios segundos permanecieron unidos.

—No sé qué decirte, amigo. Has hecho por mí mucho más de lo que nadie había hecho antes. Te estaré siempre agradecido. No sé…, nunca voy a olvidarlo. Te…

—En mi país decir que ser mejor mirada corta que…, explicaciones largas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Tienes razón!

Deshicieron su abrazo, ahora con una sonrisa en los labios.

—Ya sabes que, si alguna vez vienes a España, me debes avisar inmediatamente. ¡Tienes mi número!

—Yo tener tu número, sadiqi. Como decir en mezquita, ir en paz.

¡Cuídate, Rashid!

Salió casi de estampida hacia el interior de la terminal porque tenía miedo de echarse a llorar en aquella emotiva despedida. Todavía recordaba los miedos e incertidumbres con los que había aterrizado la noche de su llegada a esa misma terminal, unos meses atrás. Y cómo la amabilidad y solidez de Rashid habían contribuido desde un principio a apaciguar sus dudas y, más adelante, a buen seguro, a salvar su vida.

Envuelto en una nube de pensamientos y sensaciones contrapuestos, el vuelo a Sevilla le resultó muy breve. Tenía previsto acercarse hasta Santa Justa para coger un tren de alta velocidad hacia el norte. Pero cuando aterrizaron y recogió su bolsa de viaje de la cinta de equipajes, sin saber muy bien por qué, cambió de idea. Decidió acercarse primero a la zona de aparcamiento del aeropuerto, a sabiendas que su vehículo habría sido retirado hacía meses. De camino, observó a lo lejos un descampado, separado del recinto y más allá de la barrera de salida, que no había visto la vez anterior. Para su sorpresa, en aquel lugar se encontraba aparcada, junto a otros vehículos, una furgoneta mixta que, en la distancia, parecía del mismo modelo y color claro que la que abandonó. Conforme se iba acercando, se convencía de que podía tratarse de la suya. Se situó frente a ella, dio una vuelta a su alrededor y comprobó la matrícula, sin terminar de creerlo. Al parecer, los operarios de la grúa, no habían querido gastar una gota de combustible de más, en su arrastre de aquel vehículo, aparentemente sin dueño. Todavía conservaba las llaves en la bolsa de viaje. Las encontró e intentó arrancarlo, pero resultó imposible. Hubieran sido demasiados milagros. Menos mal que se acercó por ese solar un joven que también tenía su coche fuera de la terminal y que se ofreció amablemente a ponerlo en marcha con ayuda de unas pinzas que conectó a la batería de su vehículo. No hubo necesidad de nada más y arrancó a la primera. Miró su mano mutilada y le rondó por la cabeza una idea peregrina: desde que sus secuestradores le habían amputado esa parte del dedo meñique, su suerte había cambiado por completo, como si hubiera hecho falta semejante atrocidad para recuperarla. En el instante en que se separó de Alicia, su vida había transcurrido a contracorriente y de mal en peor; y ahora, de repente, todo le iba de cara. Por si acaso, prefirió no acostumbrarse y dar tiempo al tiempo.

Las horas que transcurrieron en su viaje de regreso por carretera las empleó en reflexionar sobre su nueva situación. Todavía no comprendía las causas por la que se habían retirado las órdenes de búsqueda contra él. Se resistía a creer que Alicia, de la noche a la mañana, hubiera modificado su actitud y dado marcha atrás en sus falsas acusaciones. Pero, si no se trataba de eso, desconocía qué otras razones podían existir para que hubieran desaparecido las requisitorias. No conseguía llegar a ninguna conclusión y cuando comprendió que hasta que no llegara a Jaca no habría manera de saber con certeza lo que había sucedido, decidió apartar de su mente esas cavilaciones. Durante el resto del tiempo, pudo disfrutar en solitario de su libertad sin condiciones, con la ilusión del regreso para abrazar y besar a Rocío y a sus padres.

Condujo a buena velocidad, pero sin prisa, y se detuvo solo lo imprescindible para acudir al servicio, repostar y comer un bocadillo en un área de servicio, como en su viaje de huida. De manera que todavía no eran las ocho de la tarde cuando alcanzó la Avenida de Francia en Jaca. Cansado, pero muy satisfecho de estar de vuelta. Ya había decidido que su primera visita no iba a ser a sus padres, sino a la persona que mejor podía conocer lo que había sucedido con las denuncias. Aquel guardia civil, maduro y profesional, el Sargento Lavilla. Aparcó la furgoneta fuera del recinto vigilado y cruzando la avenida, caminó unos metros hasta la puerta de entrada del destacamento. Atravesó el control de seguridad y solicitó en el mostrador entrevistarse con él, a pesar de que la hora no parecía la más usual. Únicamente tuvo que aguardar cinco minutos y enseguida le permitieron pasar a su oficina. Le dio la impresión de que solo hubieran transcurrido unas horas desde que habló con él por primera vez, aquella mañana en que lo despacharon detenido para el Juzgado. De pie, delante de su mesa, aquel veterano lo recibió dándole la mano, lo miró fijamente y con una sonrisa irónica. Parecía que, para él, la situación tuviera ciertas dosis de humor.  Lo invitó a sentarse. Como si el tiempo se hubiera estancado, comenzó a acariciar su barbilla en un gesto que reconoció.

—¡Vaya, vaya! Con que Ulises Laguarta…

—Eso es.

—Así que…, ha decidido regresar del otro mundo.

—Bueno, tanto como eso…

—No sé cómo lo llamará usted, pero para mí, perderse en el África profunda, es como irse a otro mundo, ¿no?

—¿Lo sabía usted?

—¡Sí, sí! Hace unas semanas nos informaron de que se había detectado su presencia en Marruecos, sí.

—Ya…

—Y me supongo que le habrán informado de la nueva situación.

—De eso precisamente quería hablar con usted. Me gustaría saber qué ha sucedido en estos meses para que se hayan retirado las acusaciones que había contra mí.

—¡Ah...!

Aquel curtido servidor público se quedó sorprendido. Las palabras de Ulises le habían hecho comprender que no estaba al tanto de los acontecimientos, cuando, por su visita, creía lo contrario.

—¿No…, no ha hablado con sus padres?

—¿Mis padres? ¿Qué tiene que ver todo esto con ellos? Mire, vengo de tirón desde el aeropuerto de Sevilla y he preferido hablar primero con usted, antes que acudir a visitarlos.

—Es que, en los últimos días, hemos estado en contacto con ellos…, por si recibían alguna noticia de su nuera.

—¿De Alicia?

—Sí.

—¿Qué ha hecho ahora?

Verá, Ulises, es cierto que en lo que se refiere a la denuncia por amenazas, el presidente de la Comunidad vino a vernos pocas semanas después de su detención para pedirnos disculpas. Nos confesó que se había confundido con la hora en que terminaron su reunión sobre la caldera. No fue a las ocho cuando usted se marchó y les dejó, sino a las nueve.

 —¡Eso es lo que yo les decía!

—Es cierto. Pero cuando decidió huir de España para no hacer frente a la denuncia de ella por abusos hacia su hija…

—O sea, que al final, lo hizo…, puso esa denuncia con la que me amenazó.

—Sí, sí, no le tembló el pulso. Desde luego, ¡menuda enemiga se echó usted a la cara cuando se separó de ella!

—Pero entonces…, ¿ustedes sabían que también era falsa esa denuncia?

—¡No, no! No lo sabíamos…, pero lo sospechábamos. Sin embargo, ya le expliqué a usted que estamos atados por los protocolos y que, por tanto, en estos casos, tenemos que actuar desde el primer momento con todos los medios a nuestro alcance. Y, desde luego, si no se nos llega a escapar usted, lo habríamos detenido otra vez y puesto a disposición del juez que, a buen seguro, lo hubiera enviado a prisión.

—Lo suponía y por eso tuve que huir. No estoy orgulloso de ello, pero entenderá que, si volviera a suceder, haría lo mismo.

Bueno…, eso es agua pasada. Lo importante es que está usted completamente rehabilitado. Todas las diligencias abiertas contra usted quedaron archivadas.

—De acuerdo, no esperaba menos de usted. Pero lo que no me explico todavía es por qué ella retiró la denuncia.

El sargento lo miró nuevamente con un nuevo atisbo de sonrisa en su rostro. Lo contemplaba en silencio, rozando su mentón con las yemas de los dedos y parecía preguntarse si realmente era tan ingenuo como aparentaba. 

—En realidad…, no retiró la denuncia.

—¿Cómo dice?

—Que ella no retiró esa denuncia.

—Pero ¿entonces…? ¿Cómo…?

—Es una historia complicada, estoy cansado y es un poco tarde… ¿Le apetece tomar una caña conmigo?

No acababa de comprenderlo. Aquel sargento de la guardia civil le aseguraba que Alicia no había retirado la nueva denuncia contra él y, al mismo tiempo, le invitaba a compartir una cerveza. Salieron juntos del recinto vigilado y se acercaron a la cafetería Boira. Con un botellín y una tapa en las manos, se sentaron a una mesa, uno frente al otro.

—Cuando su ex mujer dejó formalizada la denuncia, intentamos localizarle a usted sin éxito, primero en su trabajo y seguidamente en el hostal Estanés. Como no podíamos descerrajar sin más la puerta de un domicilio, con una orden judicial en la mano abrimos la habitación del hostal…, y solo encontramos su móvil abandonado y algunos libros. Ahí estuvo usted pillo…, porque con el móvil lo habríamos localizado en media hora.  

—Ya…

—No le voy a engañar. Me precio de conocer a la gente… ¡y tampoco me daba usted el tipo del abusador o del depredador!

—Gracias.

—¡No hay de qué! Pero como le dije hace unos meses, nosotros debíamos hacer nuestro trabajo. Así que llevamos el atestado al Juzgado y el juez ordenó su busca y captura nacional e internacional. Por cierto, un día de estos me tiene usted que explicar cómo consiguió atravesar los controles…, pasar la frontera y llegar a Marruecos. ¡Bueno! A lo que iba. Una cosa es que tengamos la obligación de hacer nuestro trabajo y otra cosa es que nos chupemos el dedo: esa nueva denuncia de su mujer apestaba a venganza personal por cualquier lado que se examinara. Sobre todo, después de que aquella primera acusación contra usted por amenazas se deshiciera como un azucarillo. Además, el Juez ordenó una evaluación psicológica de su hija y el resultado no parecía nada concluyente, así que…

—¿Y entonces? ¿Qué hicieron?

—En todos los casos de una investigación en la que uno se encuentra a oscuras, intentando averiguar la verdad sin avanzar ni un palmo, la experiencia me ha demostrado que, a veces, se consiguen resolver porque se produce un golpe de suerte…, y, en otras ocasiones, porque entra en juego un componente humano.

De repente, aquel hombre se detuvo en sus explicaciones. Bajó su mirada con seriedad a la tapa de Ulises que había quedado abandonada en la mesa.

—¿No se la va a tomar?

No…, la verdad es que no tengo hambre. ¡Cójala usted, por favor!

El sargento disfrutó ruidosamente con su segundo pincho, mientras señalaba su mano.

—Por cierto…, ¿qué le ha sucedido?

—¿Esto? Nada un pequeño accidente sin importancia…, en una carpintería.

—¡Pues ese accidente tan pequeño casi le cuesta el dedo meñique! En fin…, como le decía, en estos casos embarullados hay varios componentes que pueden ayudar a resolverlos. En el suyo, hubo un poco de esos dos, suerte y, como factor humano…, la hija del juez.

—¿Luisa?

—Sí.

—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver ella en todo esto?

—Ya sabe usted que es, o era, íntima de su ex mujer, de Alicia.

—Sí, claro.

—Desde un primer momento, estuvo apoyando y acompañando de la mano a Alicia en todos los trámites, tanto en la denuncia aquí en el puesto, como posteriormente en las diligencias del Juzgado. Pero, en un momento dado, me pareció que se hubiera situado a un lado de su ex mujer. Me dio la sensación de que ya no estaba tan presente, como si se hubiera apartado de todo este asunto y no quisiera tener nada que ver. Aquello no parecía muy normal después de su comportamiento anterior y de la gravedad de las acusaciones contra usted. ¡Pero claro! Se trataba de la hija del juez y, como comprenderá usted, nosotros teníamos que andar con pies de plomo. Necesitábamos saber si se había producido alguna novedad relevante para el caso en su relación con Alicia, pero no podíamos molestarla sin una razón justificada.

—Me hago una idea.

—Así que, en lugar de citarla aquí, preferí la vía indirecta y una mañana, al mediodía, me hice el encontradizo con ella en la calle, a la salida de las oficinas de la comarca. Después de saludarla, le comenté de pasada que no la había visto últimamente acompañando a su amiga en los trámites y me aseguró que había estado muy ocupada. Pero su rostro cuando me dio esa respuesta, me confirmó que allí había algo más.

—¿El qué?

—¡Tenga paciencia! Que enseguida llegamos al meollo del asunto. Como le digo, los titubeos de Luisa al responderme y, sobre todo, la expresión de su cara, habían confirmado mis sospechas, pero continuaba sin disponer de ningún motivo para citarla oficialmente.  Así que…, me vi obligado a tener paciencia y esperar. Hasta que, solo dos días después, recibí una llamada telefónica. Se trataba de D. Federico.

—¿El juez?

—El mismo. Quería verme en su despacho cuanto antes, pero me rogaba que no la considerara una visita oficial, sino…, informal. Estuvo muy amable en esa conversación. Por su tono de voz intuí que no estaba enfadado por mi maniobra de acercamiento a su hija. Pero comprendí que mi conversación con ella en la calle había producido una relación causa efecto. Así que acudí enseguida al juzgado. En el despacho estaban solos D. Federico…

—Y Luisa.

—Eso es. El juez quería que yo escuchara de primera mano lo que su ex mujer había dicho delante de su hija, meses después de haberle denunciado a usted y de que huyera. Al parecer, aquella tarde habían acudido para celebrar en el Guasillo el cumpleaños de una compañera del trabajo. Un par de horas más tarde, se quedaron las dos solas en el bar. Alicia se había pasado con las copas de vino que tomó. Según Luisa, estaba eufórica porque usted había huido como un ratón asustado. Y, en un momento dado, a su ex mujer se le escapó una frase.

—¿Cuál?

—Alicia dijo literalmente: «así aprenderá ese cabrón que abandonarme, dejándome tirada, no sale gratis».

El sargento detuvo su narración y miró a los ojos a Ulises cuyo rostro se había puesto pálido.

—Con algo parecido…, no con esas palabras exactamente, fue con lo que me amenazó antes de que me viera obligado a huir de Jaca.

—Ya. Bueno…, como comprenderá usted, Alicia se dio cuenta enseguida que había metido la pata ante su amiga. Intentó modificar la frase por otra más apropiada con las circunstancias y con la denuncia, de modo que pareciera que había sido un lapsus por el alcohol. No le sirvió de mucho. Luisa disimuló ante ella como pudo, haciéndole ver que no pasaba nada. Pero, a partir de ese momento, comprendió que todo lo relativo a la denuncia por abusos contra usted era un montaje de ella para hacerle pagar por haberla abandonado. Por eso dejó de acompañarla a las diligencias con distintas excusas.  Ante esa revelación, comenté al juez que si queríamos que su ex mujer no se saliera con la suya era imprescindible que Luisa prestara declaración. D. Federico estuvo conforme y convinimos en que lo mejor sería que acudiera al día siguiente al cuartel. Acudió, prestó declaración ante mí…, y me dispuse a citar a Alicia de forma inmediata.

—¿Qué declaró ella? ¿Consiguió usted que confesara que yo no había hecho nada?

Nuevamente el sargento se detuvo en sus explicaciones para mirarle fijamente. De su rostro había desaparecido cualquier rasgo de humor o ironía. Evidenciaba un enorme disgusto. Tardó varios segundos en contestar a su pregunta.

—Alicia…, no llegó a declarar. Desapareció de su domicilio hace un mes…, llevándose a su hija. No hemos conseguido localizarla…, y nadie ha vuelto a verla desde entonces.

Mientras, en la oscuridad de la noche, conducía su furgoneta camino de Escún, iba repasando la información que le había facilitado el guardia civil. Parecía obvio que las lealtades o compromisos de Luisa hacia Alicia eran más profundos de lo que el juez o el propio sargento Lavilla hubieran imaginado y, en el último momento, la habían forzado a advertir a su amiga de sus revelaciones a la justicia. Conociendo a Alicia y su agilidad mental, en pocos minutos debió imaginar las graves consecuencias de que se iniciara una investigación oficial para enjuiciar su falsa denuncia contra él. Y, sobre todo, lo que podía suponer respecto a la custodia de Rocío. Con su segura detención y un posible ingreso en prisión, probablemente le fuera revocada. En su modo de ser, resultaría insoportable esa inversión de papeles. No tanto por perder a su hija, sino sobre todo por lo que resplandecería como triunfo para él. En la mentalidad desquiciada de Alicia, aquello vendría a suponer un rotundo fracaso de sus expectativas y, a buen seguro, se sentiría incapaz de asumirlo. Por eso había decidido quitarse de en medio, arrastrando a la pequeña en su huida. De manera que, si no era con ella, jamás la tuviera consigo. Al igual que Ulises seis meses atrás, había desaparecido con Rocío sin dejar rastro, convertida en prófuga de la justicia.

 Cuando se despidió del sargento Lavilla en la Avenida de Francia, lo primero que hizo fue llamar por teléfono a sus padres para que no se llevaran un susto de muerte, viéndole aparecer, de repente, en mitad de la noche. Detuvo la furgoneta delante de la casa y apagó las luces. Le esperaban los dos delante del porche, suavemente iluminado. Tuvo la sensación de que, con su ausencia, les habían caído unos cuantos años encima, sobre todo a su padre, a quien que encontró más encorvado y envejecido. Con lágrimas en los ojos, se abrazaron los tres. Permanecieron allí unos minutos, emocionados. Sin hablar, Aurelio y Benedicta le miraban y sonreían. Más tranquilos, entraron y se sentaron en la sala. Conversaron durante varias horas sobre los sucesos de los últimos meses. En especial, sobre la reciente huida de Alicia. Al rato, prefirió cambiar de tema para que no se agobiaran. Los puso al día de su paso por la provincia de Cádiz y de su larga estancia en Marruecos. Antes de que le preguntaran, les mostró las consecuencias para su dedo meñique de su accidente en la carpintería. Se entretuvo en hablarles de las nuevas amistades que había hecho y cómo le habían ayudado. Notó que no le prestaban demasiada atención, como si no les interesara demasiado o prefirieran ignorar dónde se hubiera escondido. Enseguida, regresaban obsesivamente al mismo asunto.

—Y…, ¿a dónde pué haberse marchado con la pequeña?

—No lo sé, padre. Cuando salí huyendo de Jaca, le puedo asegurar que ni yo mismo sabía hacia dónde me dirigía. Solo quería escapar. Así que…, cualquiera sabe.

—Según nos dijeron, el primer sitio al que acudió a buscarla la Guardia Civil fue a Fiscal, a casa de sus padres. Pero allí, no…

—Lo sé, madre. Me lo han contado. Además, no tendría sentido. Ella sabía que sería el primer lugar al que irían a buscarla y tampoco querría implicar a sus padres en su fuga.

—¿Y no tié a nadie más…?

—Que yo sepa…, salvo sus compañeras de trabajo en los servicios de la Comarca, que no creo que estuvieran demasiado dispuestas a prestarle ayuda, no sé de nadie a quién pudiera acudir. Tampoco sé si en estos meses puede haber conocido a alguien más que no sepamos. ¡En fin! Esperemos que la Guardia Civil, tarde o temprano, la pueda localizar y regrese Rocío.

—Sí…

—¡Bueno! Y por lo demás, ¿qué tal? Al final, padre ¿se salió con la suya y recogió el coche de la cooperativa?

—¡Pues claro! ¡Ya te lo dije! Nos hemos dao nuestros buenos paseos tu madre y yo, ¿verdad, Benedicta?

—Pues es que todavía no le veo yo a tu padre demasiado seguro…

—¡Anda ya, mujer! ¡Poco bien qu’hemos ido los dos!

—¡Tenga cuidado, padre! Que, después de tanto tiempo sin conducir, hay que ir poco a poco. No vaya a tener algún susto.

—¡Quiá! Si, además, en esta época del año casi no hay personal en la carretera. ¡Bueno! Salvo la veterinaria…, ¡que está to’l día de aquí p’allá!  

—¿La veterinaria? ¿Y qué ha sido de D. Jacinto? ¿Es que se ha marchado?

—¡Se jubiló ya el hombre! Y la nueva ha venido de Navarra. ¡Mú maja, Irene! Además, sabe un montón sobre vacas…, ¡más que D. Jacinto! ¡S’abía quedao fósil el hombre y…!

De repente, su padre se detuvo en sus comentarios sobre el veterinario y se golpeó la frente con la palma de la mano. Apresuradamente se levantó para abrir un cajón del mueble de la vajillería y sacar un fajo de papeles.

¡Ya se m’olvidaba! En tu ausencia, trajeron para ti este tocho de papeles del Juzgado. No entendí mú bien de qué se trataba….

Se los entregó y Ulises los examinó a la luz de la lámpara.

—¡Ah, ya!

—¿Qué es eso, hijo?

—Son… Madre, son los papeles… del divorcio. Parece que tuvieron que celebrar el juicio sin mí y el Juez no tuvo otra que aprobar lo que pedía ella. Aunque ahora con su fuga, no creo que sirvan para mucho.

—Viendo la calaña d’esa mujer…, me paece qu’estás mejor sin ella.

—Si usted lo dice, padre…

—Lo único que me hace duelo es por la pequeña…

 Observando el pesar que aquel asunto causaba a sus padres, cambió rápidamente de tema y lo dejó aparcado en el resto de sus conversaciones de aquella noche.

Acordándose de cuánto los había echado de menos, Ulises decidió quedarse a vivir de momento en Escún, hasta que averiguara qué quería hacer con su vida. Era lo menos que podía hacer por ellos con lo que habían soportado injustamente. Debió resultar muy duro escuchar esas aberrantes acusaciones de Alicia y conocer la huida desesperada de su hijo, pareciendo culpable ante el mundo de algo que sabían nunca había sucedido. En los días posteriores, vació el local de su antiguo negocio Jaca y devolvió las llaves. Pasó por la ferretería y el almacén a saldar alguna pequeña deuda y también se acercó al hostal Estanés a saludar a Doña Maruja que lo recibió con un sorprendente abrazo de su potente humanidad. Además, le guardaba primorosamente el móvil, los libros y algunas cosas que se vio obligado a abandonar con su huida. Habló por teléfono con su abogado larguirucho del turno de oficio quien le confirmó que había cerrado el expediente hacía meses. No había dejado otras cuentas pendientes. Así que, ocupó en la vieja casa su antigua habitación de soltero, recolocó sus escasas pertenencias y se centró en ayudar a su padre en la granja. Cuidó de que no les faltara forraje a las vacas, de mantener limpios los establos y del resto de obligaciones que conllevaba el ganado. No se olvidó de agasajar a su madre, alabando sus comidas y sacando a la luz todo el cariño atrasado.

Estuvo pensando en llevarles cualquier día a comer a Boltaña, pero recordó la última ocasión en que cometió ese error, unas semanas antes de huir a Marruecos. Había decidido invitarles por su cumpleaños al menú del Hotel Sobrarbe, donde celebraron la boda. Un conocido comentó que habían renovado la carta y le apeteció compartirlo con ellos. El restaurante estaba repleto de personal. Mientras esperaban para entrar al comedor, un niño regordete también aguardaba, de la mano de su padre. Al parecer, llevaban un buen rato. El hombre se acercó en varias ocasiones a la barra para preguntar por su mesa sin éxito. El niño se impacientaba cada vez más. Veinte minutos más tarde, el encargado se acercó hasta ellos. El pequeño, que lo observaba atentamente, se emocionó y compuso su mejor sonrisa. Creyó que por fin venían a recogerles para entrar. Pero aquel hombre únicamente les indicó que debían continuar en la antesala. En ese momento, el niño, totalmente frustrado, rompió a llorar sin hacer ruido, mientras boqueaba de manera entrecortada. Cada segundo de ese doloroso silencio parecía que recibiera un bofetón invisible que agitaba su cuerpo. Por su rostro resbalaban goterones de frustración. Un torrente de lágrimas sin alivio, ni contención posible. Con ese soponcio tremendo se marchó en dirección al baño, seguido por su padre que intentaba consolarlo como podía. Benedicta, que había asistido a toda la escena con gesto contrariado, se acercó discretamente al encargado y le habló unos instantes en voz baja y cortante. Aquel hombre no osó rechistarle y asentía como un militar disciplinado. El chico regresó más calmado del servicio de la mano de su padre e inmediatamente los hicieron pasar, agregando unas disculpas fingidas por la espera. Cuando por fin les permitieron entrar a ellos, se acomodaron lejos de aquel niño tan sensible. Les entregaron las cartas del menú y, poco después, el maître tomó nota de su comanda. Un camarero se acercó para ofrecerles una multitud de variedades de pan. Había de semillas, integrales, de pepitas de calabaza, de pasas, de todos los géneros imaginables. En primer lugar, se acercó a su madre con la cesta surtida. Pero ella, sin girar la cabeza y sin mirarle, le propinó un gesto con la mano ahuyentándolo. Solo pronunció unas palabras con frialdad cortante: «llévese todo ese pan congelado y haga el favor de traer un pan bueno». Acostumbrada al que amasaba a diario la señora Jordana en el horno de Escún, no estaba dispuesta a soportar los nuevos panes de masa congelada que habían invadido el país. Aquel día, Ulises tomó nota mental de no regresar más a restaurantes con sus padres y celebrar las efemérides en la granja.

Así que los días transcurrían con sosiego, entre su faena con el ganado y tranquilas lecturas. Solo enturbiado por la añoranza constante de Rocío y a la espera de que en cualquier momento le pudieran avisar de que la habían localizado. Una tarde, cuando solo hacía tres semanas de su vuelta, terminó de limpiar el establo y, cansado de la jornada, se acercó hasta la casa. Sus padres habían salido a dar un paseo con el coche nuevo. Delante del porche, encendió un cigarrillo. Se entretuvo unos minutos contemplando la fachada. Llevaba toda su vida contemplando aquel pórtico y hasta ese momento no había valorado lo bello y original que lucía. Esos muros de piedra tenían una hermosura singular, distinta a la de otras casas del pueblo y de los alrededores. En aquel momento le vino la idea. Como un fogonazo de luz. Quizás fuera debido a la perspectiva que le había dado su paso por Andalucía y Marruecos, pero le dio la impresión de que su casa, en aquel entorno donde se encontraba, resultaba merecedora de que otras personas se recrearan con ella. A buen seguro, habría gente de ciudad deseosa de disfrutar con su belleza y saborear el encanto de la vida en una granja, al menos durante unos días. Nunca olvidaría los pensamientos de aquella mañana, porque en ese preciso instante sonó su móvil y vio en la pantalla un número desconocido, compuesto por una sucesión interminable de dígitos.

¿Dígame…?

—…

—Sí, soy yo.

—…

—¿Cómo dice?

—…

—Pero, ¿dónde están?

Al igual que si sufriera un ataque de locura, su cuerpo se estremeció y comenzó a temblar como una hoja. Colgó la llamada, tiró el cigarrillo al suelo, buscó en sus bolsillos la llave de la furgoneta, la arrancó y salió derrapando de la granja. El trayecto por carretera, tan familiar hasta ese momento, le resultó desconocido e interminable. Intentó vaciar su mente de cualquier idea oscura y eso le permitió recuperar en parte la cordura. Cuando llegó al hospital de Jaca, no buscó sitio para aparcar, sino que abandonó el vehículo delante de urgencias, dejando abierta de par en par la puerta del conductor. A la carrera, atravesó el recibidor y se dirigió directamente al mostrador. A partir de ese instante, todo resultó distinto en su vida, como no podía imaginar tan solo una hora antes. Nada volvió a ser igual. Avisaron al médico que se acercó enseguida por el pasillo. Se trataba de un hombre alto y grueso, escaso de cabello y con gafas finas y transparentes. En ese momento le pareció algo más joven que su padre y también con el rostro menos gastado, gracias a una vida a cubierto de la intemperie. Vestía totalmente de verde y caminaba muy despacio, como si rehusara, en el fondo, llegar al final de ese corto espacio que les separaba. Se presentó como el doctor Ciprés y le comunicó la triste noticia con consternación y cierto cansancio. Parecía sincero. Como consecuencia del accidente de tráfico, ambos habían llegado inconscientes y con un fino hilo de vida. El equipo de reanimación había hecho todo lo posible en el quirófano: monitorización, cirugía vascular y hasta varias transfusiones de sangre…, pero no fue suficiente. Treinta minutos después de ingresar, sus padres habían fallecido con intervalo de unos segundos. El vehículo se había salido, por sí solo, en una curva de la carretera de Arcusa, cayendo en vertical por un cortado. Parecía un milagro que todavía mantuvieran alguna constante activa cuando llegaron las ambulancias. Por último, le comentó con cierta empatía que cualquier cosa en la que pudiera ayudar, solo tenía que decirlo.

A su mente, vinieron, como fogonazos, recuerdos e imágenes de la infancia que creía olvidadas en el tiempo. Aquel pequeño ternero que no sobrevivió al parto y que, con solo seis años, ayudó a padre a recoger del suelo del establo —como el propio Ulises, había venido cruzado en el vientre de la madre y D. Jacinto no consiguió darle la vuelta a tiempo—. El olor del heno recién segado en la era familiar, a mediados del verano, cuando le acercaba el almuerzo que había preparado madre. También la podía ver a ella recogiendo la ropa en el tendedor, con la piel dorada por los reflejos del sol que asomaba entre las sábanas y sonriendo a su pequeño. Y algunas otras escenas menos enternecedoras, persiguiéndole con el palo de la escoba para castigarle, como aquella ocasión en la que estuvo a punto de prender fuego a la casa. Uno de sus autores favoritos de la infancia era Emilio Salgari y, con doce años, sus personajes de los Tigres de Mompracén desembarcaban a menudo en el Pirineo desde la exótica Malasia. Un día, decidió que necesitaba dar realismo a esas aventuras y no se le ocurrió mejor idea que fabricar pólvora artesana para recrear los combates artilleros de los piratas. Ayudado por Alberto, su compañero de pupitre, hurtó del laboratorio del Instituto nitrato de potasio y azufre. Para el carbón no tuvo problema de suministro porque en la leñera de casa se acumulaban varios sacos. Esa tarde, a la hora de la siesta de su padre, trituró los ingredientes con el almirez de la cocina y, creyendo que nadie se enteraría, acercó la cerilla a la mezcla, envuelta en un cucurucho de papel, dentro de la chimenea del salón. Pero el experimento se le fue de las manos. Las chispas volaron incontroladas por la estancia, amenazando con prender fuego a toda la casa. La humareda era espectacular. No le quedó otra que salir gritando a pedir ayuda y su madre que acudió enseguida, cuando consiguió solucionar su fracaso, arremetió contra él blandiendo la escoba. Se vio forzado a escapar y a desaparecer varias horas en los prados. Durante años estuvieron riendo en familia con aquella ocurrencia suya. Para Ulises, resultó abrumador revivir su infancia en aquellas imágenes, conociendo que sus padres no regresarían de su paseo en aquel fúnebre coche.

Durante los primeros días, uno tras otro, los recuerdos se presentaban violentamente en su mente desde primera hora y bloqueaban cualquier muestra de duelo por la pérdida. Ante los demás, aparentó rehacerse, pero que hubieran marchado los dos al mismo tiempo, era más de lo que podía asimilar. Aguantó, mientras se celebraban los funerales, la inhumación y atendía en casa al desfile interminable de familiares y amigos. Todo Escún pasó por allí. Desde Carmelo, el alcalde, hasta los últimos recién llegados al pueblo. A la mayoría de la gente la conocía desde niño, pero otros le resultaban unos completos desconocidos.

—Mi más sentido pésame.

—¡Gracias!

—Nuestro más sentido pésame, hijo.

—Gracias, señora Jordana.

—Soy Juanito, ya sabes…, el taxista de Almacilla. No nos conocíamos, pero lo siento mucho.

—¡Ah! Muchas gracias.

Apareció de los últimos su amigo de infancia, Alberto, con el que casi no había alternado durante sus años de casado en Jaca. Se fundieron en un abrazo. Sobraban las palabras entre ellos. Se miraron con ojos húmedos y un esbozo de sonrisa amarga en la boca.  Cuando por fin concluyeron las tediosas visitas, un vacío estridente se apoderó de la casa. Parecía que hubiera caído sobre el tejado una de aquellas bombas de neutrones que estudiaron de niños en el Instituto. Ese obús mortífero había eliminado cualquier atisbo de vida en el interior de aquellos muros y dejado en pie solo la piedra y la madera que lloraban en silencio por la pérdida repentina. Él mismo se descubrió también completamente vacío, como si un bisturí de cirujano le hubiera extirpado las entrañas. Le vino a la mente su optimismo y alegría cuando unas semanas antes regresaba desde Marruecos. Ese recuerdo reciente agrandó aún más la hendidura que sentía donde siempre había tenido un estómago. Desde ese instante, su existencia parecía que dejaba de tener sentido alguno. Fueron días largos y extenuados, de una languidez monótona. Eternos. Incapaz de cualquier actividad, se desentendió de todo, hasta del día a día de las vacas de la granja. Cada mañana y cada tarde, las oía mugir a lo lejos, exigiendo que las alimentaran, limpiaran y sacaran a pasear. A pesar de que ya no se trataba de lecheras, sino de reses de carne y apenas requerían cuidados, no encontraba las fuerzas para acercarse a atenderlas. Cinco días después del accidente, encontró sobre la silla del salón una de las viejas revistas de cotilleo de su madre. La cogió y, sin mirar nada en particular, la hojeó unos instantes. En ese momento, su recuerdo le alcanzó como un disparo. Se derrumbó en la cadiera de la sala, desconsolado y aturdido por una tempestad de lágrimas. Durante horas, no pudo hacer otra cosa que sollozar desconsoladamente. Parecía que aquel diluvio universal, aquel torrente de dolor no iba a cesar nunca. Cuando de madrugada sus ojos se secaron, solo entonces, comenzó para Ulises el auténtico duelo por la muerte de sus padres.

 

 

 


 

 

 

 

ALBERTO Y MATEO

 

Después de su despiadado divorcio, del accidente mortal de sus padres y, sobre todo, de la desaparición de Alicia con su hija, mantenía dentro de sí una cierta sensación de fracaso personal. Tampoco es que se conformara con esperar pasivamente el regreso de la pequeña. Cada tres o cuatro semanas daba una vuelta por el destacamento de la Benemérita en Jaca. Se presentaba sin previo aviso en el despacho del sargento Lavilla y le solicitaba información sobre cualquier novedad que se hubiera producido. Aunque conocía la respuesta de antemano. El veterano guardia civil comprendía su desconsuelo y lo atendía con paciencia. A pesar de su confianza en que tarde o temprano las encontrarían a las dos, Ulises se daba cuenta de que el tiempo transcurría sin la más mínima noticia. Es cierto que, con la ilusión por las obras en la casa de Escún, al menos, vislumbraba una posibilidad para rehacer su vida. La reforma del edificio principal que, hacía más de cincuenta años, había efectuado su abuelo para adaptarla al siglo veinte resultó importante, pero no tan decisiva como la auténtica transformación que él mismo llevaría a cabo durante los dos inviernos posteriores. Con su esfuerzo y muy poca ayuda intentaba sacar adelante la fisonomía de las nuevas habitaciones, cada una de ellas con baño privado. Aunque, sobre todo, el mayor desgaste lo sufría con la ascensión a una montaña interminable de impresos, tasas, planos, inspecciones y permisos oficiales. Parecían un mal sueño los kilómetros recorridos en plena ventisca, o bajo un monumental aguacero, yendo y viniendo a Aínsa o, en muchas ocasiones, bajando hasta Huesca para solucionar cualquier inconveniente burocrático. A estas alturas ya había arrinconado en su memoria la quemazón de las primeras ampollas en sus manos, tras golpear violentamente paredes y muros con el mazo. O cargando cientos de paladas con las que rellenar de escombros la infinita fila de sacos, mientras el polvo se depositaba sobre su cabeza como en miércoles de ceniza. En todo caso, su labor no afectó al espléndido aspecto exterior del edificio que mantuvo inalterado por íntima convicción y como homenaje a la casa que le vio nacer. Por supuesto que no olvidó incluir, en la zona privada, una habitación infantil para Rocío, decorada a su gusto infantil que conocía perfectamente. Ignoraba cuándo podría regresar, pero no estaba dispuesto a renunciar a esa posibilidad. Toda esa tunda de derroche físico y de estrés burocrático alivió en parte su nostalgia. Los acontecimientos vividos habían marcado su futuro de una manera que no podía imaginar cuando tomó la decisión de separarse de Alicia. Todavía despertaba alguna noche empapado de sudor y con un sentimiento de pánico producido por las pesadillas. Con Rocío de la mano, se precipitaban al vacío desde la cornisa de una montaña desconocida, sin posibilidad de sobrevivir a la caída, al igual que en el accidente de tráfico de sus padres. Pero en los últimos tiempos, absorto en las obras y la tramitación de los permisos para reconvertir su vivienda en Casa Laguarta, el desasosiego que le acompañaba durante el día se había reducido al mínimo y el terror nocturno cada vez aparecía en menos ocasiones. Era consciente de que había tomado una nueva senda en el itinerario de su vida. Y en esa nueva senda, le estaba acompañando, como fiel amigo, su compañero de pupitre en el colegio de Boltaña.

Para Adela, la madre de Alberto, el embarazo fue muy complicado. Primeriza en esas labores, sobrevivió a duras penas al parto de su hijo en el hospital de Jaca; y solo después de una intervención quirúrgica a vida o muerte. De manera que no pudo tener más descendencia. A partir de entonces, Alberto recibió todas las atenciones de sus padres que constantemente le colmaban de caprichos. Cuando acudió a la escuela y conoció a Ulises, como él sin la compañía de hermanos, enseguida hicieron buenas migas. Nunca destacó entre los demás alumnos por sus conocimientos; más de una vez, su amigo le prestó el cuaderno con los resultados de los problemas que el maestro había dictado el día anterior. Prefería entretenerse por las tardes con los animales de la granja de su padre que desgastar su mollera con aquellas cuestiones sobre qué tren llegaría antes a la estación, si los dos salían al mismo tiempo. Así que, cuando dejó de estudiar, a los catorce años, nadie cuestionó su decisión. Comenzó a aceptar trabajos esporádicos en las granjas de los alrededores y más adelante le aceptaron de aprendiz en una de las dos carpinterías de Boltaña, donde llegó a oficial de primera después de varios inviernos.

Manuel, el único hermano de su madre, vivía en Madrid, estaba casado y tenía dos hijos, Luis y Ángel. A principios de los ochenta, Manuel murió allí de un cáncer de páncreas cuando los chicos se encontraban en plena adolescencia. La madre quiso que sus hijos continuaran visitando el Sobrarbe y durante los veranos seguían acudiendo. Se alojaban en casa de la tía Adela, como hermanos mayores adoptados de su primito Alberto, todavía un niño. Con el paso del tiempo, Luis se marchó a trabajar a Estados Unidos y perdieron el contacto. Ángel llegó a ser piloto del ejército y estuvo destinado en Getafe, hasta que le sobrevino un infarto y lo jubilaron por anticipado con cuarenta y dos años. Se había casado muy joven con Carmen, una abogada laboralista y tenido solo un hijo, Mateo. Cuando el chico cumplió dieciséis, al final de un verano en el Pirineo, informó a sus padres que no volvía a Madrid y se quedaba a estudiar en el Instituto de Boltaña. Como la abuela de Mateo estaba por entonces en una residencia para mayores de Aínsa y a Ángel ya lo habían jubilado, decidieron que Carmen regresara a Madrid y que él pasaría largas temporadas con el chico. Alquilaron una casa en el mismo Boltaña, pero constantemente se acercaban a la de tía Adela para ir de pesca con su primo.

Al regresar Ulises al pueblo y perder de golpe a sus padres y a su hija, Alberto retomó su compañía con habitualidad. No dejó de lado las visitas a Ángel y a su sobrino Mateo…, o, al menos, eso comentaba cuando desaparecía sin muchas explicaciones. Como siempre fue un admirador de Alicia, todavía reprochaba a su amigo que hubiera dejado escapar a una mujer así. Aunque la amistad entre los dos, afirmaba, estaba por encima de sus errores. Unos meses antes del accidente mortal de Aurelio y Benedicta, Alberto se había trasladado a vivir a una casona de su familia que permanecía medio abandonada en la aldea de Alieto y desde la que bajaba cada día a su trabajo en la carpintería de Boltaña. Se trataba de una villa deshabitada, donde solo residían algunos hippies y situada en lo alto de la revirada carretera que descendía desde la cara noroccidental de la Sierra de Guara hasta la nacional, a casi una hora en coche desde Escún. A su amigo no le había invitado todavía a visitarla porque decía que aquello no reunía condiciones. Al parecer, el agua caliente escaseaba, la cocina todavía era de leña y, en invierno, la única calefacción era el propio hogar.  El transcurso de las obras en Casa Laguarta les impidió citarse de continuo, pero muchos fines de semana los dos amigos de la niñez tomaban alguna cerveza en el Garrison´s, de Boltaña, o en Aínsa donde siempre había más público. Incluso, con el paso de los meses, Alberto le arrastró alguna vez a tomar copas a Jaca. Durante el invierno hervía de esquiadores y turistas que abarrotaban hoteles, restaurantes y bares. Rodeado de esa multitud, su presencia en su antigua ciudad de residencia, pasaba inadvertida como le apetecía. Hacía poco más de un año que había regresado a Escún y aquella tarde del último fin de semana de abril se encontraban juntos en el Garrison´s. Tomaron un par de cervezas y después de echar un vistazo al juego en la mesa de billar, lanzar unos dardos y charlar a ratos con la nueva camarera que daba besos y sonreía a todos como un político en campaña, se sentaron con aire cansado en una mesa del fondo.

—¡Chico, qué coñazo! En este garito hay siempre la misma gente…

—¡Joder…, es lo que te digo siempre: nos han hecho creer que esto es como Jaca y ni por asomo! Jaca es Jaca…, y Boltaña es…, ¡otra cosa!

—¡Ya…! No te digo que no tengas razón, pero pa mí que se pone de acuerdo la gente pa salir siempre los mismos y las mismas…

—Va a ser eso…

—¡Oye, Ulises! ¿No t’apetece hacer algo distinto?

—¿Distinto…? ¿Cómo qué…?

—Ahora mismo nos marchamos de este muermazo de sitio… ¡nos vamos al Napoleón!

—¡Coño! ¿Y eso qué es? ¿Otro garito?

—¡Sí…, y no! Es un poco diferente. ¡Ya lo verás!

Así que Alberto arrastró del brazo a su amigo para sacarlo de allí. Como siempre, su Ibiza rojo estaba aparcado frente a la puerta y Ulises se dejó llevar. Salieron en dirección a Fiscal y, solo medio kilómetro más tarde, se detenían a pie de carretera en la zona donde se separaba del río y recrecía el espacio abierto. El aparcamiento pertenecía a un establecimiento que lucía en vertical su nombre, Napoleón, rodeado de una orla de luces rojas con forma de corazón que parpadeaban intermitentemente.

El portero, vestido con traje oscuro, corbata y pinganillo en la oreja, los miró fijamente, pero no puso impedimento alguno a que entraran. Al abrir la puerta, la música tecno les magulló los oídos. Ulises siguió a su amigo hasta una gran sala con decoración de espejos y tenuemente iluminada con bombillas de colores, esparcidas aquí y allá. A la derecha, una larga barra de acero inoxidable con clientes solitarios apoyados sobre taburetes altos. Al otro lado, tres o cuatro mesas bajas rodeadas por unos cuantos sofás de color granate, ocupados por hombres maduros que bebían alegremente y rondaban a varias chicas jóvenes ataviadas con faldas cortas o shorts. Algunas de ellas, sobre sus rodillas. Al fondo y en completa penumbra, un minúsculo escenario con una pértiga metálica en medio. El humo acumulado le irritaba los ojos. Se sintió un poco incómodo, no por ese humo, sino por el ambiente grosero que se adivinaba alrededor de aquellos clientes pegajosos, un ambiente que no conocía.

Su amigo le cogió del brazo y lo llevó hasta la camarera más cercana. La chica, de piel tostada, calzaba botas de tacón alto e iba apenas vestida con un top y un minúsculo pantaloncito corto. Llamaba la atención su pelo, teñido de rubio platino. Cuando les preguntó qué deseaban beber, confesó su origen brasileño. Dejó sus vodkas con limón sobre la barra y Alberto le pagó con un billete de veinte euros sin recibir ni un céntimo de cambio. Le gritó al oído, por encima de la música.

—¿Esto tan caro qué es? ¿Un puticlub?

—¡No! ¡Es un pip chou!

—¿O sea…?

—Ahora verás…

Poco después, se silenciaba la estridente música tecno y comenzó a sonar una melodía más insinuante. Un foco iluminó el pequeño escenario en el que irrumpió una atractiva joven de pelo largo, asegurado con una diadema cuajada de piedrecitas brillantes. Se movía sobre unos tacones de vértigo y vestía tan solo un biquini con lentejuelas. Los clientes de la barra se giraron en su dirección. La chica comenzó a moverse acompasadamente, mientras alternaba ejercicios sobre la pértiga metálica con posiciones cada vez más provocativas. Comenzaron a oírse algunos silbidos del público, enardecido por los movimientos de la chica. Después de varios minutos de contoneo, se desabrocho la parte superior del bikini que todavía mantuvo unos instantes, tapando y destapando su pecho al ritmo de la música. Por fin, lanzó la prenda al público cercano que la ovacionó y se dispuso horizontal al suelo componiendo la posición de bandera. Terminó su actuación apoyando las manos en el suelo y con una pirueta, impulsando los pies hasta la pértiga. Pudieron admirar sus senos de pezones perfectos, posiblemente operados. En su despedida, tronaron los aplausos y silbidos. Se apagó el foco y volvió la iluminación de colores apagados. La chica se acercó a recuperar el top entre las exclamaciones del grupo de clientes que lo había recogido.

—¿Qué t’a paecío…? ¡Ulises!

—¡Joder, no sé qué decirte…! Supongo que bien.

—¡Espectacular! ¿No…?

—Y entonces…, esa chica…

—Curra aquí, poniendo copas y alternando con los clientes; más o menos, cada media hora hay un pase…, y sale una nueva a bailar.

—¡Vale, vale! Lo pillo…

—¡Mira! Aquí viene…

La chica que había salido al escenario, ataviada con el biquini de lentejuelas, se acercó a ellos. Su acento evocaba países cercanos al antiguo telón de acero.

—¡Hola, guapo!

—¿Qué tal estás?

—¡Uf! Un poquito harrta de algunos clientes…, pero ess lo que hay. ¿Y quién ess tu acompañante?

—¡Ah, sí! Te presento a mi amigo Ulises. Ulises, esta es Verónica.

Le dio dos besos en la cara y un tercero con la yema de su índice en los labios.

Podrríais infitarr a una copa a una chica ssedienta

—¡Pero si acabamos de vernos! Aun no t’as sentao con nosotros y ya vienes pidiendo. ¡Hostia, cómo eres, Verónica…! Ven conmigo un rato por lo menos…

La chica, de manera sumisa, se colocó de espaldas a Alberto que la abrazó por detrás y comenzó a sobarla y a besarle el cuello.

—¡Uy! ¡Ya feo quién está máss caliente que la calefassión

—Si es que me tiés loco…

—Pues fen un rato conmigo a darrme un poquito de lo que tú ya sabess y apagarremoss el fuego…

—¡Lo que tú mandes!

Le dio una sonora palmada en las nalgas a Verónica que no se molestó, sino que le cogió de la mano y se lo llevó hacia el fondo. Con un gesto, Alberto le indicó que esperara allí. Veinte minutos después, su amigo no había regresado. Comenzaba a impacientarse, cuando lo vio volver desde el fondo de la sala. Algo en su manera de andar y en su mirada opaca le resultó desconcertante. Parecía que hubiera tomado una copa de más. Su forma de hablar, en cambio, era la de siempre.

—¿Qué tal, amigo?

—Pero entonces…, ¿te has tomado unas copas…, o te lo has montado con Verónica?

—Bueno, ha sido un trabajo de aquí te pillo, aquí te mato, porque el reservao no da más de sí, pero ¡no t’ imaginas cómo está esa tía!

—¡Joder! Tal y como la has tratado…, yo pensaba…, ¡que te iba a mandar a la mierda!

—¡Pero si es al revés! A estas tías lo que les va es la marcha…, y como vayas de blando con ellas, lo huelen…, ¡y ya te pués despedir! ¡T’ordeñan como a una vaca y te lo sacan tó!

—No sé…

—¡Hostia, hazme caso! Había un conocido d’un amigo mío que se encaprichó con una…, y viene a resultar que, cuando acabó con él, la muy cabrona l’abía sacao hasta el último céntimo. ¡No le dejó ni pa pipas!

—Y tú, ¿cuándo has aprendido tanto de estos garitos?

Alberto, apoyado en la barra, le miró de reojo con sus ojos empañados. Finalmente, compuso una expresión de picardía, mientras daba un sorbo a su copa.

—¿Sabes mi primo Ángel, el de Madrid?

—¿Tu primo? ¡Claro!

—Pues es un puñetero profesional d’estos ambientes. Como estuvo en el ejército, allí se fogueaban con tó tipo de mujeres y conoce muy bien este mundillo. Él fue quien me llevó la primera vez, cuando tú t’abías marchao a Jaca. Y desde entonces, cuando me pica el gusanillo…

—¡Vale, vale…! No hace falta que entres en detalles…

—¡Joder, Ulises! No sabía yo qu’eras tan tiquismiquis pa estos asuntos.

—¡No! Si me parece muy bien, pero…

—Pero, ¿qué?

—¡Coño! ¡Pues que me pillas de nuevas! Ten en cuenta que no había estado nunca en un garito de estos, y que vengo de estar casado más de tres años y además con una hija pequeña…, ¡y claro! Este mundillo, pues no creas tú…

—Que te resulta cutre, ¿no? Que tu amigo de toa la vida se busque la vida como puede con las titis…, aunque sean putas, no te paece bien.

—¡Cojones, no es eso, Alberto! ¡Que no me parece ni bien, ni mal! ¡Nunca se me ocurriría juzgarte, te lo juro! Es que aún lo estoy procesando…, ¡eso es todo!

—¡Vale, vale! T’entiendo. M’imagino qu’es la sorpresa.

—¡Eso es!

Se observaron en silencio, ahora con una sonrisa.

—¡Hombre! ¡Mira quién ha venido también a ver a las titis!

 Con las manos en los bolsillos de los vaqueros, acababa de aparecer por la puerta su sobrino Mateo. En cuanto los reconoció, se acercó rápidamente a ellos.

—¿Qué tal, tío Alberto?

—¡Me cagüen la puta! Te tengo dicho que no me llames tío…, ¡que solo Alberto! ¡Que m’aces más viejuno de lo que soy! Dame un beso, zagal, ¡anda!

—¡Hola, Ulises!

—¿Qué tal, chaval? ¿Cómo te va? ¿Sigues trabajando en Yesa?

—¡No…! Eran muchas horas y demasiados viajes. Y encima la novia se me quejaba…, así que lo dejé hace unos meses.

—Y entonces…, ¿qué haces ahora?

—Pues…

—El chico está tomando aire, ¿sabes?

—¡Ah! ¿Aire?

—¡Sí! Está…, tomando aire pa ver qué le conviene más, si trabajar pa otros… ¡o pa él!

—¿Y eso? No sé si te entiendo.

—¡Da igual! De todos modos, yo t’iba a proponer ahora qu´a venío el Mateo… ¡meternos un poco más de marcha!

—¿Más marcha? ¿A qué te refieres?

Luego de varios intentos y sus correspondientes disgustos familiares, como había hecho antes su tío Alberto, finalmente Mateo dejó colgados los estudios al cumplir los diecisiete. Sorprendió a la familia, sobre todo a su padre, cuando unos meses después se echó una novia quince años mayor que él. Se fueron a vivir juntos a Fiscal. Ella tenía la vida solucionada porque había heredado de sus padres un hotel en la Costa Brava que le permitía vivir sin trabajar. La pareja lo pasaba en grande, saliendo de juerga todas las noches. Sus padres, viendo en aquella relación una mala influencia sobre su hijo no la admitieron, ni en su casa de Boltaña, ni en la de Getafe. Cuando se producía algún evento familiar, el chico nunca acudía con ella que, por otra parte, tampoco demostraba demasiado interés en acompañarle. Después de muchos meses de relación, asistieron por primera vez juntos a la boda de una prima lejana de Siétamo. Fue un desastre. La joven se comportó como si los repudiara a todos y ninguno estuviera a su nivel. Hizo gala de una altivez impropia de la reunión familiar. Terminaron marchándose los primeros de la fiesta. Un día, aparecieron los dos por la casa de su padre en Boltaña. Después de la visita, salieron a dar una vuelta por el pueblo. Cuando ella observó que su novio saludaba con cariño a varias amigas o conocidas de la infancia, lo dejó plantado. Se marchó con el coche. No era la primera vez; constantemente le montaba peloteras por nimiedades. Cuando cumplió los veinte años y dos de relación, Mateo entró a trabajar en la empresa de seguridad que vigilaba las obras de recrecimiento del pantano de Yesa. Debía madrugar mucho por la distancia a su nuevo trabajo, pero necesitaba obtener algún dinero que no procediera de su novia. A las pocas semanas, terminó definitivamente con ella, después de una bronca a gritos y empujones entre los dos que por poco acaba en el cuartelillo. Enseguida se echó otra novia. La chica, esta vez de su edad, era un encanto y le acompañaba sin problema a casa de su padre o a la de su tío Alberto. También a las fiestas del pueblo o a las que se celebraban en los alrededores.

La noche que salieron los tres juntos del Napoleón, Alberto conducía su Ibiza rojo, aunque de manera diferente a la que acostumbraba. Ulises, sentado a su lado, casi no lo reconocía. Contemplaba extrañado cómo apuraba las marchas hasta que el motor rugía, cargado de revoluciones, y cómo en las curvas apenas frenaba. Tomaba una trazada casi recta. Los mediocres focos del vehículo no alumbraban lo suficiente para circular a esa velocidad y, sin embargo, su amigo no aminoraba la marcha, absolutamente confiado en su pericia. Desde que había regresado a la barra tras desahogarse en el reservado con la tal Verónica, parecía distinto, como si hubiera adquirido en unos minutos una completa seguridad en sí mismo que habitualmente no poseía. Prefirió no preguntar a dónde se dirigían los tres. Esperaba que, cuando llegara el momento, su amigo hablaría. En un minuto, habían alcanzado Boltaña y reducido la velocidad, pero, en lugar de buscar aparcamiento como esperaba, continuó adelante por la general, sin detenerse y acelerando todavía más que antes. Comenzó a pensar si se encontraba más alterado de lo que aparentaba y quizás no se había dado cuenta. Miró discretamente a Mateo, cómodamente tumbado en el asiento de detrás, pero a través de la penumbra no pudo sacar tampoco ninguna conclusión. Se preparó para formular la pregunta, aparentando una espontaneidad que no sentía.

—Y entonces…, ¿dónde vamos?

—Ahora verás.

Alberto le había respondido sin ningún asomo de duda, como si fuera la cosa más natural del mundo que hubieran dejado atrás Boltaña y circularan los tres a solas por la carretera a esas horas. Unos kilómetros más adelante y cinco minutos de silencio después contemplaban el cartel de entrada a Aínsa. El Ibiza aminoró su marcha. Dejaron a un lado el casco antiguo en lo alto, giraron a la derecha para atravesar el puente sobre el río Ara y finalmente aparcaron detrás de la calle principal, junto al Instituto.

Cuando salieron del coche y cerró con llave, lo notó pensativo, quizás buscando la manera de explicar a su amigo de la infancia este pequeño viaje de los tres a ninguna parte y en mitad de la noche. No supo a ciencia cierta de dónde surgió aquel individuo. Apareció de repente en la esquina contraria a la suya como una sombra, desde la oscuridad. Se cubría la cabeza con la capucha de la sudadera y no permitía distinguir su rostro. Cuando habló desde la distancia, su voz sonó ronca.

—¡Alberto!

—¡Sí!

—¿Vienes?

—¡Sí, sí! Esperadme aquí. Ahora vuelvo.

Desaparecieron los dos y Ulises se quedó a solas con Mateo que, apoyado en el capó colorado del coche, no parecía sorprendido por la desaparición de su tío Alberto. Desechó de su cabeza una idea absurda que le había asaltado: en aquel momento creyó que la voz del desconocido le había resultado familiar.

—¿Suele hacer esto a menudo?

—A veces.

—Ya. Y ese…, ¿quién era?

—Un… conocido.

Cansado de la parquedad de información por parte del chico, prefirió esperar el regreso de su amigo para aclarar la situación. Encendió un cigarrillo y se apoltronó también en el vehículo. Unos minutos más tarde, las sombras de la calle expulsaron a Alberto hacia ellos. Regresaba satisfecho, como cuando de niños el maestro le felicitaba por acertar la respuesta a algún problema. Tampoco le dio explicaciones en ese momento y, conociendo su carácter, prefirió no presionarle. Subieron al vehículo y regresaron en silencio a Boltaña. Aparcó delante del Garrison’s que estaba a punto de cerrar. Con un gesto discreto, indicó algo a Mateo. Se despidió de ellos, sin entrar, con la excusa de que tenía sueño. Pidieron sus cervezas en la barra y Alberto le pidió que le siguiera a los servicios. Sin decir esta boca es mía, cuando entraron, echó el cerrojo a la puerta del baño. El suelo estaba mojado y sucio y apestaba a meados. Era evidente que los usuarios no habían acertado demasiado en los urinarios de pared. Su amigo, sonriendo, sacó del bolsillo de la cazadora una papelina. Contenía un polvo blanco, fino como la harina. En la encimera de los lavabos, extendió una pequeña cantidad sobre el dorso de su cartera y usando una tarjeta de crédito formó dos líneas paralelas. Con un billete de diez euros compuso un canutillo y se lo acercó. Ulises no hizo ademán de recogerlo. Lo miró con seriedad.

—¿Y esto?

—¡No me vas a negar una rayita de farlopa!

—A esto es a lo que le llamas meterse más marcha…

—¡Joder, no se pué ser más aguafiestas! ¡De verdad que, a estas alturas, no m’imaginaba que fueras tan pasmao!

—Así que para esto hemos ido hasta Aínsa, ¿no?

—Ya ves…

Mientras le hablaba, acercó la cara a la encimera. Colocó el canutillo en su nariz y, una detrás de otra, esnifó las rayas de cocaína con satisfacción. Sus ojos brillaban. Sorbió varias veces seguidas aire por la nariz para despejarse. Con su mirada turbia le observaba con gesto de superioridad, como si hubiera comprendido que su amigo no estaba a la altura requerida, mientras que él conocía los secretos de la vida.

—Y ese a quien hemos ido a visitar, ¿quién era? ¿Tu camello?

—Bueno…, algo más. Ya te lo explicaré otro día.

—O sea que hay más… Pero, ¿es que estás loco? ¡Cómo coño se te ocurre meter al chico en toda esta mierda! ¿Es que no te das cuenta?

—¿Mateo? ¡Ya es adulto y sabe lo que quiere!

—¡Tu sobrino te sigue solo porque eres su tío! ¡No se imagina lo que hay detrás de todo esto…, las consecuencias…, los riesgos!

—¡Pues si eso es parte de la gracia! Si fuera más fácil sería un coñazo, ¿no te paece?

Lo miró sin saber qué contestar. En ese momento, comenzaron a aporrear la puerta. Alguien necesitaba usar el servicio. Alberto recogió los bártulos y tuvieron que salir de allí pidiendo disculpas. Apuraron sus cervezas en la barra sin decir palabra y, a la puerta del Garrison’s, se despidieron con cierta frialdad.

Durante varias semanas no volvieron a encontrarse. Alberto, decepcionado seguramente con la actitud de su amigo que, al parecer, le resultaba pazguata. Y Ulises, sin capacidad para asimilar que su compañero de pupitre de la escuela se había convertido con el paso de los años en una especie de yonqui, o traficante, o en ambas cosas. Continuó con las obras en la granja, soldando tubos, revocando paredes y lijando puertas. Rellenó y estampó su firma en decenas de impresos, hasta que le dolió la mano. Se reunió durante horas en el despacho de los arquitectos que habían preparado los planos, intentando suavizar los costes de la obra en sus múltiples detalles. Su proyecto de casa rural avanzaba paso a paso y la experiencia profesional que había acumulado en los últimos diez años le ayudaba en su empeño.

Un mes después de su tropiezo con Alberto, éste le llamó al móvil y su tono parecía el de siempre. Le habló como si se hubieran visto la tarde anterior. Se citaron al final del día para tomar una cerveza en el Boira de Jaca. Llegó el primero y se sentó en la barra. Pidió un botellín. A su mente venían las imágenes de ese último encuentro en el Garrison’s, con su amigo esnifando aquellas rayas níveas con avidez, como si tratara de alimentar su cuerpo después de un prolongado ayuno. Resultaba complicado apartar a un lado esa visión tan sombría, pero necesitaba recuperar sensaciones. Unos minutos después, apareció Alberto y se aproximó a la barra. Acudió a la cita con la misma sonrisa inocente de cuando niños y su mayor trastada era colgarle una lata del rabo al gato blanquinegro de la señora Venancia. Era la dueña del colmado de detrás del colegio y donde se aprovisionaban de sidral y regalices. Tenía mal carácter y no los trataba demasiado bien, así que se vengaban con el pobre gato que tampoco se hacía querer.  Lo primero que reclamó su amigo a la camarera resoplando fue una cerveza.

—¿Qué tal?

—Ya ves…

—¡Uf! ¡Necesitaba una birra!

—¿Y eso?

—Ná…, que h’estao currando a tope en la casa y llevo un reseco brutal.

—Oye, Alberto, sobre lo del otro día…

—¿El qué…?

—¡Ya sabes, joder! Lo de las rayas y eso…

—¡Bah! ¡Ni caso! Ya está olvidao.

—Ya, pero no me gustaría…

—¡Que t’olvides!  No te preocupes que ya sé que eres un poco lentorro y te cuesta…

—¡Oye, que yo no soy corto!

—¡Ja, ja, ja! Que te cuesta enterarte…, ¡que t’a pasao siempre!

—¡De eso nada! Lo que pasa es que yo, sobre todo, lo sentía por el que estaba aporreando la puerta para cagar y no podía entrar…

¡Ja, ja, ja!

Bromearon sobre lo ocurrido durante unos minutos, quitando hierro a aquel roce entre los dos, mientras daban largos tragos a sus botellines.

—Por cierto, cualquier día que necesites ayuda para lo que estés arreglando de la casa, ya sabes que puedes contar conmigo. Con todo lo que he aprendido en estos años, te podría echar una buena mano…

—¡Bah! ¡No es pa tanto! Ya tiés bastante con lo tuyo. Además, me manejo mú bien a mi marcha y así me lo voy currando poco a poco.

—Ya, pero…

De repente, Alberto que se había girado hacia fuera, se irguió mirando fijamente en dirección a la puerta. Un joven con sudadera oscura, pelo revuelto y necesitado de un afeitado había entrado al bar y se dirigió hacia ellos.

—¡Mira, Ulises! ¡Qué cojonudo! Te voy a presentar a un amigo mío que no conoces.

—¿Quién…?

—Este es mi amigo de Barcelona…

Ulises se dio la vuelta sonriente y se encontró frente al nuevo amigo de Alberto. Era Orlando, el extrovertido ingeniero gaditano que había conocido en compañía de Macarena durante su huida de Jaca.

—¡Hostia! Así que eras tú el amigo de Alberto que siempre menciona.

—Orlando…

—Pero, ¿es que ya conoces a Ulises?

—¡No sabía cómo se llamaba! Nos encontramos en mi tierra una noche por casualidad, tomando una copa… Por cierto, que yo estaba colgao aquella noche, pero él iba bien acompañado con una piva de bandera, ¿verdad, Ulises?

—…

—¿T’as quedao mudo, amigo?

—Será la sorpresa de encontrarnos ahora de repente…

Sí…

Sonreía y asentía sin poder contestar con coherencia porque, al escucharle hablar delante de él, había comprendido por qué le resultó familiar la voz de la sombra que unas semanas atrás había proporcionado la cocaína a Alberto en Aínsa. Se trataba de la misma voz. El traficante que suministraba la droga a su amigo era Orlando, el simpático gaditano que vivía en Barcelona. El mismo que aseguraba que componía música al ordenador por las noches para que su padre disfrutara en la vejez de algunos momentos de felicidad. Todo un artista de la apariencia y el engaño. En ese primer reencuentro en el Boira de Jaca, intentó contemporizar con ellos, sin descubrir que había reconocido su voz de aquella excursión nocturna. Sonreía y asentía con la cabeza sin escuchar nada de lo que hablaban Alberto y él. Sus palabras sonaban opacas en sus oídos, como si se encontrara sumergido dentro del agua y ellos le hablaran desde fuera. Reverberaba el sonido y no las distinguía con claridad. Le rondaba en la cabeza lo que podía recordar de su conversación, dos años antes, en la terraza de Cádiz. En su memoria, se veía a sí mismo conversando con él, mientras apuraban sus gin-tónic, y el camello comentaba sus viajes a Jaca «por trabajo». Diez minutos más tarde, no fue capaz de continuar disimulando. Se sentía nervioso, agobiado y a disgusto. Fue al servicio y tuvo que arrojarse agua fría a la cara para recuperar el tono. Le costaba respirar. Dos minutos después, decidió regresar. Salió aparentando que hablaba por el móvil, fingiendo una llamada del fontanero que supuestamente se estaba acercando a repasar unos tubos en las obras de Casa Laguarta. Se despidió de Alberto como siempre y del simpático traficante con un escueto «nos vemos pronto». Caminando por la Avenida de Francia hacia la furgoneta se vio obligado a detenerse para inspirar aire con fuerza y llenar los pulmones que sentía estrujados. Después de unos instantes de hiper ventilación, consiguió recuperar una respiración sosegada. Era consciente del lío monumental en el que se había metido Alberto con su nueva afición por la coca. Podía imaginar la influencia que sobre él habría alcanzado un individuo tan camaleónico como Orlando. Además, suponía que su adicción le obligaría a traficar para poder sufragarla. Y, a buen seguro, había reclutado para el menudeo a su sobrino Mateo, sin tener en cuenta los riesgos que ello suponía para el chico.

En los días siguientes, esquivó las convocatorias de su amigo para citarse porque no tenía claro qué actitud debía adoptar. Tampoco tuvo que inventar demasiadas excusas porque, conforme se acercaba la parte final de las obras en la posada rural, su tiempo libre había menguado. Precisamente tuvo que acudir una mañana a Aínsa por algunos problemas que se presentaron con la tramitación de los permisos de su alojamiento. Dejó la furgoneta en el aparcamiento contiguo al castillo. Cuando terminó, se acercaba el mediodía y decidió que era un buen momento para hacer su pausa del almuerzo. Entró en la primera cafetería que encontró abierta en los soportales medievales. En un primer momento, no lo reconoció. Sentado en un taburete junto a la barra se encontraba Orlando. Con el mismo aspecto desenfadado y el pelo revuelto, bebía relajadamente un tubo de cerveza. Parecía disfrutar de ese instante. Algo muy caliente y amargo le subió por la garganta. Un fuego que le causaba arcadas. Aquella nausea le motivó a acercarse a él. Tampoco sabía muy bien qué quería decirle. Solo sabía que aquel sujeto falsamente encantador había embaucado a su amigo y lo había convertido en un traficante a su servicio. Nunca se había considerado una persona violenta, pero la expresión de su cara, tan satisfecho consigo mismo, le encorajinó y le hizo perder los nervios. Le puso una mano en el hombro y cuando el otro se dio la vuelta, le soltó un puñetazo en pleno rostro que le hizo caer de la banqueta. El gaditano permaneció sentado en el suelo. No parecía sorprendido. Se tanteaba la boca comprobando que con el trompazo no había perdido ninguna pieza dental y que mantenía la mandíbula en su sitio. Se recuperó en unos instantes y se puso en pie. Mantenía su falsa sonrisa. Ulises le señaló con el dedo extendido y una expresión de fiereza que no dejaba lugar a dudas.

—¡Haz el favor de dejar en paz a Alberto! ¡Y no vuelvas a meterle en tus putos negocios de mierda!

—Pero, ¿qué te sucede?

—¡Lo que te acabo de decir! ¡Déjalo en paz!

—Yo creo… que Alberto ya es mayorcito para saber lo que quiere…

—¡Estás advertido!

Los camareros y el escaso público de la cafetería se habían quedado inmóviles ante la agresión, dudando si intervenir. Pero Orlando los tranquilizó a todos con un gesto. Parecía claro que no le interesaba que el asunto pasara a mayores. Sonrió nuevamente con suficiencia, como si él solo supiera algún secreto que los demás ignoraban. Se acercó a él con frialdad y le habló al oído en voz baja.

—¡Ándate tú también con cuidado! Nunca se sabe a quién te puedes encontrar donde menos esperas…

No consiguió entender el resto de la frase. Su voz ronca lo hacía ininteligible. Además, en aquel momento le daba igual lo que dijera. Solo quería que se alejara de Alberto y así no arrastrara también a su sobrino. Se marchó de allí sin que nadie se lo impidiera. A grandes pasos se acercó al aparcamiento. Cuando subió a la furgoneta el estallido se había aplacado, en parte por la satisfacción de romperle la cara a aquel falso compositor nocturno.

 Unas semanas más tarde, siguiendo su costumbre de los últimos tiempos, se acercó al destacamento de la Guardia Civil de Jaca a preguntar al sargento Lavilla por las novedades que hubiera en la búsqueda de su hija. Con el transcurso del tiempo y sus reiteradas visitas se había desarrollado entre ellos una modesta relación de confianza que se consolidó con la proximidad en la apertura de su alojamiento rural.

—¿Entonces? ¿Seguimos igual? ¿Nada de nada?

—¡Hombre, Ulises! Nada de nada…

—¡Bueno! ¡Nada concreto!

—A ver, los pasos fronterizos tienen la información. Lo he confirmado personalmente. Si intentan salir de España, las detectaríamos inmediatamente.

—Ya, pero Alfredo, ya te conté lo que pasó conmigo en el aeropuerto de Sevilla…

—¡Vale! ¡Pero no siempre se van a caer los sistemas informáticos! ¡Y dudo mucho que hubieran salido de España antes de que se notificara la alerta en toda la red! Debemos pensar que siguen en el país. No hay motivos para opinar lo contrario.

—Pero si se marcharon por Canfranc…

—Bueno, ya sabes que allí los dispositivos de vigilancia son móviles…, ¡pero sería mucha casualidad que hubieran atravesado el Somport justo cuando no había montado ninguno!  

—No sé…

—Y, además, en Francia una española joven con una niña pequeña viviendo no se sabe de qué…, yo creo que las hubieran detectado. ¿No te localizaron a ti, escondido en el norte de África?

—Ya…, pero eso fue diferente. Ya he comprendido que un español con una familia marroquí no era un buen camuflaje.

—Como siempre te digo, tú no te preocupes que yo no me voy a olvidar del asunto.

—Lo sé, lo sé, pero es que hay días…

—Se hace duro, ¿no? Bueno…, mejor vamos a echar una cerveza y me cuentas qué tal vas con las obras en tu nuevo hostal.

Se acercaron al Boira juntos, casi como antiguos camaradas. Su relación de amistad era lo único positivo que había salido de las falsas acusaciones y maniobras maliciosas de Alicia. En unos minutos, lo puso al día del cercano final de esa reforma que, cuando inició, no imaginaba los sacrificios que traería consigo. Tomando un botellín frente al sargento, le vinieron a la cabeza los problemas que estaba originando la influencia de Orlando en Alberto. Esas drogas que el gaditano le suministraba estaban transformando su personalidad y seguramente le estaban conduciendo a reconvertirse en otro traficante de drogas más. Hasta se estaba jugando también su trabajo en la carpintería después de tantos años.  No podía admitirlo. Necesitaba dar algún paso en su ayuda. Diseñar alguna maniobra que lo impidiera. Quizás lo mejor sería quitar al camello de la circulación con ayuda de la Benemérita y de esa manera cortarle el suministro a Alberto. El guardia civil empezaba a conocerlo y se dio cuenta que, inmerso en ese torrente de pensamientos, no le estaba escuchando.

—¿Te ocurre algo, Ulises? Te noto distraído.

—¿Eh…? ¡No, nada! Los burócratas de Turismo que me están mareando con los permisos, ya sabes…

—Tú a lo tuyo que ya verás como todo se soluciona.

—¡Oye, Alfredo! Una pregunta…

—Dime.

En ese momento, se dio cuenta de error garrafal que estaba a punto de cometer. Si facilitaba al sargento la información sobre Orlando para apartarlo del tráfico de drogas, tendría que hablarle de Alberto. Y, a pesar de su creciente amistad, casi seguro que sufriría el mismo destino, su detención y probablemente la cárcel. Y aunque no le hablara de él, también era posible que el gaditano facilitara su nombre, junto a otros, para tratar de rebajar su propia condena. En los dos supuestos, Alberto acabaría malparado. Ni por asomo debía contarle nada a Lavilla. Por un instante, había estado a punto de convertir en un desgraciado a su amigo de la infancia. Esquivó como pudo el interés del otro.

—No, que me preguntaba si tú no conocerás a alguno de esos funcionarios de turismo…

¿Yo? ¡Dios me libre! Ni los conozco, ni tienen ellos tampoco ningún interés en conocerme. Deberías probar por otro lado.

—Vale, vale. Ya veo que me tendré que buscar la vida como pueda.

—Eso me temo…

Algunos meses después, llegó por fin el momento que tanto tiempo llevaba aguardando. Después de casi dos años interminables, había concluido las obras parciales de la zona de vivienda, incluyendo la habitación de Rocío y, sobre todo, las de acondicionamiento del nuevo alojamiento rural, Casa Laguarta. Tras llevar a cabo un minucioso repaso y, arrodillado a la vieja usanza, una dolorosa rascada de restos de yeso y pintura incrustados en los suelos, desalojó las habitaciones de los despojos de material, cubos, brochas, plásticos y cartones que las poblaban. Recibió el mobiliario básico de armarios, camas y cómodas de la multinacional sueca. Con su retorcido montaje aprendió por qué mantenían precios sin competencia. Por último, se esmeró con la limpieza a fondo de cada una de las dependencias de la casa, nuevas y antiguas. Comprobó minuciosamente que todo estaba en orden. Las cisternas de los inodoros se abrían y cerraban sin problema. El agua caliente salía en pocos segundos cuando abrías el grifo de las duchas. Las cortinas colgaban impecables desde lo más alto de los ventanales y los espejos y cristales brillaban resplandecientes. Disponía también de un amplio abanico de permisos de múltiples organismos oficiales con toda clase de sellos y membretes para comenzar a trabajar como hostelero. Los tenía de distintos colores, desde el simple papel blanco hasta el rosa pálido. Ahora le tocaba afrontar el espinoso asunto de la presentación en sociedad de su alojamiento. Decidió que no iba a llevar a cabo una de esas inauguraciones de las que había oído hablar en los últimos tiempos, donde se invitaba a cava y canapés a las autoridades de la zona, fuerzas del orden y a todos los vecinos para que nadie se sintiera excluido. Por lo que tenía entendido, los asistentes se limitaban a agotar con voracidad los suministros de comida y bebida y, además, a reclamar repuesto en copas y platos, como si se financiaran con la pólvora del rey. Y terminaban con la mitad de los invitados farfullando, hasta alguno tambaleándose, por efecto del alcohol gratuito. Además, quienes le hubiera apetecido más que asistieran no podían acudir: sus padres y Rocío. Para empezar, los vecinos del pueblo no iban a ser nunca sus clientes, por lo que sobraban del acto. Así tendrían algo sobre lo que murmurar en las próximas semanas. En cuanto a autoridades, el alcalde se encontraba de viaje, así que no se podía contar con él. Prefirió algo sencillo y tener a su lado a los más allegados. De manera que, en representación de las fuerzas de seguridad, convocó a su guardia civil de cabecera, el sargento Lavilla, que acudió desde el destacamento de Jaca. De sus amigos, a Alberto, con la advertencia expresa de que ni se le ocurriera aparecer por allí con Orlando, y su sobrino Mateo. Sí que quiso contar con algún vecino del pueblo, para que no se dijera que los rehuía a todos, y avisó a la señora Jordana, la del horno de pan, con su marido, puesto que siempre se habían llevado estupendamente con Aurelio y Benedicta y se dispensaban mutuamente un gran cariño. Y también a Ilona del bar La Cuadra que recibía muchos turistas de paso y podía enviarle clientes. Completaban la reunión media docena de familiares de su padre, reunidos todos de pie frente al porche, alrededor de varias mesas cubiertas con manteles blancos y repletas de bandejas de fritos y canapés, encargados en el mesón de Boltaña.

—¿Y cómo vas a hacer para darte a conocer?

—En estos tiempos, eso va todo por internet, Alfredo. Estoy en varias páginas web de alojamientos rurales y ellos son los que se encargan de que te encuentren. Luego, los posibles clientes te llaman al móvil y ya…

—¡Joder, Ulises! ¡T’as modernizao que no veas!

—¡Tío Alberto, es que tú eres mú antiguo!

—¿Antiguo yo? ¡Bah! ¡Por cierto, amigo, habrá que sacar más champán que se t’está terminando!

—¡Ojalá me hubiera llegado para champán! Es cava aragonés, Alberto. ¿Quieres ir a buscar más, por favor? Está en la nevera, ya sabes dónde.

—¡Ay, Ulises, hijo mío! ¡Qué lástima que no pueda verte tu madre que en gloria esté! ¡Lo que le hubiera gustado estar hoy aquí!

—¡Lo sé, señora Jordana, lo sé!

— Ella, como yo, no era de fiestas, ni cosas de esas, pero esto…, ¡esto es diferente! ¡Es una cosa estupenda!

—¡Me alegro que le guste!

—Y es que te han quedado muy bien las habitaciones, hijo mío, te lo tenía que decir. Ni que hubieras estudiado para decorador de esos…

—¡Gracias! Bueno, ahora que me queda poco para los treinta y tres, algo me manejo ya. Pero que conste que las del almacén se portaron muy bien y me han ayudado mucho para elegir colores, telas y todo eso… ¡Ya las abro yo, Mateo!

—Pues te han aconsejado muy bien, hijo. Ya sabes que me jubilo y la tahona con la tienda las va a llevar Eric, mi nieto. Me gustaría que se fijara en tu ejemplo. A lo mejor le digo que te venga a ver y le echas una mano… ¡que los jóvenes siempre os entendéis mejor entre vosotros! ¿Qué te parece?

—¡Claro, cuando quiera! Por cierto, Alberto, a ver si ahora que las obras se han terminado, nos vemos más porque desde luego, por ahora…

—Yo también ando liao, no te creas, con el trabajo y las obras en Alieto y eso…

—¡Lo dicho, hijo mío! Te ha quedado muy bien el hostal.

—Nosotros preferimos llamarlo posada rural, ¿sabe usted?

—Pues eso…, ¡como se llame!

—De todos modos, tú ya me conoces. Si te surge cualquier problema con un huésped o cliente, o como los llaméis ahora, no dudes en avisarme que lo pondremos firmes en un santiamén. Y si se pone muy pesado…, ¡me lo llevo enmanillao al cuartelillo!

—Gracias, pero espero que los clientes no me den tantos problemas, porque si no, ¡apaga y vámonos!

—¡Por si acaso! Que nunca se sabe quién puede aterrizar en un sitio tan…, tan…

—Tan tranquilo, ¿quieres decir, Alfredo?

—¡Eso! Eso mismo.

La inauguración avanzaba tal y como había previsto, con cierto orden y en un ambiente de confianza. Aprovechó la marcha de algunos invitados de la familia para hablar a solas con su amigo de la infancia a quien no había visto hacía semanas.

—¡Oye, Alberto! ¿Y dónde te has dejado a tu amigo Orlando?

—¡Ya no está p’aquí!

—¿Y eso…?

—Marchó pa Barcelona hace unos días. Me dijo que tenía un montón d’asuntos que resolver.

—¡Ya me imagino!

—Me tiés que contar por qué l’as cogío de repente tanta manía a Orlando. Yo que pensaba que te caía bien…

—Bueno, para que me entiendas…, te lo voy a decir claramente. No me gusta a lo que se dedica y, menos todavía, que os haya metido por medio a ti y al chico.

—¡Ah…! ¡Ya’ecía yo! Así que es por eso…

—¡Pues claro! ¿Qué te pensabas?

—Pues no te preocupes.

—¿Por…?

—Porque cuando se marchaba me comentó eso…, que tenía que resolver un porrón d’asuntos en Barcelona y que tardaría unos cuantos meses en regresar.

—Pues como decía aquel, ¡que le vaya bonito!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MARGA

 

Conoció a Marga solo unas semanas más tarde, en la modesta celebración de su treinta y tres cumpleaños. Aquella noche había quedado con Alberto en la bocatería Catamarán de Jaca para dar la bienvenida a esa nueva muesca en su calendario. En la misma Avenida de Francia halló un hueco para aparcar la furgoneta mixta que aún conservaba. Caminó relajadamente hasta la calle del Obispo disfrutando en su rostro la fresca temperatura de primeros de noviembre. Pensó que para ser jueves se veía escaso personal en las aceras. Cuando entró al local, comprobó que su amigo no había llegado. Se acomodó en un taburete junto a la barra y pidió una cerveza. Solo llevaba cinco minutos sentado, cuando escuchó junto a él la voz de una mujer joven que le saludaba por su nombre. Por educación, se puso en pie.

—Ulises…, eres Ulises, ¿verdad?

—¿Eh…? ¡Sí, sí! ¡Hola!

—No creo que te acuerdes de mí. Me llamo Margarita. Nos conocemos de cuando tenías la empresa de mantenimientos…

—¡Ah!

—Sí… Mi familia tenía un piso en la urbanización de Pradolargo, y viniste más de una vez, a arreglar los atascos que se montaban en el desagüe del fregadero.

—¡Ah, sí, claro!

—Y como esto es tan pequeño…, enseguida te he reconocido. Ya no la tienes, ¿no? Digo la empresa, porque hace mucho de eso y no te había vuelto a ver.

—¡No! No fue bien y la tuve que cerrar…, y me mudé a Escún.

¡Ah, lo siento! A mi familia también le afectó mucho la crisis. Mi padre tenía un taller de neumáticos y cuando empezó lo peor, casi de un día para otro, dejaron de aparecer por allí los clientes habituales y se bajaron a Zaragoza, a cambiar las ruedas en los centros comerciales.

Ya.

—¡Bueno! No te molesto más.

—Oye, Margarita, no sé… ¡joder, igual te parece un atraco! Pero, ¿has quedado ahora? ¿Quieres tomar algo? Estoy esperando a un amigo y como parece que se retrasa…

—¡Ah! Yo también había quedado con una amiga y me ha dado plantón, así que tampoco...

—¿Qué te apetece?

—Pues, no sé. Un tubo estaría bien.

Se sentó a su lado y conversaron educadamente. A los diez minutos, recibió en el móvil la llamada de Alberto para darle aviso de que su infalible Ibiza había sufrido una avería justo antes de salir y que esa noche no podría acudir a celebrar su cumpleaños en el Catamarán. Así que continuaron su conversación sin prisas y ella le habló de su trabajo en una pequeña gestoría situada detrás de la Catedral y de su reciente divorcio, en un matrimonio, «gracias a Dios, sin hijos», en el que su marido, como una costumbre, se afanaba en maltratarla a pellizcos y bofetadas. Le reprochaba que fuera demasiado rebelde y que no se dejara someter, como debía ser su obligación. Hasta que, una noche de velada familiar, ella se cansó de ser su saco de entrenamiento. Cuando comenzó a recibir sus golpes, se parapetó en el baño y llamó a la policía. Terminaron sacándolo de casa, desencajado y todavía perplejo, con los puños trabados a la espalda por los grilletes.

Ulises conocía bien esa situación y omitió algunos detalles. Prefirió ofrecerle la versión breve de su ruptura con Alicia —sin mencionar las falsas denuncias contra él y la posterior fuga con su hija—. Le habló del estrés que le había generado la separación y de su nuevo proyecto de turismo rural en el que se había volcado a la muerte de sus padres. Intuyó que congeniaban desde el primer instante. Ella parecía interesada en lo que contaba. Apoyaba, de cuando en cuando, el codo en la mesa con la mano abierta sobre la mejilla y le miraba con simpatía a través de sus largas pestañas. Su risa era lo único que rompía un poco ese encanto. Profería un gritito repetido, apuntándole con su mentón afilado y la boca entreabierta en una mueca extraña. Por supuesto que, en los últimos tiempos, había salido en numerosas ocasiones de marcha, pero era la primera en la que comenzaba su relación con una mujer conversando plácidamente y no estaba acostumbrado.  Habitualmente, después de un par de copas y algunas miradas, su actuación había consistido en un avance firme hacia ellas en medio de la penumbra, cegado por los rayos láser o aturdido por el volumen de la música de la discoteca. Si lo evitaban, se daba media vuelta y buscaba otros terrenos. Cuando alguna chica no huía, la situación se resolvía en los baños con celeridad. Y concluía con una fugaz despedida. Llevaban casi una hora conversando. Ella comenzó a echar vistazos a su reloj. Sin pensarlo dos veces, la invitó a cenar con él. Al principio, a Marga no le pareció bien. Con mayor énfasis cuando se enteró de que celebraba su cumpleaños.

—¡Cómo te voy a secuestrar de esa manera un día tan especial para ti como hoy!

—¡Pero, joder, si se trata solamente de comernos unas hamburguesas!

—Estoy segura de que tendrás muchas mejores formas de celebrarlo que no…, con una mujer recién divorciada que prácticamente acabas de conocer.

—¡Pues no sabes la putada que me haces!

—¿Por…?

—Pues porque como Alberto me ha dicho que no viene porque no ha encontrado coche de repuesto, ¡tendré que comerme la hamburguesa yo solo!

—Ya. Bueno, si realmente te apetece…

—¿Te quedas?

—Hombre, la verdad es que…, tampoco me parece bien que tengas que celebrar solo tu cumple.

—¡Estupendo!

Así que, esa noche, cenaron uno al lado del otro en animada conversación. Ella le preguntó enseguida por lo sucedido con su dedo meñique y le brindó la versión oficial del accidente en una carpintería. Cuando terminaron con las hamburguesas y Marga, con cierta delicadeza, le retiró un resto de mostaza de la comisura, a él le pareció una buena señal.

Días más tarde de ese primer encuentro, se citó con Alberto en Escún para ir a pescar. De costumbre, se encontraban directamente en el río, a la puesta de sol.  En las afueras del pueblo, cuando bajaba hacia allí, se cruzó con la señora Jordana y Lorenzo de la tahona. Venían de dar un paseo, como siempre cogidos del brazo. Además de haber sobrevivido de niños a las hambrunas de los años cuarenta, la vida les había golpeado también con crudeza. Su único hijo, Gonzalo, había muerto diez años antes en un accidente de tráfico, regresando de las fiestas de Boltaña. Al menos, había sobrevivido milagrosamente ileso su nieto Eric que aquel fatídico día acompañaba a su padre en el coche. Actualmente, era el más joven del pueblo. Había preferido quedarse con los abuelos después de que su madre se mudara a Pamplona a casa de su familia, rota por el dolor y la pena. Jordana había regentado durante treinta y cinco años el horno de Escún y también la pequeña tiendecita adosada donde vendía un poco de todo, desde pan y quesos hasta hilo para pescar. Al mismo tiempo que Ulises abría su alojamiento rural, como comentó en la inauguración, se había jubilado para pasar más tiempo con Lorenzo que la aguardaba con impaciencia. Del negocio se había hecho cargo Eric que terminaba el bachiller en Boltaña y no tenía muy claro lo que deseaba hacer con su vida. El joven se había tomado muy en serio su papel de pequeño empresario y hasta, por indicación de su abuela, una tarde se presentó en la posada para conversar con Ulises y que le pudiera dar algún consejo. En las pocas semanas que llevaba al frente, parecía dirigir la tahona y la tienda con dedicación y esfuerzo. Por eso, Jordana se acercaba en raras ocasiones a echar un vistazo a la panadería y el colmado que fundó y más a charlar apaciblemente con los escasos parroquianos de su generación. Los fines de semana, muchos mochileros, nacionales y extranjeros, y hasta algunos vecinos de otros pueblos se acercaban por allí, atraídos por los deliciosos panecillos, algunos rellenos, y los buñuelos de patata que todavía elaboraba ella personalmente, y que, a media mañana, siempre se agotaban. También eran famosas sus sopas de ajo y pan frito que nadie conseguía igualar. Como la mujer tenía algunas inquietudes intelectuales, se ocupaba de la modesta biblioteca municipal que se había instalado hacía unos años en una salita del Ayuntamiento. Los fondos para habilitarla se habían nutrido de una donación de libros que mantenía en su casa el único ricachón de Escún y que había fallecido sin descendencia.

—¿Qué tal, Ulises? ¿Cómo va el hostal…, o la posada como la llamas? ¿Y esas lecturas?

—¡Bien! El negocio está empezando, pero las reservas marchan bien. Y las lecturas…, pues de los que me presta usted en la biblioteca, sigo leyendo de cuando en cuando, en algún rato perdido. ¡Que no suele ser muy a menudo! ¡Pero, en fin, es lo que hay! Y usted, señora Jordana, ¿qué tal se encuentra?

—¡Bien, hijo, bien! Cada día pesan más los años, pero ahí estamos…, ¡dando guerra que no es poco!

—¿Vas de pesca, muchacho?

—¡Sí, señor! He quedado ahora con un amigo…, que hace rato me estará esperando en el río.

Pues no te entretenemos, hijo, que los jóvenes tenéis muchos quehaceres. ¡Y los mayores demasiado tiempo libre! ¡Arrea, Lorenzo!

¡Hasta luego, señores!

Recorriendo el sendero que conducía al río, recapituló sobre la fragilidad aparente de los dos ancianos que encubría su auténtica dimensión. Mantenían una envidiable fortaleza, que les había permitido sobreponerse a tantas adversidades y desgracias. Alcanzó enseguida la orilla del río y se acercó hasta la gran carrasca donde solían apostarse para pescar. Alberto le esperaba dentro del agua, ataviado con botas altas y la caña echada. Mientras se calzaba las suyas, se saludaron con una broma habitual entre ellos, pero con una tirantez latente.

—¿Cómo va la cosa?

—¡Hostia! Picar…, no pican, ¡pero se entretiene uno!

—¡Bueno! Siempre nos quedará el dicho popular.

—…

—¡Sí, hombre! Ya sabes: «en el río un desgraciao, ¡de amores va sobrao!».

—¡Te lo acabas d’inventar!

—¡Vale! Es cierto. Pero, joder, ¿a qué queda bien?

—No tienes remedio. ¡Anda, deja de recitar versos y vente p’acá!

Capeando con dificultad la corriente del agua y los cantos rodados, se situó dentro del cauce con su caña vertical, separado unos metros de su amigo. Finalmente lanzó el anzuelo a lo lejos. Durante unos minutos, permanecieron callados. A pesar de las bromas, continuaba una cierta incomodidad entre ellos. Ambos prefirieron evitar la conversación y disfrutar de la belleza y soledad del paraje. Hasta que Alberto rompió ese silencio.

—Siento lo de la otra noche.

—Ya…

—¡Nunca m’abía fallao el Ibiza!

—¿Seguro que fue el Ibiza?

—¡Hostia! ¿Qué quiés decir?

—¡Joder, que no es la primera vez que me dejas tirado sin demasiadas explicaciones! A lo mejor te liaste…, ¡o te lio tu amigo Orlando!

—¡No, no! ¡Si no ha vuelto entoavía de Barcelona! ¡Te lo juro! ¡De verdad que lo del coche me pilló de sopetón! ¡Me quedé allí tirao en Alieto! Menos mal qu’al día siguiente pasó a recogerme un compañero, ¡si no, m’hubieran puesto falta en la carpintería!

—¡Bueno! Vamos a dejarlo.

—¡No sabes el mosqueo que m’agarré!

—De todos modos, casi fue mejor así.

—¿Por…?

—Como no venías, me puse a hablar con una conocida.

—¡No me jodas! No me digas que…

—Bueno, aún no es nada cuajao, pero yo diría que hay tema.

—¡Cuenta, cuenta! ¿Quién es ella? ¿La conozco?

—Marga. Se llama Marga. Y creo que no, no la conoces.

Pasaron el resto de la tarde entre carpas y truchas, hablando sobre su nueva amiga y compartiendo esas sensaciones sobre una mujer que casi creía olvidadas. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos dejaron de lado la ausencia de su amigo a aquella fallida celebración de cumpleaños.

El sábado por la noche, se citó con Marga para cenar en Jaca. Al terminar, fueron a tomar una copa al disco bar. Encontraron asiento al fondo de la sala. Permanecieron un buen rato sin hablar, reconfortados por la música y cruzando miradas de simpatía. Mientras apuraban sus gin-tonic, ella se levantó y comenzó a bailar delante de él. Le repartió gestos y sonrisas de modo insinuante. A los diez minutos, le animó a ponerse en pie y se colgó de su cuello. Comenzó a besarle de manera apasionada. Lo hacía bastante bien y con entusiasmo. Por eso, cuando terminaron las bebidas y le propuso ir a su casa, en las afueras de Jaca, no dudó. Se acercaron allí en la furgoneta, riendo a carcajadas. Empezaba a acostumbrarse a la risa que parecía brotar a borbotones de su barbilla afilada. A ratos, Marga le ponía en los labios el porro que había liado para los dos del material que guardaba en una carterita marrón con cremallera. Ulises daba una calada corta y ella se lo retiraba enseguida para llevarlo a los suyos con avidez. Cuando bajaron del vehículo, tuvo que sujetarla por el hombro porque se bamboleaba de un lado a otro. Había apurado el costo en exceso, mezclándolo con el alcohol. En el portal, la chica casi no acertó con la llave. Se trataba del típico apartamento de soltera, amueblado por gentileza de la omnipresente factoría sueca. Un pequeño salón con televisión en el hueco de la librería nórdica delante del sofá estampado, el mueble bar a la vista, un dormitorio y un baño; la cocina tan solo era un hueco junto a la ventana. Nada más entrar, le pidió que preparara unos tragos, mientras acudía a su dormitorio caminando sobre los tacones de manera vacilante y, a la vez, sugerente.  

A la mañana siguiente, despertó y comprobó que ella todavía dormía. Se puso en pie y, en silencio, recogió su ropa desperdigada por el suelo. Se vistió procurando no hacer ruido y se disponía a salir por la puerta del dormitorio, cuando escuchó su voz.

—Y ese fue el triste final de una bonita amistad.

—¡Vaya! Lo siento, Marga, ¿te he despertado?

—¡Joder, la verdad es que no te imaginaba yo así…, huyendo de los dormitorios de las damas a la francesa!

—¿Eh? Yo… ¡no, no!

—¡Ya, ya!

—Te iba a dejar una nota porque, como te he visto durmiendo tan a gusto, me ha parecido mal despertarte.

—¡Tranquilo! Que era broma. ¿Y entonces qué…?

—¿Qué de qué…?

—Mira, Ulises, los dos somos mayores y ya hemos vivido lo nuestro, así que el tema es muy sencillo. ¿Te ha parecido bien lo de anoche y me llamarás para volver a vernos? ¿O mejor me olvido de ti? ¡Coño, que no hacen falta mentiras y malos rollos entre nosotros! Así que tú dirás.

—¡Sí, sí! ¡Claro que me ha gustado, joder! Pensaba llamarte esta noche…

—¡Bueno, a ver si es verdad!

 —¡Claro! Te llamo entonces y hablamos.

Desde ese momento, pudo vivir una relación personal que se le antojaba de plena libertad, en el sentido más positivo de la palabra. Como ambos habían conocido las ataduras del matrimonio, procuraban darse margen suficiente. De manera, que el otro se sintiera cómodo y no atrapado en ese callejón angosto en el que ellos mismos habían vivido en el pasado. Continuó aprendiendo los entresijos de su negocio de hostelería que se le antojaba más complicado de lo que había supuesto. Intentó sobrellevar la nostalgia por la ausencia de Rocío. Tampoco quiso reducir el contacto que había reanudado con sus viejos amigos, en especial con Alberto, a pesar de sus esporádicos desplantes. Aprovechó algunos momentos para ir a pescar, o a buscar setas y rebollones al principio del otoño. Y hasta encontró tiempo para reanudar sus lecturas de los clásicos, arrinconadas durante su etapa matrimonial. Y ella salía, de cuando en cuando, con sus amigas para no quedarse atrás y demostrarle que mantenía su propia independencia. Pero la mayoría de los fines de semana de su primer invierno juntos, cuando terminaba de acomodar a los clientes en sus habitaciones, preferían disfrutar del sexo en casa de ella. Él aprendió a conocer sus puntos eróticos y a procurarle más satisfacción de la que nunca había recibido. Exploró cada centímetro de su piel, estimuló con su boca cada pliegue y su lengua horadó con rotundidad todos los poros y huecos de su cuerpo, hasta que ella se rompía por dentro. Como el piso de al lado estaba desocupado, se sentía especialmente satisfecho cuando la oía gritar dolorosamente de placer, sin miedo a que nadie la escuchara. Al terminar, Marga le abrazaba, sujetándolo entre sus brazos como si tuviera miedo de que fuera a escapar. Tras unos minutos de pausa, adormecidos, ella se ponía en pie y caminaba desnuda hasta la ducha con un contoneo provocativo. Desde la cama, escuchaba correr el agua y sabía que, unos segundos más tarde, ella silbaría suavemente para que se acercara. Acudía a la llamada y comenzaba a enjabonarla de arriba abajo. Le acariciaba con ternura el pecho y cuando sus pezones se erizaban, la llenaba de espuma entre las piernas con sensualidad. Luego, mientras seguía corriendo el agua, ella se daba la vuelta y, con las manos apoyadas en los azulejos de la pared, la penetraba por detrás con fuerza, como si se tratara de la primera vez. Durante varios minutos, provocaba sus gemidos continuados y rítmicos hasta que los dos explotaban en un goce intenso y profundo que les hacía terminar, desencajados y exhaustos, en el suelo de la propia ducha, bajo el agua caliente que rizaba su piel. Fueron días y semanas de un permanente delirio en su relación, sobrepasados por la intensidad y duración del placer que se procuraban y que parecía no tener fin.

Con la llegada del buen tiempo, Ulises decidió que era el momento de modificar su rutina de enclaustramiento y abrirse un poco al exterior. Un amigo de su difunto padre le había pedido el favor de que se acercara a revisar, como en su vida anterior, las bombas de la granja de su primo que se encontraba bastante aislada, cerca de Broto. Propuso a Marga que lo acompañara y que, a la vuelta, comieran solos en plena naturaleza. Ella estuvo encantada por la oportunidad que brindaba esa excursión. Lo consideró un paso adelante en su relación. Preparó comida de táper y se vistió con un sencillo mono de algodón con tirantes, por encima de una camiseta blanca. Aquel domingo, cuando terminó de dar los desayunos en Casa Laguarta, la furgoneta mixta se acercó a su casa a media mañana, y no entrada la noche como habitualmente. En el viaje de ida se limitaron a sonreír y tomarse de la mano. Se sentían relajados y conversaron en voz baja sobre el buen tiempo y la belleza del paisaje. Cuando alcanzaron la granja, y, mientras ella daba un paseo por los alrededores, se dedicó a la revisión. Terminó en poco más una hora y quedaron liberados de obligaciones. Condujo la furgoneta de regreso por caminos y pistas rurales, bajo un sol suave y agradable. Encontraron un lugar apetecible, junto a un bosquecillo de abetos y se detuvieron para almorzar. Marga desplegó una manta y por encima el inconfundible mantel a cuadros. Exhibió ante él un espléndido catálogo culinario del ama de casa perfecta: ensalada de rulo de queso y láminas de berenjena rebozadas para acompañar las pechugas de pollo y los filetes empanados. Hasta compuso una macedonia de fruta como postre. Finalmente, tuvo que jurarle que no era capaz de ingerir absolutamente nada más porque iba a reventar si seguía comiendo. Apuró su cerveza y se tumbó mirando al cielo, en un estado de bienestar que ya no recordaba. Ella se acomodó a su lado con la cabeza apoyada en su pecho.

—¿Te ha gustado entonces?

—¡Pues claro, mujer! ¿Cómo no me iba a gustar?

—¡Coño, como no dices nada, salvo que estás lleno…!

—¡Joder! Si no hubiera estado todo tan bueno…, ¿tú crees que hubiera comido tanto?

—¡Si no es eso! Es que me gustaría que me dijeras que te ha encantado, que te gustaría repetirlo alguna vez, que nunca habías estado tan a gusto…, esas cosas.

—Bueno…

—¡Ya veo!

Marga se dio la vuelta ofendida, pero él la abrazó por detrás y le besó varias veces en el cuello con sensualidad. Poco a poco, ella se fue relajando y comenzó a suspirar con fuerza. Poco después se derrumbaba en los brazos de Ulises que le abrió los botones del mono, retirando los tirantes del sujetador, mientras comenzaba a besar su cuerpo y a acariciarlo suavemente con la lengua; parecía un artista dibujando su lienzo. Se hallaban completamente solos, junto a un bosque, en medio de la nada. Enseguida, le remangó la camiseta para dejar libres sus pechos. Comenzó a mordisquearle los pezones, como a ella le gustaba. Aquellos gritos de placer familiares resonaban con fuerza en sus oídos. No supo por qué, pero en esa situación le desagradaron, por primera vez desde que se habían conocido. Ahora no se trataba de una delicada partitura musical, sino de algo ruidoso y molesto. Marga, echando un rápido vistazo a su alrededor, comenzó a bajarle el pantalón y los calzoncillos hasta la rodilla y cuando su miembro estuvo en condiciones se situó para cabalgar sobre él. Durante unos minutos, no cesó en su embestida, con tal ímpetu que parecía fuera a clavarle en el propio suelo. Se sentía estrujado e incómodo, aunque observándola tan entusiasmada prefirió no decir nada y trató como pudo de aislarse de sus chillidos. Pero, poco a poco, sus embestidas fueron disminuyendo. Finalmente, levantó la cabeza y le miró extrañada.

—¿Ocurre algo, cariño?

—¡No, que yo sepa! ¡Joder…, la verdad es que aquí debajo estoy un poco incómodo! No sé, este suelo tan duro… ¡se me clava en los riñones!

—Si prefieres que lo dejemos…

—¿No te importa? Creo que no voy a poder. Además, como estoy tan lleno, no me encuentro a gusto.

—Ya…, no pasa nada.

Contestó eso mientras empezaba a recoger las cosas, pero sus ojos contaban otra cosa. No comprendía cómo, después de la expresión de felicidad que destilaba el rostro de Ulises unos instantes antes, ahora no lo parecía en absoluto. Era obvio que, al menos en esa ocasión, su satisfacción no la iba a compartir con ella encima. Durante el viaje de regreso se limitaron a contemplar el `paisaje y a apuntar algunos comentarios intrascendentes sobre la jornada tan bonita que habían pasado juntos. Unos días después, disponía de la mitad de la tarde libre y se acercó por el Garrison`s de Boltaña. Iba a entrar cuando observó, unos metros más adelante, que el Ibiza rojo de Alberto estaba maniobrando para aparcar. Lo esperó junto a la puerta.

—¿Qué tal, amigo?

—¡Coño, Ulises! ¡Me vienes de pistón! Acabo de plegar en las maderas y ne’sitaba una birra ¿Hace?

—¡Eso está hecho!

Se acomodaron junto a una mesa con sus botellines y un cuenco de cacahuetes.

—Y…, ¿qué tal vas con la moza esa?

—¿Con Marga? Bien, supongo.

—¡Uy, uy, uy! ¡Qué poco entusiasmo se te nota!

—¡No, no! Si estamos bien.

—Pero…

—Pues…, que no sé. Últimamente parece estar más preocupada por nosotros dos que por pasarlo bien. No sé si me entiendes.

—Pero, tú a Marga ¿pa qué la quieres? ¿De pareja fija, o p’al asunto?

—¡No! ¡Sí, claro! ¡De pareja fija! Pero también para pasarlo bien.

—Ya.

—Y, no sé, me da la sensación de que ella va buscando demasiadas cosas... y, sobre todo, ¡muy deprisa!

—¡Joder, Ulises! ¡Está claro que no t’enteras!

—¿Por?

—Pues porque toas las mujeres quieren lo mismo.

—¡No! ¡Marga, no! Yo creo que tiene muy claro que, después de mi divorcio y lo que sucedió, no estoy ahora para pensar en noviazgos formales y esas cosas. ¡Además! Ella también lo pasó muy mal en su matrimonio…, ¡y no creo que tenga en la cabeza lo de repetir tan pronto!

—Pues sería la primera que conozco, ¡que no quié cazar pieza!

—¿Qué quieres decir?

—Que a la chica seguro que l’apetece, como dicen ellas, «dar pasos hacia’lante», ¡contigo!

—¡No me jodas!

—¡Pos lo normal! ¡Y claro! Seguro que entoavía no l´abrás hablao de Rocío y de lo que pasó…

—Pues…, ¡no! Eso no tiene nada que ver con ella.

—¡A ver! Yo, ya sabes que soy amigo tuyo, pero me paece qu’así las cosas…

A pesar de sus últimos desencuentros, agradeció mentalmente a su amigo esas palabras que le resultaron sinceras. Y, motivado por sus consejos, decidió mantener una conversación seria con Marga. Se encontraba a gusto con ella y le había cogido cariño. Pero se daba cuenta de que, si circulaban en aquella relación a distinta velocidad, podía instalarse entre ellos una zona muerta que la estropeara, antes siquiera de comprobar si lo suyo funcionaba realmente o no. El siguiente fin de semana, quedaron directamente en su casa. Cenaron, muy tarde y sin prisa, la pizza que él mismo había llevado y se arrellanaron relajadamente en el sofá con una copa de vino. Ella sacó el material de su carterita marrón y lio el porro con habilidad. Lo saborearon a medias. En la cadena musical sonaba una melodía de Eric Clapton que le traía a la memoria aquellas primeras noches de su juventud con Alberto en el disco bar de Boltaña. Durante unos minutos, se distrajo con la canción porque no encontraba la forma de arrancar la conversación que le preocupaba.

—Marga…

—¡Dime, cariño!

—Tú..., quiero decir… ¡la verdad es que no sé muy bien cómo decirlo, joder!

—¿Qué sucede?

—Tú… ¿tú no crees que estamos bien así?

—¿Así? ¿Cómo?

—¡Así como estamos! Conociéndonos los dos poco a poco…, sin agobiarnos, dando tiempo al tiempo…

—Ya.

—¿No te parece que, después de lo difícil que ha sido lo que hemos vivido los dos…, es mejor que vayamos despacio, sin prisa?

Marga dejó su copa sobre la mesita y dio una calada profunda al canuto. Tardó unos segundos en responder a su pregunta. Pareció dudar, pero finalmente encontró el tono que consideró más adecuado.

—¡Bueno! Yo siempre he pensado que lo nuestro iba en serio.

—¡Claro! Eso por supuesto.

—¡Y que formábamos una buena pareja! Pero ya, a qué ritmo debe ir la cosa… ¡pues no, no me lo había planteado!

—¿Y no te parece, que sería mejor seguir un tiempo como hasta ahora?

—Si crees que debemos continuar de la misma forma…

—Pues yo, la verdad es que ¡me parece que sí, que es lo mejor! Porque si no, si empezamos a correr, pueden empezar los malos rollos entre nosotros.

—Ya. Pues me parece bien.

Viendo su rostro, entendió que quizás había sido más crudo de lo que debía, sin ser totalmente sincero. Por supuesto, tampoco tenía intención de herirla, ni de dar un portazo al afecto que le había tomado. Se acordó de los consejos de Alberto y decidió dar un paso hacia delante.

—¡Verás! Yo quería comentarte algo. Algo muy personal. Se trata de mi divorcio.

—Si no te apetece…, no tienes por qué.

—¡No! Se trata precisamente de eso. Que me apetece compartirlo contigo.

—¿Qué ocurre?

Y la puso al día de la fuga de Alicia con Rocío, de sus intentos frustrados de encontrarla y de su ausencia de contacto desde ese momento. Sin saber por qué, no le habló de su fuga a Marruecos. Quizás por miedo a que pudiera dar la impresión errónea de que huyó porque había hecho algo malo.

—¡Uf! ¡Vaya putada! Te gradezco un montón que hayas tenido la confianza de comentármelo.

—¡Bueno! Es lo que hay…, y prefería que lo supieras.

—Sí que me tenías un poco preocupada por tus reticencias a formar una nueva pareja.

—¡Mujer! Ahora mismo…, pues no me lo planteo. Pero más adelante…, ¡podemos pensar en todo eso!

—¡Ah, vale! Es que a veces… ¡me ha dado la sensación de que yo no te interesaba demasiado! Pero con lo que me has contado, te comprendo.

—¡Mujer! ¿Cómo podías pensar así? ¡Pues claro que me interesas! ¡Y estoy fenomenal contigo! Pero no quiero que, por acelerar las cosas, ¡lo vayamos a estropear!

—Bueno, ¡no hay problema!

¡Pues claro que no!

Esa noche, en el dormitorio de Marga, se entregaron el uno al otro con más efusividad de lo habitual. Impregnados de camaradería, se reconocieron mutuamente como cómplices, gracias al poso que había dejado el hecho de compartir sus problemas familiares.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOLA

 

A pesar de sus escasas dimensiones, Escún no se concentraba en un único núcleo de población, sino que se extendía por tres barrios: La Romana, El Molino y propiamente Escún. Cada uno con su particular idiosincrasia. Con los cinco extranjeros que habían acudido a trabajar en los últimos años a algunas granjas y a la hostelería, el censo municipal alcanzaba los noventa y un habitantes. Es cierto que, con todos aquellos visitantes que retornaban durante el verano a rememorar sus orígenes, se triplicaba el número. Pero, con cada celebración de San Ramón Nonato, los forasteros regresaban a las grandes ciudades y sus habitantes a la tranquilidad. Además del rico del pueblo que murió sin descendientes y con cuyos libros la señora Jordana había organizado la biblioteca, otro vecino, Antón, quería donar al Ayuntamiento los muebles y utensilios de la consulta de su abuelo. Había sido durante muchos años el practicante de Boltaña y la familia guardaba sus bártulos en un simple granero. Allí había vitrinas, mesa y sillas de despacho, una camilla metálica para exploración, jeringuillas, agujas, infiernillos de alcohol y todo tipo de artilugios sanitarios. Solicitó a Carmelo, el alcalde, que el consistorio considerara establecer una especie de museo, añadiendo otros cachivaches de los vecinos. Pero el municipio tenía intención de empeñar sus escasos recursos en levantar un pabellón multiusos y se decidió convocar una asamblea de los vecinos para tratar el asunto. A Ulises no le apetecía asistir y excusó su asistencia comentando que andaba muy ocupado con la nueva posada rural. Y, sobre todo, porque conocía el tiempo que se derrochaba sin reparo en esos menesteres. Carmelo presidía la reunión. Era dueño del único almacén de material para la construcción de los alrededores. Se trataba de un hombre recio y chaparro, de gafas gruesas y labios ocultos bajo un bigote espeso que estrujaban constantemente una faria medio apagada. Vestía de oscuro y nunca salía de casa sin la chaqueta de pana que le acreditaba políticamente. Sus ademanes, de costumbre, resultaban falsamente conciliadores. Cuando declaró abierta la reunión sobre los enseres del practicante, algunos comenzaron a recordar momentos vividos con aquel personal sanitario de otros tiempos. Lorenzo, el marido de Jordana, hizo reír a todos los asistentes rememorando su infancia. Se acordaba de cuando, con apenas seis años, dio con la cabeza contra una tapia y se abrió una brecha en la frente. El practicante le quería colocar unas grapas, sin anestesia. Y Lorenzo se resistía. Así que requirió al ayudante para que lo sujetara, pero así y todo se zafaba de ellos. Y el practicante le insistía al otro: «¡pero sujétalo…, sujétalo bien que aún se nos escapará!», como si se tratara de un preso. Dimas, el de las cabras del barrio del Molino, recordaba a aquellos dos mozos que se quedaron aislados por la nieve en una granja, uno de ellos con una pierna rota. Allí acudió el practicante con otro granjero y las mulas al rescate. Y los salvaron. Pedro de La Romana comentó que siempre recetaba supositorios para cualquier mal y que ahora echaba de menos aquellos remedios. Carmelo le contestó que ahora los ponían del revés, «una moda», suponía. Era eso, o que antes todos los ponían mal. Otro recordó cuando el abuelo de Antón se jubiló, hacía veinte años, y destinaron una practicanta. Y el primer día apareció por el consultorio el chico de un vecino que necesitaba pincharse. Informó a la nueva que tenía un problema. Si no era con música no soportaría el pinchazo. Se pondría muy nervioso, y comenzaría a chillar. Así que a aquella mujer no le quedó otro remedio que acceder. Puso en el radiocasete lo que tenía más a mano y que resultó ser una marcha militar. Los pacientes de la sala de espera aguardaban sobrecogidos por el estruendo y sin comprender lo que sucedía. Pero, de esa manera, la practicanta pudo clavarle la aguja a aquel chico sin que rechistara. La reunión comenzó a desvariar cuando algunos mayores comentaron que tenían que reanudar las sardinadas que se hacían antaño en el pueblo. El alcalde decidió que aquella asamblea se estaba saliendo de madre y que había durado bastante. Para dejar las cosas claras y que no quedaran resquicios, expuso que no había fondos de la comarca, salvo los que se destinaran al pabellón municipal que era lo más importante. El museo del practicante solo se podía instaurar si lo sufragaban los vecinos. Se produjo un incómodo silencio en la sala. Había tocado con crudeza la fibra más dolorosa. Evaristo intervino para darle la razón, como de costumbre. Era dueño de uno de los dos bares de Escún, a la salida del pueblo. El que amparaba a los bebedores acodados durante horas en la barra. Nunca cumplía con el horario de cierre y siempre andaba haciendo la pelota al regidor. Hasta se pavoneaba de que para qué necesitaban allí dos concejales «si solo con el alcalde que tenemos nos basta y nos sobra». Le apoyó también en la moción Juanito, el taxista que vino de Almacilla. No tenía buena prensa entre los vecinos por lo caro que cobraba sus servicios. Pero también era de los que bailaba el agua a Carmelo. Hasta se atrevía a pregonar que en su pueblo apodaban urracas a los de Escún, porque siempre andaban por ahí, picoteando lo que no era suyo. Para compensar, los de Escún a los de Almacilla les habían puesto el mote de caracoleros, por la costumbre que tenían de acudir a esquilmar caracoles en su término, donde abundaban. Al final, la moción sobre el museo del practicante quedó rechazada por unanimidad, se acordó continuar adelante con los preparativos para levantar el pabellón del alcalde y se disolvió la reunión.  

Con la puesta en marcha de su alojamiento rural, había reorganizado la granja para poder atenderla de la mejor manera. Se quedó únicamente con tres vacas. Las suficientes para que los turistas percibieran el auténtico olor de unos establos y las experiencias ganaderas en el Pirineo aragonés. Como enseguida se dio cuenta que él solo no alcanzaba a todo, le ayudaba con las camas, los desayunos y la limpieza de la posada una señora madura de las que habían llegado desde Rumanía, Rodica. Juntos, hacían un buen equipo, aunque en ocasiones su pobre nivel de español generara algún contratiempo. Para Ulises, esos primeros meses de reciclaje profesional fueron duros. Sobre todo, psicológicamente. Tampoco el público que acudía a su establecimiento se comportaba como en un principio había supuesto. Es cierto que las reservas que solía recibir eran de sosegadas parejas de mediana edad sin niños a las que encaminaba a visitar relajadamente desde la Iglesia bautismal de Alfonso I El Batallador en San Pedro de Siresa o la de Santa Cruz de la Serós hasta el monasterio de San Juan de la Peña; a paladear las aguas medicinales de Benasque, Panticosa y Vilas del Turbón; y, por supuesto, a disfrutar de los espesos bosques de abetos, enebros y hayas que pueblan los valles. Pero la clientela era de lo más variopinta. Eso le impedía adaptarse a su nuevo oficio con la rapidez necesaria. Una mañana, un cliente solicitó unas mantas. No lo dudó y le pasó dos de las mejores, de lana pura. Cuando el cliente las devolvió, manchadas de tierra y repletas de hojas de roble, comprendió que no las quería para abrigarse, sino para hacer un picnic. Un fin de semana, se alojó una pareja con dos niños que casi no hablaban. A la mañana siguiente en el desayuno, cuando tomaron confianza, aquellos pequeños salvajes no cesaban de gritar.  Rodica no se hacía con ellos. Los padres tomaban su zumo y su café como si esos energúmenos no fueran suyos. Decidió intervenir. Advirtió a los pequeños que, si no se comportaban, no los llevaría a ver los terneros que había en la granja. Cambiaron totalmente de actitud. Cuando los acercó a contemplar a las reses ni siquiera abrieron la boca. Estaban admirados de una imagen inédita para ellos. Aunque se les pasó advertirle que había venido con ellos otro visitante: un hámster o conejo diminuto. Como en casa lo tenían suelto por el salón, lo habían dejado libre en la habitación. Cuando fue a hacer las camas, Rodica se lo encontró de repente y se dio tal susto que acabó en el suelo.

Pero su experiencia hostelera más insólita se produjo un sábado, sobre las nueve de la noche, cuando recibió una llamada desde Zaragoza. Se trataba de un cliente que quería una habitación para esa noche. Aceptó la reserva, pero con la advertencia de que tenía que llegar a Escún antes de las doce. A las once, volvió a llamar el mismo cliente disculpándose porque su novia había salido tarde de trabajar. Le aseguró que en ese momento cogían el coche hacia allí. Se presentaron cerca de la una de la mañana. La chica no tendría más de veinticinco años. Venía muy arreglada y demasiado maquillada. Él tendría unos treinta y cinco años. No preguntó nada, los registró y alojó en el hostal sin más incidencias y se echó a dormir. Pero a las tres sonó su móvil. Era el cliente de Zaragoza que necesitaba hablar con él con urgencia. Se levantó de la cama y acudió de mal genio a la recepción donde ya lo esperaba. Muy nervioso, el otro le contó que su mujer sospechaba que la estaba engañando y no se creía que estuviera en una celebración con sus amigos en una casa de turismo rural en Jaca. Para no tener que regresar a casa en ese momento, le pidió si no le importaba hacerse una foto con él con dos vasos en la mano, como si estuvieran de fiesta. Se negó porque imaginó la que se podía armar si le descubrían. Le puso las cosas claras al maño para que este decidiera lo que quería hacer. Si quería quedarse, se podía quedar; y, si no, marcharse. Pero tenía que pagar la habitación de todos modos. Aquel cliente de su edad no se inmutó y se alejó del hostal, mientras llamaba a alguien con el móvil. Pudo escuchar la conversación en el silencio de la noche. Hablaba con un par de amigos suyos que efectivamente debían estar en Jaca de celebración. Intentaba convencerles para que acudieran a Escún para hacerse la foto con él, como prueba ante su mujer. La llamó nuevamente a ella y le aseguró que todo era cierto y se lo iba a demostrar. Ulises se quedó esperando en el sillón de recepción medio dormido. A las tres y media se despertó por el ruido de los amigos que llegaban. Se quedó de piedra cuando les pagó cincuenta euros por haber acudido a su llamada. Dentro de la posada, para que no se pudiera identificar, se hicieron varias fotos, por separado y en grupo, con unos vasos en la mano. Finalmente, entre risas y bromas, se marcharon los amigos. Aquel cliente con tantos recursos le comentó con naturalidad que subía «a echar un polvo» antes de irse y que se marcharían sobre las seis de la mañana. Por si acaso, le pidió que le pagara en ese momento la habitación. Horas más tarde, medio dormido, escuchó cómo la pareja se marchaba. Por la mañana, recogió la llave donde le había indicado, en el buzón de la puerta. Así de asombrosos e imprevisibles estaban resultando sus clientes.

 Cuando abrió las puertas de su establecimiento y redujo el número de cabezas de ganado en la granja, avisó a Irene, la veterinaria que había sustituido a D. Jacinto. Ella se ocupó del traslado de las reses sobrantes. Como aseguraba su padre, que en paz descanse, era una experta en vacuno. Desde que estaba solo, le había ayudado también con los partos complicados. Siempre se mostró profesional y nunca dudó en acudir cada vez que la necesitaba. Sin embargo, unos meses más tarde, le contestó al teléfono una voz distinta, también de mujer. Le dio la noticia de que Irene se había trasladado por una urgencia familiar y que ahora se ocupaba ella de su zona. Se llamaba Lola. Tenía una voz muy agradable. Concertó cita al día siguiente para que visitara a las vacas. Cuando dieron las doce en punto de la mañana, un viejo Suzuki se acercó por el camino levantando una gran polvareda. La esperaba en el porche con las manos en los bolsillos traseros. Se había olvidado de adecentar el brillo de sus camperas, así que, a falta de cepillo, las frotó contra las perneras del vaquero. El vehículo se detuvo junto a la casa, derrapando a unos metros del muro de piedra. Apareció una mujer joven y sonriente con gafas de sol; la melena negra recogida con una diadema, tejanos rasgados y camiseta de tirantes. Sujetaba en la mano una maletita de piel similar a la de los médicos. Mientras se acercaba, observó que parecía caminar de puntillas. Le recordó la imagen adolescente de aquella compañera del Instituto que se deslizaba flotando por el pasillo hacia el aula. Cuando estuvo más cerca, aquella mujer se retiró las gafas de sol y pudo ver su rostro al completo con sus orejas huérfanas de pendientes. Se trataba de ella. La nueva veterinaria, Lola, era también María Dolores Abadía. La chica que, hacía más de veinte años, lo había dejado conmocionado.

—¡Hola! ¿Cómo estás? Soy Lola.

Tendió su mano y la estrechó medio aturdido. Se notaba tan confuso que no acertó a decir nada. Acababa de escuchar en directo los matices de esa voz de terciopelo que tenía grabada a fuego en su oído. En un segundo, multitud de imágenes desfilaron por su cabeza en un trasiego vertiginoso. Revivió aquellos viejos recuerdos en los que ella paseaba alrededor del patio escuchando a su amiga, aislada del griterío ensordecedor de los demás alumnos; las primeras palabras que pronunció en clase… Se dio cuenta de que no había soltado su mano y que los envolvía un silencio estridente que se prolongaba demasiado. Se apresuró a soltarla y a contestar.

—¡Ho…la!

—Me suena tu cara. ¿Nos conocemos?

—…

—Tengo buena memoria visual y estoy convencida de que nos hemos visto antes. ¿Te llamabas Laguarta…?

—Ulises Laguarta. Creo que nos conocemos…, del Instituto. En Boltaña.

—¿Del Insti…? ¡Claro! Ulises Laguarta. ¡Sí que te recuerdo, sí!

—Íbamos juntos a clase.

—¡Sí, sí! ¿Sabes qué pasa? Es que ese curso lo tengo bastante borrado de mi memoria.

¡Anda! ¿Y eso…?

—Aquel año, ¡lo pasé fatal!

—No sabía…

—¡Uf! ¡Casi ni me acordaba! Es que mi compañera tuvo muy enferma a su madre, ¿sabes?

—Ya.

—Y estábamos todo el día hablando de lo mismo. Como mi padre era el practicante de Aínsa, pues…, cada día mi amiga me daba el parte médico. Que si ahora tiene fiebre, que si no ha dormido en toda la noche… ¡Aquello fue un suplicio! Pero, claro, ¿cómo iba a dejarla colgada?

—Te marchaste a final de curso, ¿no?

—¡Pues sí! Mi padre se trasladó a Zaragoza y toda la familia nos fuimos para allá. ¿Y tú? ¿Qué hiciste? ¿Seguiste estudiando?

—Acabé allí el BUP…, pero luego lo dejé. No encontré nada para estudiar que me llamara la atención.

—Yo es que siempre tuve claro que me gustaban los animales…, y por eso me hice veterinaria.

Ya…

Ella miró la hora en su móvil y resopló agobiada.

—¡Me vas a perdonar! ¡Se me ha hecho tarde! Si no te importa, ya seguiremos hablando otro día. Es que me tengo que ir a casa enseguida. Le toca comer a Juan, mi hijo y si no estoy a la hora, Lucas se pone muy pesado.

—¿Lucas…?

—¡Sí, mi pareja! Ya te contaré con más tiempo mi vida y nos ponemos al día. Le echo un vistazo rápido a las vacas y me voy pitando…

—¡De acuerdo!

Cuando el Suzuki abandonó la granja, se sentó en el porche. Encendió un cigarrillo para intentar recuperarse de semejante sorpresa. Todavía sentía el corazón latiendo velozmente y la respiración agitada. Tuvo la sensación de que el tiempo se hubiera detenido en aquel curso del Instituto. Ella continuaba dando sus pasos de la misma manera que en esos recuerdos. Se movía igual que aquella hoja arrastrada por el viento que guardaba en su memoria. Como no había abierto la boca demasiado, tenía la esperanza de que no se hubiera dado cuenta del impacto que había supuesto para él ese reencuentro. Porque, desde aquel instante, en su interior, algo se movió de sitio. Sus sentimientos no aparecían en el orden ni en el lugar donde los había colocado. Recobró emociones que creía olvidadas. Contemplaba su vida con otra perspectiva. Y, a partir de aquel momento, su devoción por Marga se resintió sin remedio. Cada semana, cada mes, gramo a gramo, enflaqueció su interés, como si su relación sufriera del mal de la solitaria. Después de más de un año con ella, no había llegado nunca a asumir la idea de convivir juntos, aunque creyó ingenuamente que el tiempo ayudaría a fraguar algo sólido entre ambos. Pero, desde que Lola reapareció, su relación no le colmaba de emoción lo suficiente. Dejó de considerarla una prioridad. El deseo se había reducido paulatinamente y el cariño que sentía no resultaba tan importante como para sostenerla. Desde un principio, Marga había aceptado los términos que él había impuesto. Pero el impacto que causó la entrada en escena de Lola, sin conocer la razón, no le pasó desapercibido. Tomó nota del aumento de su desgana y de cómo se enfriaba su ardor. Comenzó a abusar del alcohol y, en mayor medida, del costo. Cada vez que se citaban, ella terminaba la velada en malas condiciones. Una noche de sábado, en su segunda primavera juntos, preparó cena para los dos en su apartamento.  Al levantarse de la mesa y pasar al sofá, cargó en exceso de costo los dos porros que, uno tras otro, sorbió con avidez, a la vez que daba grandes tragos a su copa. Cuando se dirigía hacia el baño, de repente, se desplomó desvanecida en el suelo. Ulises se asustó. Le puso los pies en alto con unos almohadones. Se sentó en el suelo junto a ella e intentó reanimarla a base de agua fría en las sienes y dándole palmaditas, pero no recuperaba el sentido. Estuvo a punto de llamar a una ambulancia. Insistió unos minutos más con el agua. Por fin, consiguió que volviera en sí.

—¡Ah…!

—¡Marga! Marga, ¿me oyes?

—¿Qué…, ha pasado?

—¡Te has desmayado! Has caído redonda cuando venías hacia el baño.

—¡Uf! Me duele la cabeza un montón… ¡Me siento fatal!

—¡No me extraña! Te has fumado los canutos hasta la boquilla…, y, aún no habías apagado el primero cuando has empalmado con el segundo. ¡Cómo no te vas a sentir mal!

—¡Chico, que no es para tanto!

—¿Qué no? ¿Y el copazo de gin-tonic? ¡Te has bebido hasta la corteza del limón!

—¡Qué exagerao!

—¿Exagerado? Si llega a venir la ambulancia, ¡a ver cómo se lo explicas!

—¿Qué ambulancia?

—¡No conseguía despertarte! ¡A ver qué hubieras hecho tú!

—No me digas…, que estabas preocupado por mí. ¡Qué tierno! ¿Y estos almohadones? ¡Ah! Los has puesto para subirme los pies…

—¡Déjate de chorradas que lo he pasado fatal!

—¿Por mi culpa? ¡Ven! Acércate que te voy a compensar.

Se incorporó para ofrecerle sus labios y se fundieron en un tierno beso de cariño que les transportó a sus primeros tiempos y concluyó en su dormitorio, disfrutando ambos del cuerpo del otro. Ese incidente con final romántico no modificó los auténticos sentimientos de Ulises. Aquella madrugada se quedó desvelado, con Marga abrazada a él, mientras roncaba con suavidad. Durante varias horas, intentó poner en orden el revoltijo de emociones que le asaltaban. En su cabeza comenzó a asumir que su relación había alcanzado un punto muerto. A pesar de sus reticencias a admitirlo, aquello no tenía futuro y se había negado a asumirlo. Finalmente, se quedó dormido con las imágenes de Lola mirándole fijamente a los ojos, como si buceara en lo que había detrás de ellos y soñó que con esa misma mirada hipnótica se transformaba en el gato sonriente de Alicia en el país de las maravillas y le acompañaba en su recorrido a través de un bosque imaginario.

Unos meses después, en su paseo por delante del porche de Casa Laguarta, aspiró profundamente la fragancia a tomillo y resina que se propagaba desde las laderas próximas al pueblo. En la parte alta de Escún soplaba una ligera brisa que refrescaba el ambiente, muy pegajoso durante toda la semana. Alguna nube solitaria se divertía correteando por el cielo, pero no se percibía aire de tormenta. Contempló ensimismado los gruesos muros de piedra, el soberbio alero de madera labrada y el gran arco de herradura sobre la puerta de entrada, vestigios de su origen señorial y que, durante la gestación de la casa rural, había respetado de manera escrupulosa. Esa mirada al pasado lo transportó a sus primeros años de vida, cuando era considerado en su familia un ser afortunado. Enseguida, desechó de un plumazo esos fotogramas de su infancia porque el recuerdo de la pérdida de sus padres todavía dolía demasiado. El extremo recortado de su dedo meñique comenzó a despertar y le trajo algunas imágenes de su huida a Marruecos y de su amigo Rashid. Enseguida, la añoranza de Rocío se presentó con fuerza, acompañada de náuseas en la garganta y, a pesar de su insistencia, con algunos detalles difusos, ocultos por la neblina del tiempo que iba transcurriendo. No cesaba de preguntarse a todas horas por su paradero y su nueva habitación sin estrenar no ayudaba demasiado. Se distrajo observando a distancia las empedradas calles del pueblo.  No vislumbró personal transitando y supuso que la mayoría aún estaban ocupados con los desayunos. En un extremo del casco urbano, contempló que seguía echado el portón de La Cuadra, el bar del pueblo que regentaba Ilona, la lituana que acudió a la inauguración de la posada. Se trataba de una compacta cincuentona de voz potente y melena rubia con raíces oscuras. Su firme carácter no le había granjeado amistad con todos los vecinos, pero para Ulises se trataba de una persona recta. Con el nombre de su establecimiento no se había complicado demasiado las ideas, porque había instalado el bar en las cuadras de una vieja casona. Hacía dos años que apareció por allí, recién llegada desde su país con el dinero justo, huyendo de un marido despiadado que la maltrataba cómo deporte. Casi no hablaba el idioma, pero aprendió rápidamente lo necesario. Eso sí, cuándo se enfadaba, dejaba el español a un lado y comenzaba a despotricar en su lengua materna y, aunque nadie entendía una sola palabra, se comprendía perfectamente que algo o alguien no le agradaba. Muchos cicloturistas franceses, habituales de la zona, tenían por costumbre detenerse en La Cuadra a tomar el plato del día para reponer fuerzas antes de continuar. Esa parroquia medio ecologista, le permitía a Ilona dejar de lado como clientes a aquellos vecinos que, en su opinión, no se comportaban en su local como es debido y sin que su negocio se viera perjudicado.

A lo lejos, creyó distinguir alguna autocaravana que remontaba con dificultad la carretera, seguramente también franceses, que se dirigían al interior de la Sierra de Guara para disfrutar del laberinto acuático del río Vero. Comprobó una vez más la hora en la pantalla del móvil. En las últimas semanas, el viejo reloj de pulsera que había heredado de su padre no caminaba al ritmo debido, como si comenzara a padecer achaques propios de la edad y ya no resultara fiable. En más de una ocasión, el interventor de la Caja Rural de Boltaña o el comercial de la lavandería industrial le habían sacado los colores por llegar tarde a una cita. Esa mañana se había abrochado la última camisa que le compró en Barbastro su madre que en paz descanse —en un color que denominaban chicle—; y, por encima de sus gastadas botas camperas, los mejores vaqueros que tenía. Le picaba la nariz por el aroma del aloe vera. Se había ocupado un buen rato en el afeitado, delante del espejo del baño, con una minuciosidad impropia de él. Aquello le incomodaba por lo que suponía de cambio de hábitos. Durante unos minutos deambuló en círculos frente al porche de la casa. Aburrido de la tensión que comenzaba a agobiarle, optó por tomar asiento en el banco de piedra y fumar un cigarrillo. Escuchó el timbre del móvil y respondió a la llamada de un número desconocido.

—¿Dígame?

—…

—Sí, Casa Laguarta.

—…

—Sí, eso es. Habitación doble con baño dentro, sí.

—…

—Sí, sí, incluye el desayuno.

—…

—¡Por supuesto! Si anula la reserva, por lo menos con una semana de antelación, la señal se devuelve, claro.

—…

—¡Bueno! Pues usted se lo piensa y ya me dirá…

—…

—¡De acuerdo! Muy bien. ¡Adiós, adiós!

No perdió un segundo más en esa conversación porque en los últimos tiempos había aprendido a dejar a un lado la ansiedad por el ritmo de reservas en su nueva actividad. No había sido su único descubrimiento sobre la hostelería rural desde que inauguró las habitaciones. Había comprendido que su nuevo oficio consistía fundamentalmente en un poco de ingenio y trabajo y mucha paciencia. En el tiempo transcurrido había conocido todo tipo de personajes, suficientes para doctorarse en psicología del comportamiento humano. Además de esos clientes que dejaban a un lado el turismo para engañar a su mujer y otros similares, meses después de la inauguración, apareció por allí, sin reserva previa, ni compañía, un cliente americano. Como único equipaje, iba provisto de una mochila de cuero. Afirmó, en su español macarrónico, que era químico y venía de Denver. Con lo que llevaba visto en su nuevo negocio, dudó sobre las virtudes del personaje. Tras unos días de estancia, no consiguió averiguar a qué dedicaba su tiempo. Había comprobado que no se ocupaba demasiado en hacer turismo por la zona, un síntoma sospechoso. En esas fechas, se habían instalado en el pueblo dos parejas jóvenes venidas desde Sangüesa. Pretendían fabricar cerveza artesana en una de las granjas abandonadas a las afueras del pueblo. Sorprendentemente, el americano se ofreció a ayudarles. Ulises nunca supo qué ingredientes o fórmula mágica les facilitó, pero en cuanto se puso a trabajar con ellos, la cerveza artesana Ara del Sobrarbe se empezó a vender como la espuma. Y poco después del éxito, sin demasiadas explicaciones, el americano pagó su cuenta en Casa Laguarta y desapareció para no regresar.

Retomó sus meditaciones. Estaba cansado de sus propias negaciones. Los monosílabos que le servían para no embarullarse cuando concertaba visita. La agitación que le recorría el cuerpo la noche anterior y que le mantenía desvelado hasta altas horas. La dificultad para tragar saliva por la garganta cuando se acercaba la hora. En aquel momento de su vida, todo eso le desconcertaba. Se sobresaltó por la aparición. Oculto entre las tinieblas del humo y absorto en recuerdos y pensamientos, no le oyó llegar.

—¿Qué te cuentas, zagal?

—¡Ah! ¡Hola, Carmelo! ¿De dónde sales?

—De ver el terreno municipal, aquí tras lo tuyo del hostal… ¡pa lo del pabellón, ya sabes!

—Ya…

—Y tú, ¿aguardas visita o es que tiés algún huésped especial?

—¡No! ¡Qué va! Es que, necesitaba que les echaran un vistazo a las vacas y estoy esperando a la veterinaria. Últimamente no las veo yo muy católicas, ¿sabes?

 —¡Ya! Mú concentrao te veo pa tan poca cosa, y también, ¡mú engalanao!

—¡Pshh! Lo normal.

—Por cierto. El jueves acudirás, ¿no?

—¿A qué?

—¿A qué va a ser? ¡A la reunión en el Ayuntamiento pa lo del pabellón!

—Carmelo, ¡joder! Si ya sabes tú que a mí lo de la política…

—¡Pero, qué cojones! ¡Que tendrá que ver la política con esto! ¡Si esto es una cosa estupenda pa los vecinos! Y, además, ¡con lo que me ha costao conseguir la subvención! ¡Cuántos querrían tenerlo en su pueblo! ¡Coño! Si tú supieras lo que me encuentro cada vez que voy a las reuniones de la Comarca…, ¡es que ni te l’imaginas!

—Si ya lo sé, pero lo de ir a esas tertulias, que nunca sabes cuándo van a terminar, ¡ya sabes que no es lo mío!

—¡Bueno, tú sabrás! Pero luego, ¡no nos andemos quejando de las cosas q’acemos en el Ayuntamiento!

—¡No me atrevería!

—¡Pues eso! Me voy, que llevo prisa y me paece que ya está aquí tu visita.

—¡Sí, sí, claro! ¡Hasta luego!

Mientras se despedía distraído del alcalde, observó el viejo Suzuki que se acercaba por el camino de la granja levantando una gran polvareda. Metió las manos en los bolsillos traseros del vaquero para disimular su nerviosismo. El todo terreno se detuvo frente al porche.

—¡Hola!

—¿Qué tal, Lola?

—¡Bien! Perdona el retraso, pero es que el coñazo de Juan, cuando se pone impertinente, lo cogería y no sabes….

—¡Ja, ja, ja! ¡Ya me imagino! ¡No te preocupes!

—¡Bueno, que no te voy a dar la tabarra con mis problemas! ¿Echamos un vistazo a las vacas?

Cuando terminó el reconocimiento, la veterinaria, sin decir una palabra, se retiró con cuidado el largo guante de plástico que se había enfundado en el brazo y el mandil de hule. Salieron de los establos y se acercaron nuevamente al porche de la casa. Compartieron la lumbre para sus cigarrillos.

—Pues yo, Ulises…, las veo bien.

—¿Tú crees? No sé, me parecía…

—La temperatura basal y las pulsaciones son normales; la viscosidad del tapón aparentemente es buena, y los terneros…, todavía no se han encajado, pero están bien orientados.

—Ya.

—Salvo que en las últimas semanas haya algún cambio en la posición, yo creo…

—Es que, me daba la impresión de que a lo mejor se habían movido, porque como las vacas han estado más inquietas de lo habitual…

—¡Bueno! Tú sigue observándolas por si hubiera algún cambio inesperado, pero ahora mismo…

—¡De acuerdo! ¡Eso haré! ¡Oye! ¿Te apetece un café?

—Pues la verdad es que, peleándome con mi hijo para que se vistiera, no me ha quedado mucho tiempo para desayunos.

—¡No te preocupes! Siéntate, que te lo traigo en un momento. ¡Está recién hecho!

Acomodados en el porche saborearon sus tazas con la mirada perdida en el horizonte. De repente, ella pareció acordarse de algo y abrió su maletín para sacar un libro.

—¡Casi se me olvida y me la vuelvo a llevar! ¡Toma! La novela que me dejaste.

—¡No te preocupes! Pero, ¿te ha gustado?

—La verdad es que, al principio se me hacía un poco cuesta arriba, pero como me comentaste que era tan buena, continué adelante… ¡y luego no podía dejarla! ¡Me ha encantado! ¡De verdad!

—¡Me alegro! Me imaginaba que te iba a gustar Carmen Laforet. A todo el mundo le sucede.

—¿Sabes? Leyéndola te das cuenta de lo importante que son algunas cosas…, como la familia, los amigos…

—¡Ya! Lola, ¿te puedo hacer una pregunta?

—¡Claro!

—Tú…, tú al final, estudiaste la carrera allí en Zaragoza ¿verdad?

—¿Es que se me pegó mucho el acento?

—¡No! ¡Qué va! Es que me preguntaba…, ¿cómo fue que decidiste volver por aquí?

—¡No es ningún secreto! Cuando destinaron a mi padre a Zaragoza y nos marchamos de Aínsa, decidió que no deseaba abandonar del todo el Pirineo y compró una casa que estaba a la venta en Boltaña. Muchos fines de semana, ya sabes, cuando todavía no había autovía, viajábamos hasta allí. ¡Bueno…! En realidad, solo íbamos a dormir a la casa, porque a mi padre le apasionaba la montaña y nos pasábamos el día haciendo senderismo. Desde el Ibón de Cregüeña al transcurso del Vero, creo que hicimos rutas por todo el Sobrarbe, la Ribagorza y Guara. Cuando hace un año me separé del padre de Juan, el niño solo tenía diez meses y tuve claro que no me apetecía que mi hijo se criara en la capital. Mis padres habían fallecido y mi hermana, ¿te acuerdas de ella? vive en Nueva Zelanda, es bióloga, ¿sabes…? Así que, en cuanto pude, me subí para acá. Poco después conocí a Lucas y…, enseguida se vino a vivir con nosotros.

—O sea, que te has encontrado a gusto en tu regreso a la montaña.

—Pues… ¡la verdad es que yo diría que sí! ¿Por qué lo dices?

—¡No! Te lo comento porque me preguntaba si, una mujer moderna como tú, no echaría de menos las comodidades de la ciudad y eso...

Lola le miró fijamente, un poco sorprendida de la deriva de la conversación que en un principio parecía intrascendente. Algo en la mirada de Ulises le llevó a contestarle con sinceridad.

—Bueno, ya sabes que con mi trabajo y el pequeño no tengo tiempo ni para rascarme la nariz.

—Ya.

—Pero a la vez, tanta actividad me sirve para no sentirme aislada. Además, tengo amigos repartidos por los valles y como a Lucas no le gusta mucho lo de moverse de casa, sigo haciendo rutas con ellos casi todas las semanas. Tenemos una especie de club, bueno…, es algo informal, formamos un grupo de whatsapp y, el que puede, se apunta a la caminata que haya planeada.

La miraba en silencio, cuando ella concluyó con una sonrisa comprensiva y una pregunta que le pilló desprevenido.

—Pero respondiendo a tu pregunta, sí, tengo claro que quiero vivir en la montaña. ¿Te referías a eso? ¿Eso es lo querías saber?

—¿Eh…? ¡Perdona, joder, no pretendía molestarte!

—No te preocupes, que no me molesta. ¡De verdad! Si desde el Instituto no te hubiera considerado como «persona de fiar» que decía mi abuela, hubiera esquivado tu pregunta, te habría devuelto con el libro también la taza de café y me hubiera marchado. A pesar de algunos comentarios recientes sobre ti que, también lo decía mi abuela, una señorita no puede repetir, desde que éramos niños me inspiraste confianza. ¡Pero cuidado, eh!  ¡No te lo vayas a creer!

—¡No, no! ¡Claro que no! Y en cuanto a los comentarios de la gente…

—¡Pues eso! ¡Ni puñetero caso! ¡Bueno! Y ahora, como terminaba las conversaciones también mi abuela, ¡cada mochuelo a su olivo!

Se puso en pie, dispuesta a marcharse.

—Por cierto… ¿el 23 irás a la sanjuanada?

Ella se detuvo y le miró extrañada.

 —¿A qué te refieres?

—¿No…, no sabes lo que es?

—La verdad…

—¡No me jodas que nadie te ha hablado de la sanjuanada! —sonrió de oreja a oreja—. Pero, ¿tú de verdad eres veterinaria?

—Bueno, al menos eso pone en el título que me dieron en la facultad.

—Nadie te ha contado que la noche de San Juan, después de que se apagan las hogueras, se va a la plana…

—¿Y…?

—No es algo que se puede contar. ¡Hay que verlo en persona para vivirlo! Tendrías que venir conmigo… ¡y con mi amigo Alberto! Porque vamos siempre juntos.

—¡No sé, Ulises! Quizás es mejor que sigas yendo con tu amigo.

—¡Hostia! ¿Y qué vas a hacer la próxima vez que en una granja te hablen de que van a acudir a la sanjuanada? ¿Poner cara de pasmada?

—¡Joder! No sé…, si es tan importante, quizás tengas razón… Pero, Lucas, tendría que venir también. No tengo ganas de que se quede en casa…, con el morro retorcido.

—¡No se hable más! Te llamo dentro de unos días, ¿de acuerdo?

—¡Vale!

Cuando el vehículo se alejaba, dedicó unos instantes a imaginar la cara de estupefacción que iba a dibujar Alberto cuando le contara que ese 23 volvían a presentarse en la sanjuanada, a la que hacía siglos que no habían acudido y, además, con la veterinaria y su novio.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA SANJUANADA

 

A última hora del jueves, en el modesto salón del Ayuntamiento, asistía por primera vez a una reunión de los vecinos por el asunto del pabellón municipal. Le habían asegurado que era la última; así y todo, había acudido de mala gana y solamente por el qué dirán.

—¡Tenemos que sacar adelante el proyecto del pabellón por cojones! Porque si no…, ¡no puó volver a la comarca a pedir ni un euro! Si la subvención que te dan p’acer algo no la gastas o no lo terminas…, ¡date por joío! Te ponen en la lista negra… ¡y ya te pués olvidar de conseguir una subvención nunca más! Así que…

—¡Ahí, ahí…!

—¡Hostias! ¡El Carmelo tié razón!

—Pero…, ¡bien habrá que tener en cuenta las lindes!

—Si es bueno para el pueblo…, ¡es bueno para tós!

—¡Sí, sí…!

—¡Pos claro!

—¡Hay que empezar las obras cuanto antes, no sea que lo perdamos tó!

—¡Eso!

Un sopor pegajoso le impedía estar atento a los detalles que allí se ventilaban. La noche pasada apenas había conseguido dormir un par de horas después de haber ocupado la mitad de la tarde discutiendo con Marga. Se volvió histérica después de que le anunciara un cambio de rumbo en su relación…, hacia ninguna parte. Como ella ya no se resignaba a sus evasivas, cada vez más retorcidas, comprendió que había llegado el momento de poner fin a aquello. No imaginó que se tratara de una noticia sorpresiva, porque ella misma había criticado su tibieza de los últimos tiempos que había crecido de manera contundente, lo mismo que sus silencios. Y a él también, cada vez le resultaba más complicado y tedioso mantener el barniz de la normalidad, aparentando estar ocupado constantemente para quedar con ella por la aparición en la posada de clientes inesperados. Finalmente, había abierto los ojos a que, lo que existiera entre ambos, no tenía que ver con sentimientos, sino con necesidades. Por eso, no se sintió capaz de prolongar aquella relación apuntalada, como para derribo. Sin embargo, con todos los indicios que Marga tenía en la mano antes de que él iniciara su monólogo, desde un principio lo había tomado a la tremenda. Y un par de horas después, terminó explotando en un manojo de gritos y reproches. De manera que la escena finalizó con Ulises expulsado del apartamento a empujones en un lamentable adiós. Esas fueron las razones por las que había pasado la noche en vela. Había asistido como un mero espectador a su propio interrogatorio despiadado. El fiscal de la acusación, que se semejaba a él mismo, le formuló una batería de crudas y agresivas preguntas acerca de cómo se había comportado con Marga. Esas interrogantes ponían en el disparadero sus cualidades como persona. Y no consiguió escuchar una sola respuesta a su favor en la interminable madrugada.

Apoltronado contra el respaldo del asiento, con las piernas estiradas y las camperas sobre los barrotes de la silla de delante, acabó adormilándose durante los últimos minutos de la reunión. Hasta que se tambaleó y casi acaba en el suelo porque, de repente, los congregados se levantaron para aplaudir. Puesto en pie, comenzó también a dar palmas, a la vez que trataba de enterarse del resultado.

—¿Ya está…? ¿Se ha acabado?

—¡Sí, hijo, ya s’a terminao!

—¿Se ha aprobado lo de Carmelo?

—¡Sí, sí…, es lo mejor pa’l pueblo!

A la salida del salón, rodeado por los demás vecinos que se marchaban, saludó de lejos a Ilona, la lituana, que nunca se perdía una reunión en el Ayuntamiento. Se acercó a dar dos besos a la señora Jordana que había acudido con Lorenzo y también con su nieto.

—¿Qué tal, hijo? ¿Cómo estás?

—¡Bien, bien! Y tú, Eric…, ¿cómo vas con la tahona y la tienda?

—Bueno… ¡Ahí estamos!

—¡Los comienzos son duros, chaval! ¡Qué me vas a contar! Pero, como te dije, si le pones ganas…, ¡joder, se sale adelante! ¡Ya lo verás!

—¡No, no! ¡Si no me quejo! Lo único que hace falta es que los de siempre…, ¡dejen de tocarnos los güevos con sus ocurrencias!

—¿Por qué dices eso?

—Yo…, ¡yo ya sé lo que me digo!

El chico, visiblemente molesto, se separó de ellos y salió de estampida, sin despedirse.

—¡Ay, esta juventud! ¡Qué poca paciencia tienen!

—Pero, señora Jordana, ¿qué mosca le ha picado al chico?

—¡Cosas de la edad! Es verdad que este Carmelo es un poco cacique…, ¿qué te voy a contar a ti que no sepas? ¡Pero, en fin! Tampoco hay que dramatizar, ¿verdad? ¡Vamos, Lorenzo que se nos marcha el chico! ¡Adiós, Ulises!

—¡Adiós, señores!

Se disponía a regresar a casa, cuando a la puerta del Ayuntamiento se encontró de frente con el alcalde.

—¡Hombre, Carmelo! ¡Enhorabuena!

—¡Bueno, gracias! Ya sabes que, si el pueblo quié pabellón, yo estoy obligao.

—¡Ya, ya! Pero no me negarás que siempre te sales con la tuya. Ahora que no nos oye nadie —miró a un lado y a otro—, ya me dirás tú… ¡qué cojones vamos a hacer en un pueblo tan pequeño con un pabellón de fiestas!

En un instante cambió la expresión, falsamente amistosa, del edil.

—¡No me vengas tocando los güevos, Ulises! ¡To’l pueblo ha hablao! Y los vecinos han decidío libremente qu’es lo mejor pa ellos.

—¡Bueno, bueno! Si tú lo dices…

—Además, ¡los afectaos habéis tenido tiempo de dar vuestra opinión y ninguno ha dicho nada en contra! ¡Buenas noches!

Perplejo, observó cómo se alejaba en la noche. No terminaba de comprender a quienes se podía referir con los afectaos. Al día siguiente por la mañana, decidió regresar al Ayuntamiento. Tomó la amplia escalera para remontar, peldaño a peldaño, hasta la planta superior. Por la puerta entreabierta observó a Raúl el escribano, como denominaban todos en el pueblo al administrativo municipal. Diez o doce años mayor que él, escondía el rostro bajo una larga melena rizada que le caía hasta los hombros, gafas de pasta negra y una espesa barba que acariciaba con deleite. Siempre habían mantenido una buena relación, sin conflictos de ninguna clase. Sentado en la diminuta oficina, mondaba una manzana con su navaja encima de una servilleta de papel, a modo de pequeño mantel. Cortó un buen trozo de la pieza y la engulló con satisfacción. Examinaba muy concentrado unos documentos desparramados sobre la mesa. Para no inquietarle, prefirió golpear con los nudillos en la puerta.

—¡Ah! ¡Buenos días! ¡Pasa, amigo!

—¡Hola! ¿Puedo hablar contigo un momento?

—¡Pues claro! ¡Siéntate!

Se acomodó en la silla. El otro, abandonó la fruta en un cajón de la mesa, mientras suspiraba. Después de limpiar el filo de su acero con la servilleta, lo cerró. Concluyó haciendo un gurruño con el falso mantel para encestarlo en la papelera. Ulises se frotó los ojos y carraspeó, tratando de despejar la garganta. No se encontraba en su mejor momento. Había pasado nuevamente la noche en vela, después de la breve conversación que mantuvo con el alcalde. Todavía resonaban en su mente algunas frases y, sobre todo, los comentarios de la señora Jordana: «este Carmelo es un poco cacique…, ¿qué te voy a contar…?».

—Ayer…, resulta que, con todo el jaleo de la aprobación del pabellón de festejos, no me enteré muy bien.

—¿Sí?

—Me refiero a que, ¡no tengo muy claro en qué me puede afectar a mí esta historia del pabellón para el pueblo!

El otro cambió su expresión y le miró serio y extrañado.

—¿No te…? —no parecía dispuesto a terminar la pregunta.

—…

—¿No…, no habló contigo el Carmelo hace unas semanas?

—¿Carmelo? ¿Y de qué tenía que hablar conmigo?

El escribano, que parecía cada vez más preocupado, se levantó a cerrar la puerta y regresó para tomar asiento junto a él. Se retiró las gafas y se restregó el rostro con las manos, mientras resoplaba con fuerza.

—¡Este tío es la leche!

—¡Pero, joder! ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué tengo que ver yo con lo del pabellón?

—Verás…

—¿Sí?

Movía la cabeza de un lado a otro y se resistía todavía a comentar algo que le resultaba demasiado violento.

—¡De verdad que…! ¡En fin, maestros tiene la iglesia! Yo te cuento lo que sé.

—¡Me tienes en vilo!

—Viene a resultar que, la parcela municipal sobre la que se iba a construir el pabellón…

—¿Sí?

—Pues que…, no daba las dimensiones mínimas para levantar el pabellón.

—¡Ya! ¿Y…?

—Pues que, si no tenía las dimensiones necesarias, no se podía construir y seguramente…, ¡se iba a perder la subvención de la comarca!

—Y yo, ¿qué pinto en todo eso?

—Ya sabes que el terreno municipal está detrás de tu granja, bueno…, en realidad, detrás de la casa que mudaste en hostal.

—Pero…

—Entonces, se pensó que con un trozo de lo tuyo y los de un par de vecinos del otro lado…

Ahora lo entendió. El alcalde se quería apropiar de una parte de su granja con tal de sacar adelante lo del pabellón. Ulises se había desentendido de ese tema como si no le incumbiera, cuando prácticamente intentaban robarle. Le vino a la cabeza la imagen de su padre puesto en esa situación. Imaginó que con él Carmelo no se hubiera atrevido a tanto. Si no hubiera estado sentado con el administrativo en la oficina del Ayuntamiento habría soltado un par de gritos. Por eso hace unos días le insistió tanto el alcalde en lo importante que era el tema y en que, si no se acudía a las reuniones, no habría razón para quejarse más tarde. Delante del escribano no acertaba a reaccionar. Su mente se había bloqueado.

—Pero, Raúl, ¿y los demás afectados? ¿No han protestado? ¡Yo no he oído decir nada por el pueblo!

—Bueno…, es que, en realidad…, la parcela más afectada…, es la tuya, porque los otros linderos…, fallecieron sin herederos hace años…, y hoy en día, esos terrenos…, son de la comunidad autónoma. ¡Y, claro, como comprenderás, con ellos no hay problema!

Lo entendió a la primera. Los terrenos a los que se refería estaban regidos por los amigos de Carmelo, los políticos de la comarca que tan buenos contactos mantenían en la capital.

—¡Me cago en su padre!

—¡Es lo que hay! ¡Pero yo es que creía que te lo habría comentado! ¡Hace semanas que me dijo que iba a hablar contigo…!

—¡Pues no me ha dicho ni media!

—¿Y qué vas a hacer?

Lo miró fijamente en silencio. Se puso en pie con desgana y salió de la oficina sin despedirse, ni responder a la pregunta del amable funcionario. Una vez fuera del Ayuntamiento, subió a su furgoneta y se alejó hasta las afueras de Escún. Se detuvo delante de un almacén de construcción que tenía el patio delantero invadido de materiales apilados sobre palieres, a modo de amplios pasillos. Salió del vehículo y caminó con lentitud hasta la puerta de la valla que rodeaba el recinto. Observó al alcalde que se encontraba de pie al fondo de la parcela. Permanecía pensativo, mordisqueando su habitual faria que no abandonaba nunca a pesar de los consejos médicos y envuelto en una nube de humo que se abría paso con dificultad a través de su poblado mostacho. Paso a paso, se acercó hasta él. Finalmente, el otro se había dado cuenta de la visita y le aguardaba inmóvil y con los brazos en jarras.

—¡Buenos días!

—¡Buenos días! ¿Qué se t’ofrece, zagal? ¿Vas a ampliar el negocio de hostelero y necesitas material?

—¡No! Me han contado lo del pabellón…, y lo de los terrenos míos que dicen que hacen falta.

—¡Es imprescindible! Ya lo siento, pero…

—¡Pero son míos, no tuyos, joder! ¡Y no puedes hacer…!

—Si hubiera habido otra manera, ten por seguro…

—¡Hostias! ¡No me vengas con monsergas! El terreno es mío…, ¡y no te lo vas a quedar por la cara!

El alcalde le miró, guiñando los ojos a través del humo de su faria que parecía crepitar conforme subía la temperatura entre los dos.

—¡Bueno! De tos modos, ¡ya está decidío! ¡Es cosa hecha!

—¡Me cago en…! ¡No te pienses que me voy a quedar de brazos cruzados contemplando cómo me robas!

—¿Y qué vas a hacer, zagal? Ya viste anoche que to’l pueblo está de acuerdo, así que…

—¡Esto no va a quedar así!

Salió del almacén fuera de sí y subió a la furgoneta dando un portazo. Condujo indignado hasta el pueblo; pasó de largo y continuó en dirección norte. Al llegar a la general, giró a la izquierda, hacia Boltaña, pero se salió de la nacional antes de llegar. Aparcó la furgoneta delante del edificio principal de las oficinas de la Comarca. Antes de entrar, respiró profundamente para calmar sus nervios. De la indignación del primer momento, había mudado a una honda preocupación. Si le expropiaban los terrenos de detrás para levantar el pabellón municipal, las posibilidades de crecimiento de su alojamiento rural en un futuro quedarían seriamente perjudicadas. Es cierto que la hipotética ampliación del hostal siempre hubiera estado condicionada a las limitaciones urbanísticas de su granja, pero contaba con que su aparente buena relación con el alcalde eterno ayudaría a solventar los contratiempos administrativos que hubieran surgido. Aguardó de pie más de media hora a que le atendiera alguno de los técnicos, parapetados tras gruesas mamparas de cristal. Por fin, le dieron paso a un minúsculo despacho. Se sentó en silencio y aún permaneció unos minutos a la espera de que aquel joven con gafas de diseño de un azul intenso concluyera de escribir algo en el teclado del ordenador. Le atendió con una sonrisa y un tono cercano.

—¡Buenos días! ¿En qué puedo ayudarle?

—Verá usted…, me llamo Ulises Laguarta y vengo de Escún.

—¡Estupendo!

—No sé si conoce que está proyectada allí la construcción de un pabellón de festejos.

—¡Sí, claro! Además, Carmelo nos tiene al tanto de todo.

La mera mención del nombre del alcalde le revolvió el estómago. Aquel funcionario comenzaba a darle mala espina.

—Yo…, yo soy uno de los afectados.

—No comprendo a qué se refiere.

—Pues es que…, uno de los terrenos que parecen hacer falta para levantar el pabellón, me pertenece…, forma parte de mi granja… —no supo por qué, pero prefirió no mencionar su nueva actividad hostelera.

—¡Bueno! Pero se trata solo de unos pocos metros…, ¡no llega ni a media fanega!

—¡Pero son míos!

—¡Ya!

En ese momento el joven cambió de actitud. Desapareció su sonrisa fingida. Comenzó a mover la cabeza como dudando de sus intenciones.

—Me temo que no puedo ayudarle mucho más. El expediente de expropiación urgente está muy avanzado…, y, en breve, se van a remitir las notificaciones personales. De todos modos, cuando la reciba, puede efectuar las alegaciones que considere oportunas.

—¿Pero es que no van a hacer nada? ¡Quieren quedarse mi terreno por la cara!

—¡No, no, no! A usted en su momento se le indemnizará adecuadamente….

—¿Adecuadamente? A mí el terreno me hace falta para…, ¡para ampliar mi granja! Sin esos metros, ¡estoy condenado! ¿Cómo van a pagarme eso?

—No dude que se le va a pagar un justiprecio, o sea un precio justo, ¡pero claro! Los problemas particulares deben ceder ante lo colectivo, si no…

—¡Pero, joder! ¡Que es para un pabellón de festejos, no para un hospital o una carretera!

—¡Eso no tiene nada que ver! Además, ahora que caigo —tecleó algo en su ordenador—. Precisamente hace un rato nos han enviado el certificado de la Asamblea de que lo habían aprobado por unanimidad… Por cierto, ¿no acudió usted?

—¡Sí, bueno! Es que yo creía…, yo pensaba que no me…

—Si lo ha aprobado el pueblo por unanimidad en la Asamblea y, encima, usted estuvo presente y no hizo constar su voto en contra… ¡mejor que se vaya olvidando del terreno!

Mordiéndose la lengua a duras penas, rellenó un formulario que le facilitó aquel burócrata para presentar alegaciones contra la construcción del pabellón en su propiedad y lo dejó presentado en el registro. Salió de allí jurando que, en lo que le restaba de vida, jamás volvería a votar en unas elecciones.

—¿Vendrá…?

—¡Joder, Alberto! Por teléfono me ha dicho que sí, ¡y no ha vuelto a llamar para cancelarlo! Si le hubiera surgido cualquier problema, supongo que me hubiera avisado.

—¡Hostia puta! Pa mí, Ulises que con las mujeres nunca se sabe.

—¡No seas mal pensado!

Había llegado la noche del 23 de junio y, desde hacía veinte minutos, aguardaban a la salida de Escún. Permanecían apoyados en el pretil de la carretera, bajo el sereno temple del verano, mientras fumaban relajados. Era una noche perfecta. La luna recortaba con firmeza sus siluetas y, en lo alto, el cielo azuleaba cuajado de estrellas que parecían parpadear al ritmo de las cigarras. Unos minutos más tarde, observaron en la lejanía que se aproximaba lo que parecía el destello de algún vehículo de dos ruedas. En realidad, se trataba de un automóvil tuerto con un foco iluminado y el otro fundido. Apenas se distinguía la oscura silueta del Suzuki que instantes después se detuvo delante de ellos. Arrojaron al suelo las colillas para pisarlas y se acercaron a la puerta del conductor. Lola estaba al volante y viajaba sola. Tenía mal aspecto y un gesto de contrariedad que no les pasó desapercibido a ninguno de los dos.

—¡Hola! ¿Qué tal estáis? Lamento el retraso.

—¡Hola, Lola! Este, es Alberto.

—Encantada.

—…

Ulises abrió la portezuela del otro lado y plegó el asiento delantero para que subiera su amigo detrás y se acomodó en silencio junto a ella. Se moría por preguntarle dónde había ido a parar su novio, con el que tenía pensado acudir. 

—¿Y por dónde se va a esa puta ermita?

—Bueno…, si no te apetece…, o no es buen momento, lo podemos dejar…, no pasa nada.

—¿Yo? Por mis santos ovarios que vamos a ir a la sanjuanera esa, ¡o como se llame!

¡Sanjuanada!

Con un grito, le habían rectificado ambos al mismo tiempo. Se miraron los tres y se echaron a reír.

—¡Me vais a perdonar los malos modos! Pero no os imagináis el mosqueo que llevo encima. Es que, Lucas se ha puesto tontito…, ¡justo cuando había dejado al crío con la vecina y nos íbamos a marchar! ¡Como de costumbre me hace a mí llegar tarde! Que qué pintábamos nosotros allí, que estaba muy cansado… ¡siempre lo mismo! ¡Joder! Cada vez que se trata de ir a algo que me apetece, aparecen las pegas: no me encuentro bien, para qué vamos a ir…, y…, ¡ya estoy hasta arriba! —se le quebró la voz—. ¡No aguanto más! ¡Pero bueno! A vosotros…, todo este serial ni os va ni os viene.

—¡Mujer!

—Así que…, aunque sea lo último que haga en mi puta vida, Ulises, ¿por dónde coño se va a la ermita esa o lo que sea?

—Sigue recto hasta el cruce con la comarcal…

Cuando llegaron arriba, vieron a lo lejos que la hoguera de San Juan todavía alumbraba con intensidad. Dejaron el todo terreno al principio de la fila que se había formado a la orilla de la carretera y se acercaron caminando hasta los grupos de congregados alrededor de la fogata, frente a la ermita de San Pedro. Los allí presentes observaban embobados las hipnóticas llamas en un completo silencio. Echó de menos la presencia de su nuevo contrincante, Carmelo el alcalde, que jamás se perdía un acto público donde hubiera dos vecinos de Escún juntos. Todavía estaba pendiente de resolución su escrito de alegaciones contra la expropiación del terreno. Le habían informado de que, hasta transcurrido por lo menos un mes, no contestarían nada. Los tres contemplaron sin decir una palabra el espectáculo de fuego que siempre tiene algo de atrayente y mágico. Cuando la hoguera aflojó sus llamas, algunos comenzaron a desfilar para marcharse.

Lola le miró perpleja.

—¿Y bien?

—Ahora verás…

Unos cuantos vecinos se acercaron, uno a uno, a recoger de los restos de la hoguera alguna rama que continuara ardiendo. Alberto tomó una y, con cuidado, se la entregó a ella para que iluminara el sendero. Siguieron en silencio a los demás. Caminaron unos diez minutos, serpenteando monte arriba y abajo; hasta que la fila de antorchas se detuvo en la linde de un amplio claro, despejado de arbustos. Sólo ocupaban el terreno cuatro o cinco robles jóvenes o caxigos del grosor de un brazo. La comitiva se aproximó hasta uno de ellos, situado en el mismo centro de la plana y formaron un círculo a su alrededor, dejando que las improvisadas teas se consumieran en el suelo.

—¿Y ahora?

—Tú sígueme y haz lo que te diga Pedro.

Se acercó con ella al árbol, mientras un joven, alto y grande, lo golpeaba varias veces con su hachuela hasta que consiguió un grueso tajo a lo largo del tronco y separó las dos partes en forma de uve. Otro vecino esperaba frente a él. Ulises, sin previo aviso, tomó de la mano a Lola y se la entregó a uno de ellos que la animó a pasar por dentro de esa uve que formaba el corte del árbol. Ella dudó, pero se dejó llevar.

—¡Sí, tómamela Juan!

—¡Dámela p’aquí, Pedro!

Este volvió a recogerla al otro lado y nuevamente la pasó por dentro del corte para entregarla otra vez.

Sí, ¡tómamela Juan!

—¡Dámela p’aquí, Pedro!

Así, hasta un total de tres veces. Cuando terminaron de pasearla de un lado al otro del árbol, la acercaron donde la habían recogido y se despidieron amablemente de ella, que les correspondió con una sonrisa. Después de hacer lo mismo con un par de vecinos, aquellos jóvenes comenzaron a unir con pita y hojas las dos mitades del tronco abierto. Lola le miró perpleja.

—¿Y entonces…? ¿Ya está?

—Bueno…, hace falta esperar unas semanas para saber si el tronco cicatriza. Si el caxigo reverdece, tus males o los del animal que paseas por dentro del árbol, se van a curar.

—¡Pues qué bien! ¡Y para eso tuve que dejarme los cuernos estudiando cinco años en la facultad!

Ulises se sonrió con malicia.

—Nadie ha dicho que lo del caxigo funcione siempre. Cuando no sirve, entonces…

—¡Se llama a la veterinaria!

—¡No!

—¿No…?

—No. Por si el caxigo se seca, en la sanjuanada también se utiliza otro remedio. ¡Ven conmigo!

Caminaron monte a través con cierta dificultad. En un momento dado, se dio cuenta de la ausencia de Alberto.

—¿Y tu amigo?

—Llevaba prisa y tenía que marcharse pronto. Se bajaba con Juan y Pedro, no te preocupes.

A pesar de la luna, el terreno aparecía en sombras y era quebradizo. La condujo de la mano, mientras descendieron con cuidado por una pequeña barranquera.

—Pero, ¿dónde coño me llevas? ¿Es que me quieres despeñar?

—¡Todavía no! Fíate de mí, que estamos enseguida.

Alcanzaron el fondo de la hendidura donde se reflejaba la luna sobre un remanso de agua que manaba del caño hincado en una orilla.

—Esto…, esto de día, ¡tiene que ser una pasada!

—¡Ni te lo imaginas! Pero es un secreto que solo conocemos algunos del pueblo. Vamos a sanjuanarte.

—¿Cómo?

No contestó y se puso en cuclillas. Con las manos, chapoteó en el agua y cuando Lola menos lo esperaba, la roció utilizando las manos juntas.

¡Sanjuanada!

Por unos instantes, se mantuvo quieta, helada por el agua. Al final, reaccionó, se agachó y le lanzó también su ración, mientras le gritaba lo mismo.

¡Sanjuanada!

Como adolescentes en el Instituto, chapotearon y se arrojaron agua, persiguiéndose alrededor del estanque natural.

—¡Para, por favor! ¡Ja, ja, ja! ¡No puedo más! 

—¡Vale, vale! ¡Ja, ja…!

—¡Me duele todo el cuerpo!

—¡Y a mí! Bueno…, ahora, cuando un granjero te hable de la sanjuanada para sus animales…, ya sabrás a qué se refieren.

Se detuvieron una frente al otro, con la risa a flor de piel.

—Por cierto, Ulises ¿te puedo hacer una pregunta?

—¡Claro!

—¿Qué te sucedió en ese dedo?

—¿Qué prefieres? ¿La versión oficial o la real?

—¡Uf! ¡Me das miedo! Casi prefiero la versión oficial me parece…

Le contó el supuesto accidente sufrido en una serrería, mientras le mostraba la cicatriz que le había quedado como recuerdo. En ese momento, con sus cabezas casi rozándose, se miraron fijamente. La luz azulada de la luna, les iluminaba tenuemente. Con suavidad, le retiró a Lola un mechón mojado de la cara que colocó detrás de su oreja.

Es mejor que pares. Esto no está bien. ¡Sabes que vivo con Lucas!

—Ya…

—Entonces, ¿qué estás haciendo?

—¿Te ha contado alguna de las malas lenguas que estoy divorciado?

—Sí.

—Pues…, si algo he aprendido con mi divorcio es que las relaciones personales no son como creíamos de pequeños, cuando íbamos a clase en el Instituto.

—¡Precisamente por eso! Somos adultos y hay cosas que no están bien.

—Verás…, para mí las relaciones personales consisten sobre todo en buscar aquello que necesitas y no encuentras.

—¿Y qué coño pretendes? ¿Ir buscando entre todas las mujeres que vas conociendo para encontrar a alguna que te convenga?

—¡No, no…, claro que no! ¡No me refería a eso!

—Me parece… ¡que tienes una cara que te la pisas! ¡Que te den por saco!

—¡Lola, yo...!

Pero ella se marchó montaña arriba, hecha una furia, dejándole con la palabra en la boca y la sensación de que había metido la pata hasta el fondo. Unas semanas más tarde, concertó cita con ella por teléfono para que pasara a reconocer a las vacas. Cuando el Suzuki aparcó delante de la casa, estaba despidiendo a dos parejas jóvenes que se habían alojado el fin de semana en la casa rural. Los huéspedes subieron a los coches y se alejaron. Intentó hablarle, pero Lola le interrumpió con sequedad.

—¡Solo he venido a ver a las vacas! ¿Estamos…?

No se atrevió a contestar. Señalando con el mentón hacia la granja, se dirigieron los dos hasta allí. Cuando ella terminó el reconocimiento, se retiró del revés el guante de plástico que se había enfundado hasta el hombro y recogió el mandil. Salieron de los establos y se acercaron nuevamente a la casa. Parecía molesta y le hablaba como si se tratara de un desconocido.

—La cosa continúa igual. Creo que en…, dos o tres semanas, parirán.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Los terneros…, ya se han encajado y están bien. ¡Me marcho!

—¿No tomas un café?

—¡Llevo prisa…!

—Lola…, ¡tú misma me dijiste que debíamos comportarnos como adultos!

Lo miró con un gesto de furia, pero algo debió observar en sus ojos que la desarmó.

—Cinco minutos…

Tomaron el café en silencio, sentados en el porche, mientras apuraban sus cigarrillos y permanecían absortos en sus pensamientos.

—Esas dos parejas que he despedido cuando llegabas…

—¿El qué…?

—Te decía que esas parejas de huéspedes que se marchaban cuando tú has venido son de Pamplona.

—Ya.

—Uno de los chicos reservó por teléfono hace un par de semanas.

—¡No tengo tiempo para esto!

—¡Joder, espera, mujer! Verás…, el viernes cuando llegaron aquí, ya había anochecido. Bajaron los cuatro del coche y se acercaron a la casa, donde los esperaba. Mientras rellenaba sus fichas con las chicas, ellos regresaron al coche a buscar el equipaje.

—¿Y…?

—Pues que terminé enseguida y las dejé comprobando sus habitaciones. Me acercaba hacia el coche para echarles una mano a ellos y al doblar la esquina…

—¿Qué?

—Al doblar la esquina… ¡hostia! ¡Me los encontré abrazados! Al principio, pensé que se trataba de una muestra de cariño y que quizás había sucedido algo que…, ¡pero no! Enseguida, comenzaron a besarse en la boca y a acariciarse todo el cuerpo… ¡joder, que no había duda!

—¿Qué coño me estás contando?

—Lo que oyes.

—¿Y qué hiciste?

—¡Joder! ¿Qué querías que hiciera? Di media vuelta y me volví a la casa.

—¿Y no les dijiste nada a ellas?

—¿Tú lo hubieras hecho?

Lola, que se había puesto en pie, se sentó nuevamente, impresionada por el relato y por lo que suponía.

—¡Pobres chicas!

—¡Y pobres de ellos!  Teniendo que aparentar día y noche lo que no son.

Ella permaneció en silencio unos segundos, mirando al suelo y reflexionando sobre el asunto.

—¿Por qué…? ¿Por qué me has contado esto, Ulises?

—Lo que te dije el otro día en el barranco de la sanjuanada

—¿Sí?

—Creo que no me supe explicar. ¡Yo no pretendo ir buscando entre todas las mujeres para conocer si hay alguna o no que me conviene! Pero sé que las cosas tampoco transcurren como nos cuentan en las novelas rosas. En una relación, hay veces que interiormente percibes que algo no funciona…, una especie de leve zumbido o de alarma que podemos escuchar, o podemos ignorar, como seguro que hacen esas chicas.

—¿Tú crees?

—¡Pues claro! Y, en el momento en que suena en tu mente ese aviso, puedes hacer dos cosas…, y eso es lo que he aprendido con el tiempo.

—¿El qué?

—Pues que tienes la opción de cerrar los ojos o taparte los oídos e ignorar el zumbido…, ¡y sentirte como un pobre desgraciado! O puedes tomar nota, y, para que no continúe sonando ese áspero zumbido…, esa alarma, abrir los ojos y mirar a tu alrededor.

—¿Intentarlo otra vez?

—¡Eso es! Puedes correr nuevamente riesgos…, y probar. ¡Para conocer si esta vez es la buena, la definitiva! Porque, ¡joder Lola!, ¡nadie te asegura que vayas a acertar a la primera! ¡Vamos…, que me parece a mí que las relaciones de pareja no vienen con un papel de garantía! 

—Todo eso está muy bien, pero no me sirve. Si quieres que nos sigamos viendo…, tienes que saber que será solo como amigos…, ¡nada más!

¡Vale! Me parece justo.

A partir de entonces, comenzaron a citarse de vez en cuando para comer juntos en lugares no demasiado concurridos de Jaca o Biescas; sin esconderse, pero tampoco escogiendo los locales de moda. Se podría decir que lo suyo pasó a ser una amistad especial. Cuando se encontraban o se despedían, únicamente se besaban en las mejillas y ese era todo su contacto físico. A Ulises, ese mínimo roce entre ellos no colmaba sus sentimientos, pero al menos, le permitía sentirse como alguien cercano a ella. En sus primeros encuentros, se limitaron a ponerse al día de su vida en los últimos años. Él le habló también de su reciente encontronazo con el alcalde y de cómo pretendía apropiarse de parte del terreno de su granja. Lola fue la que le dio la idea. No debía dejar que los vecinos del pueblo permanecieran al margen de semejante usurpación. Necesitaba su apoyo. Así que, unos días después, sobre algunos puntales colocó carteles a lo largo de los linderos de su finca con los lemas «alcalde, este terreno no es tuyo» y «este terreno tiene dueño y no es del alcalde».  No solucionaba su problema, pero le supuso un respiro y, sobre todo, se sintió más a gusto consigo mismo. Conforme transcurrían esas sobremesas entre los dos, percibía que iba aumentando su confianza. Con una sinceridad cada vez más desnuda, le habló sobre cómo comenzó y terminó en divorcio su matrimonio con Alicia. Se desahogó con ella sobre su forzada huida. Le narró los detalles de su corto secuestro en Marruecos y la versión auténtica de cómo había perdido la falange del meñique. No le ocultó la desaparición de Alicia con su hija, a la que no había vuelto a ver y cuya ausencia le castigaba constantemente. Y otro día, terminó entrando en detalle sobre cómo había transcurrido su languideciente relación con Marga durante casi año y medio. Con toda crudeza sacó a colación que el paso del tiempo no solo derivó en la pérdida de intensidad entre ellos, en el momento en que el atractivo del sexo se fue reduciendo, sino que ni siquiera habían descubierto nada en común entre los dos. Sus fines de semana se habían convertido en algo rutinario y carente de la chispa que les había envuelto durante los primeros meses. Algún viaje esporádico a Pau o a San Sebastián tampoco mejoró las cosas y solo sirvió para que se demostrara a sí mismo que aquello no tenía el más mínimo futuro. Por eso había puesto fin a esa relación. No quiso aparecer como un santo y no le ocultó la culpabilidad que sentía por haber contribuido probablemente al aumento del consumo de costo y alcohol por parte de Marga.

Esas conversaciones entrañables con Lola mientras tomaban café después de sus comidas las llegó a considerar el mejor momento de la semana. Las esperaba con la mayor impaciencia y nerviosismo. En algún momento, sintió auténtico miedo de que pudieran malograrse por algún nuevo equívoco entre ambos. Así que en ninguna de ellas se atrevió a hacer mención a lo que sentía desde que eran unos chavales. Ella, poco a poco, también comenzó a abrirse ante él. Llegó un momento en que su sinceridad resultó tan desnuda como la suya. Parecía que no hubieran transcurrido veinte años desde que se conocieron en el Instituto. Se confesó, según le dijo una tarde, como nunca había hecho antes con nadie. Con su voz de terciopelo y sus ojos profundos de niña adulta le habló del pasotismo intermitente que percibía en Lucas y la rutina que traía consigo en muchas ocasiones. Eso suponía que ella, con y sin su hijo, tenía que buscar constantemente actividades para los fines de semana. El panorama que describía no parecía el de una pareja feliz. Al parecer, Lucas se comportaba en casa como si ella tuviera la obligación de estar a su servicio en cualquier momento para la comida, la limpieza y las cosas de casa. Un día, admitió que sucedía lo mismo en cuanto al sexo. Y, sin embargo, presumió ante Ulises de haberse negado siempre a que su pareja la considerara una mujer florero y cómo se preocupaba de dejárselo claro a diario. Sobre todo, decía, porque le pesaba en la conciencia lo que terminara pensando su hijo en el futuro. A Ulises, aquel diluvio de confidencias acrecentó todavía más sus sentimientos hacia ella. Para él, esa relación con el tal Lucas, tal y como ella la describía, no resultaba algo valioso, ni digno de respeto. Lola se merecía algo infinitamente mejor. Aunque se cuidó muy mucho de comentarle sus opiniones.  

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

AUTOMÓVILES BANDRÉS

 

Aparcó su vieja furgoneta encima de la acera. No quiso ponerla delante de la puerta grande bloqueando el paso. Ignoraba si iba a ser cuestión de minutos o algo más. Pasó adentro, nadie le salió al encuentro y se entretuvo unos instantes echando un vistazo por su cuenta.

—¡Pero bueno! Ulises, ¡cuánto tiempo sin verte! ¿Qué te trae por aquí?

—¡Hola, José Luis! Ya ves, mirando a ver si tienes algo interesante.

—Y ¿qué hace mi viejo amigo Aurelio? ¿Cómo está tu padre?

—¿Mi padre? Pues él…, ya…, falleció.

—¡Vaya hombre! Lo siento mucho. ¡Pero en fin! Es ley de vida…, la edad no nos perdona a nadie, ¿verdad?

—Sí, bueno… —prefirió no entrar en detalles porque su accidente todavía le resultaba demasiado doloroso.

—Y, ¿en qué andabas pensando? Algún vehículo para tu empresa de mantenimientos, ¿no?

—Pues es que resulta que al final cambié de negocio.

—¡Ah, muy bien! Y ¿a qué te dedicas ahora?

—He montado una posada rural en casa…, allá en Escún.

—¡Ya decía yo que hace mucho tiempo que no te veía por Jaca! ¿Una casa rural? Pues no te lo vas a creer, pero creo que tengo el vehículo apropiado para eso… ¡Vente conmigo!

Atravesando una puerta metálica, le condujo por detrás de la sala de exposición a una zona estrecha y más sobria de decoración. Aparecía partida por la mitad mediante altas estanterías repletas de material de repuesto. Allí solo cabían tres o cuatro vehículos, uno detrás de otro. Se detuvo delante del más grande que lucía un color gris plateado.

—¡Aquí lo tienes!

Se trataba de un todo terreno de línea moderna. Nada que ver con los viejos y correosos vehículos de color verdoso que todavía circulaban por la comarca y que de tanto en cuando ascendían, apretando los dientes, la rampa de asfalto que conducía hasta la sierra de Guara, mientras tosían un espeso humo negro a través del tubo de escape.

—Pero esto…, esto tiene pinta de ser muy caro.

—¡Ahora no te preocupes por eso! ¡Anda! Sube que te enseño todo lo que lleva y luego te cuento.

Se acomodaron en los asientos delanteros y el vendedor le fue describiendo con detalle las múltiples bondades de aquel vehículo cuyo salpicadero, repleto de luces e indicadores, se asemejaba más al de una nave espacial. Cuando terminó de explicarle los sofisticados controles y mecanismos de que disponía, bajaron para contemplar el amplísimo maletero en el que casi podían alojarse dos personas sin apreturas.

—¿Qué te parece? Y de consumo, ni te cuento. ¡Mi mechero gasta más que este bicharraco!

—No sé, la verdad. El coche parece robusto y es cierto que lleva de todo…, pero todavía no me has hablado de precio.

—¡Eso es lo mejor! Verás, este cacharro se lo quiere quitar de en medio un ricachón prejubilado de Baracaldo…, un vasco de esos que mide lo mismo de alto que de ancho y que para almorzar se come una vaca y se bebe el Nilo. Y me decía que a su mujer no le acababa de gustar porque es bajita y le costaba mucho subirse..., y que él tampoco iba cómodo a las juntas de accionistas de no sé qué banco porque le miraban raro los demás… ¡y con treinta mil kilómetros solo! ¡Es un chollo!

—¿Y cuánto pide?

—¡Mira, tú haz una oferta! Yo se la paso y con las ganas que tiene de quitárselo de encima, ¡mucho me extrañaría que no la aceptara!

—Pero, ¿y tú que te llevas de todo esto?

—¡Por eso no te preocupes, que yo me arreglo con él! Además…, con lo que me ayudó tu difunto padre cuando yo empezaba en esto de los coches y no tenía ni la más remota idea de cómo vender, ya me encargo de que salgas bien parado. Tienes aún la furgoneta que te llevaste hace unos años, ¿no?

—Sí. ¿Por?

—Verás lo que vamos a hacer…

Así que una semana más tarde salía de Automóviles Bandrés para circular por las calles de Jaca con su moderno todo terreno de segunda mano que no había sabido apreciar el potentado vasco. Con el traspaso de su vieja furgoneta y la entrada que había dado en efectivo, el precio había quedado bastante reducido; y esa diferencia la pagaría al banco en cómodos plazos a un interés irrisorio. Ya que estaba solo allí y Lola estaría sin duda visitando granjas por todo el Sobrarbe, el siguiente en quien pensó fue en su amigo guardia civil. Aparcó en la avenida y entró a buscarlo al cuartel.

—¡Coño, Ulises! ¡Qué casualidad! ¡Precisamente te iba a llamar ahora mismo!

—¿Y eso?

¡Tranquilo! Todavía no te ha denunciado nadie por tus carteles contra el alcalde.

—¡Ya sabes que estoy en mi derecho!

—Si tú lo dices… No es por eso. Es por lo de tu familia. ¡Hay novedades!

—¿De Rocío?

—¡Y también de su madre! Ha llegado un aviso desde Renedo.

—¿Y eso dónde queda?

—En Cantabria. Han llevado a una mujer inconsciente por sobredosis al consultorio médico sin documentación…, y que al parecer viajaba con una niña pequeña… que dice llamarse Rocío. Los compañeros de allí han consultado la base de datos y por eso han llamado. Por el acento, creen que la niña podría ser aragonesa.

—¡No me jodas! ¡Son ellas, seguro! ¿Cuándo vamos para allá?

—¡Todavía no está confirmado! Tenemos que esperar a que despierte la mujer y la interroguen. Pero…, es la mejor pista que hemos tenido hasta ahora.

—¿Y no vamos a hacer nada mientras?

—¡Joder, mira que eres impaciente! Les he enviado un correo con todos los datos que tenemos y las nuevas fotos de Alicia y Rocío que me pasaste y nos van a decir algo en cuanto puedan. En unas pocas horas sabremos si son ellas seguro.

—Ya…

—¡Bueno! Y a todo esto…, ¿para qué venías a verme? Para lo de siempre, ¿no? ¿A incordiar a los putos servidores públicos?

—¿Eh…? ¡Pues no, que esta vez no venía por eso! Ven conmigo que te quiero enseñar algo ahí fuera.

—¡De acuerdo! Vamos a ver de qué se trata.

Se caló su gorra reglamentaria y salieron del destacamento hasta la avenida. Cruzaron a la zona de aparcamiento y Ulises le mostró con detalle, por dentro y por fuera, su moderno todo terreno plateado. Lo cierto es que, con la incertidumbre sobre las novedades de Alicia y Rocío, había perdido el entusiasmo por el vehículo. Para matar el tiempo hasta que hubiera datos de la identificación, fueron a tomar un par de cañas a su bar de costumbre, el Boira. Como Ulises había perdido el apetito y no se acercaba a su tapa que permanecía abandonada en la mesa, el sargento se la agenció sin mucho miramiento. Había perdido también las ganas de hablar y observaba, sin verlo, al guardia civil que parloteaba incesantemente. En su cabeza se agitaba un remolino de ideas e interrogantes que iban y venían sin respuesta. ¿Cómo estaría de alta Rocío? ¿Le abrazaría en cuanto lo viera? O, con tanto tiempo transcurrido, ¿se habría olvidado del rostro de su padre? ¿Habría sufrido mucho en la huida con Alicia? ¿Se recuperaría bien del estrés producido por estos dos años huyendo y ocultándose? Recordaba perfectamente la última vez que estuvo con ella, cuando la dejó en aquel odioso punto de encuentro familiar después de haber comido con sus padres en Escún. ¿Qué debería decirle cuando preguntara por los abuelos? Sobre todo, cuando le interrogara por su yaya Benedicta a la que adoraba…

—…escuchando?

—¿Perdona?

—Que digo que si me estás escuchando…, porque me parece que estás más bien en Babia y no te enteras de nada de lo que te estoy contando.

—¡No, no! Claro que te oigo.

—Si tú lo dices. ¡En fin! ¡Anda, termina de beberte la caña y vámonos al cuartel, a ver si han llegado novedades y recuperas el puñetero sentido!

—¡Claro!

Cuando entraron, un guardia civil de paisano le pasó a Lavilla una nota con un recado para llamar a Cantabria. Ulises se emocionó ante la inminente solución de su calvario personal. Se sentaron en la oficina y el veterano sargento marcó con ceremonia el número que le habían facilitado.

—¡Hola, buenos días! Aquí el sargento Lavilla del destacamento de Jaca. ¿Con quién hablo…? Muy bien, ¡a sus órdenes mi brigada, encantado! ¿Entonces? ¿Sabemos algo más de la madre con la niña? ¡Ah…! Ya veo. Sí… Claro…, comprendo. Bueno… Ya, ya… Y dice usted entonces, ¿que no hay ninguna duda? Sí, claro… ¡Ya, ya! Pues entonces…, ¡muchas gracias por su amabilidad, mi brigada! ¡A sus órdenes!

—¿Qué…?

La mirada sombría del agente no presagiaba nada bueno. Abrió la boca varias veces sin proferir una palabra, hasta que arrancó.

—No son ellas.

—¿Cómo? Pero si la niña es aragonesa y se llama Rocío…

—Es cierto, se llama Rocío, pero confundieron el acento…, porque la niña terminaba todo lo que decía en “ico”. En realidad, son de Albacete. Ya sabes que en buena parte de la provincia y en Murcia lo utilizan habitualmente y hablan así… La madre se llama Ángeles. Es consumidora. Pero parece que se trata de un caso de malos tratos. Estaban huidas…, escapando del marido que le pegaba y…

Más adelante, no terminaba de recordar cuándo terminó esa conversación y salió fuera del cuartel de la guardia civil. Ni cuándo puso en marcha su flamante todo terreno y abandonó Jaca por el nuevo tramo de autovía. Tampoco recordaba haber atravesado los túneles de Yebra de Basa y pasado por delante de Fiscal y Boltaña. Recuperó algo parecido a la consciencia dentro del vehículo en marcha, detenido frente al porche de su casa en Escún, completamente solo. Como era lunes, en la posada no había alojada un alma y ni siquiera estaba Rodica que libraba ese día. El impacto del falso positivo había resultado más demoledor que la espera sin noticias durante más de dos años. De repente, una cascada de lágrimas se desplomó ante sus ojos impidiéndole ver nada, como si el limpiaparabrisas se hubiera averiado bajo aquel diluvio. No controlaba ese manantial que vertía incesantemente su caudal. Se sintió incapaz de detenerlo.  Instantes más tarde, notó que se abría la puerta y creyó distinguir a su lado la presencia de Lola a la que no había escuchado llegar. Ante su estado apático y decaído, le ayudó a bajar y se abrazó a él. Durante varios minutos, Ulises sollozó sin consuelo sobre su hombro. Algunos espasmos le contraían el pecho de modo intermitente. A pesar del sofoco, le alcanzaba ese familiar aroma a suavizante de su ropa que de alguna manera le consolaba. Hasta que ella misma tomó su rostro con las manos, le retiró una parte de esa manta de lágrimas que le cegaba y comenzó a besarle con ternura en los labios. A la vez, le chistaba suavemente y susurraba repetidamente la misma palabra con su voz de terciopelo: «tranquilo, tranquilo». Nunca supo cuánto rato permanecieron así, entre sollozos y besos, pero para él el tiempo se detuvo. Se encontraba en el limbo de sus emociones. Poco a poco, el pesar fue cediendo su puesto ante ese cariño delicado.

—¿Puedes hablar?

—¡Sí, sí! Creo que sí.

—¿Qué ha sucedido…?

La puso al corriente de lo que había vivido ese día desde que había salido, feliz y contento, por la puerta de Automóviles Bandrés con el nuevo vehículo, hasta que se produjo la última conversación con la guardia civil de Cantabria y se encontró delante de la posada, envuelto en un llanto desesperado. Hablar con Lola y hacerla partícipe de la terrible frustración que había sufrido le calmó. Le permitió recuperar la consciencia y la cordura. Recordó sus besos de unos minutos antes y esta vez no se sintió capaz de ignorarlo.

 —Me has…, besado.

—Sí. ¿Te parece mal?

—No, ¡qué va! ¡Me parece genial! Pero… ¿por qué ahora?

—Bueno…, a lo mejor crees que cuando me hablabas en el Instituto, al subir a clase, no me daba cuenta de lo que pretendías…

—¿Sabías que estaba colado por ti?

—¡Pues claro! ¿Te crees que las chicas somos tontas o qué?

Pero ¿por qué no me hablabas?

 —Ese comienzo de curso, mi padre ya nos había avisado de que al finalizar nos mudaríamos a Zaragoza. No me parecía ético iniciar relaciones con cualquier chico para marcharme unos meses más tarde.

—¿Y por qué no dijiste nada tampoco cuando nos volvimos a encontrar?

—Cuando llamaste al teléfono de asistencia veterinaria y vine a verte por primera vez aquí, a la granja…, ¡me acordaba perfectamente de quién eras! No creas que no me lo estuve pensando bien la tarde anterior. Pero…, me habían hablado de tu fama de conquistador en la comarca y no me apetecía caer en tus garras como una gilipollas.

—¡Oye que yo no…!

—¡Déjame seguir! Además, yo estaba comprometida con Lucas y había apostado muy fuerte para que nuestra relación funcionara. También estaba de por medio Juan, mi pequeño, que no tiene culpa de las cagadas sentimentales de su madre. Así que no tenía ninguna intención, ninguna, de ser otra conquista tuya. Pero estos últimos meses…, compartiendo contigo tantos sentimientos, tantos sinsabores, me has demostrado muchas cosas. Primero, que efectivamente eres un seductor… ¡Pero no te lo vayas a creer! ¿eh…? También me has ayudado a darme cuenta de que ni con todo mi empeño, ni con todo mi entusiasmo podía mantener a flote una relación, como la mía con Lucas, donde los dos no aportan lo mismo. Y él, está claro, no da más de sí. Simplemente, es un auténtico egoísta que no ve más allá de sus narices. ¡Lo he comprendido! Las miradas que he visto en tus ojos cuando te hablaba sobre él me contaban muchas más cosas de las que imaginas. Eran miradas de frustración…, por no tener ningún derecho a intervenir. De lástima…, por el dolor que te producía lo que te contaba. ¡Y de rabia! Tus pupilas destilaban tanta rabia, que hubo un momento en el que decidí no continuar con el tema de Lucas en nuestras conversaciones por miedo a que hicieras alguna gilipollez. ¡Sí! Hasta que me he dado cuenta de que el problema no eras tú…, sino el propio Lucas. ¡Y yo misma, joder! Yo y mi manía de intentar salvar los muebles de mi relación hasta el último momento…, hasta el último instante; en lugar de, como tú me decías, escuchar la alarma que retumbaba en mi cabeza porque aquello no funcionaba. Entonces…, anoche no pude más. Hablé con él. Muy en serio. Le dije lo que sentía con toda crudeza. Ni siquiera se molestó en intentar rebatirlo. Puso ese gesto suyo…, uno como de estar por encima de todos y simplemente me dijo «tú sabrás lo que es mejor para ti». No tenía nada más que hablar. Así que…, le permití despedirse de Juan para que el niño no preguntara por qué había desaparecido de repente, hizo su maleta y se marchó en la noche, como los fantasmas…, que es lo que es él, ¡un fantasma de tomo y lomo! Como dijo la de esa película antigua que tanto le gustaba a mi madre: «¡Juro ante Dios que nunca más volveré a mirar a ningún hombre!».

Ulises escuchaba en silencio este monólogo de ella, tratando de asimilar tantas novedades. Por una parte, notaba su corazón descontrolado por lo que suponía de liberación para Lola. Y por otro, temblaba de pánico ante lo que ella fuera a plantear respecto a sus propios sentimientos, dado el cariz radical que había adoptado en su discurso.

—Entonces…, ¿Lucas no va a volver?

—¡Lucas es pasado!

—Ya. Y…, ¿qué sucede conmigo? O sea…, con nosotros.

—Tendremos que darnos tiempo, Ulises. No creo que sea el mejor momento. Imagino que puede llegar nuestra oportunidad, pero, después de lo que me ha sucedido con Lucas, me temo que deberá ser poco a poco…, despacio, muy despacio.

—¿Te puedo besar?

—Sí, claro. ¡Pero no te acostumbres!

Se besaron con pasión. Para Ulises fue lo mismo que descorchar la cosecha de cava reserva de sus sentimientos. Toda la efervescencia contenida tantos años pudo salir a la luz y se dejó llevar por el entusiasmo, después del mal trago que había sufrido. Le besó el cuello y los labios. Mordisqueó aquel apetecible lóbulo de su oreja. Sus manos la sujetaron primero por las caderas e, instantes después, descendieron a los bolsillos traseros de sus vaqueros para fundirse con su cuerpo. Ella le correspondía y aún se animó más. No supo muy bien cómo, poco a poco, se fueron acercando hasta la puerta de la posada y terminaron entrando en la parte que correspondía a su casa. Sin soltarla, ni dejar de besarla, abrió la puerta del dormitorio y se desplomaron juntos sobre la cama. Nunca había desnudado a ninguna mujer de esa manera. Era como si con cada botón, con cada prenda que abría o caía al suelo, Lola con sus ojos de niña adulta le diera permiso y le demostrara, paso a paso, el amor que sentía por él, venciendo el terrible pudor y la vergüenza que la atenazaban. Como si se tratara de su primera vez. Descubrió sus pechos que ella inmediatamente cubrió con los brazos, hasta que los besos de Ulises derribaron esas murallas y pudo mordisquear con suavidad aquellos oscuros pezones que le miraban con sorpresa. Cuando le abrió el pantalón, ella sujetó la mano que se introducía veloz en su regazo, hasta que esa misma mano terminó conduciéndole a su jardín oculto de musgo rizado en el que, como en un triángulo oceánico, se perdió sin control. Besó su sexo con mimo y delicadeza y, con el rostro entre sus piernas, deslizó su lengua por esos finos labios desiguales, humedecidos de pasión. Poco después, ella se situó encima, de espaldas a él, para besarle el miembro y creyó que podría romperse con los espasmos que le recorrieron dolorosamente la espalda. Después de largos minutos de besos y caricias, finalmente fue Lola la que no pudo más. Se lo demostró dándose la vuelta y acoplándose a él con naturalidad. Comenzó a cabalgarlo muy despacio. Lentamente. Ulises debía hacer un gran esfuerzo para no dejarse ir. Ella continuaba al trote, mientras profería largos gemidos de placer y, poco a poco, comenzó a acelerar sus movimientos y a lanzar algunos chillidos entrecortados con su voz más aguda. Cuando alcanzó el éxtasis, le golpeó en el pecho repetidamente con la palma de la mano y gritó de manera devastadora, como si su vida se detuviera en ese instante. Él disfrutó con la culminación hasta la profundidad de sus entrañas, después de haberse contenido tantos minutos y le contestó con sus propios alaridos de rotunda satisfacción.

Se derrumbaron uno al lado del otro, mirando fijamente hacia el techo como si allí estuviera escrito su futuro. Sus manos se entrelazaron y disfrutaron en silencio de su intimidad satisfecha.

—¿Ulises?

—¿Mmm…?

—Sabes que esto no significa nada en contra de todo lo que te he dicho, ¿no?

—Ya.

—Aunque nos sigamos viendo como hoy, en el mejor de los casos, no podremos ser una pareja como las demás hasta dentro de algún tiempo, lo sabes, ¿no?

Cariño, he esperado tantos años para estar contigo que un tiempo más o un tiempo menos podré soportarlo. Te he entendido, sí.

Ella se acercó a él y le besó con mimo. Se ducharon juntos en silencio y, tras vestirse, salieron a fumar un cigarrillo al porche cogidos de la mano; dentro de la posada no se podía fumar.

—¿Y lo de ese coche?

—Bueno…, la furgoneta cada vez tenía más achaques y, como el negocio marcha bastante bien…, pensé que era el momento de cambiar. Además, me daba la sensación que no daba una buena imagen para la posada.

—La verdad es que no te pegaba nada.

—¡Pues anda que el Suzuki de la veterinaria!

Cuando más relajados se encontraban, resonó el móvil, igual que un despertador a todo volumen en la madrugada.

—¡Joder! ¡Qué oportuno!

—¡Cógelo, anda! Si además me tengo que marchar ya a atender un parto en Arcusa y voy tarde.

¡Lo siento! ¿Dígame? Sí…, le explico. Se trata de una habitación doble…

Para despedirse, Lola le dio un beso en la cara, apretó su hombro sonriendo y se alejó hacia su vehículo. Maniobró para darle la vuelta y se marchó de la granja haciendo sonar el claxon.

Al día siguiente, Ulises recorrió con su vehículo la calle del Garrison’s de Boltaña buscando una plaza para su flamante todo terreno. Se había citado con Alberto para ponerlo al día de las novedades. Cuando aparcó y salió del coche, lo vio a lo lejos. Le hizo un gesto de saludo para que se acercara. No se había percatado hasta ese momento, pero el rostro de su amigo, en los últimos tiempos, se mostraba cada vez más estropeado. Aparecía teñido de oscuras manchas y sombras. También, plagado de arrugas alrededor de los globos deshinchados que colgaban bajo sus ojos. Y, teniendo casi su misma edad, caminaba ligeramente encorvado, como si la carga que soportaba fuera excesiva. Era evidente que el consumo de cocaína comenzaba a pasarle su terrible factura y le recorrió el pecho un latigazo de ira por la responsabilidad de Orlando en esos estragos. Se abrazaron y le presentó su nuevo todo terreno. Admiraron el moderno diseño exterior. Recorrieron en profundidad los innumerables interruptores y luces que aparecían en el salpicadero. Se asomaron al amplio capó, cuyo fondo escondía casi un taller de primeros auxilios mecánicos. Cuando por fin entraron al bar, llenaron sus tubos en la barra y con un cuenco de frutos secos se sentaron junto a una mesa libre. Ulises seguía preocupado por el rostro macilento de su amigo.

—Y…, ¿qué sabes de tu amigo el gaditano?

—¿Orlando? ¡Si llevo meses sin verlo, ya lo sabes!

—Ya…, no sé, pensaba que seguías en contacto con él de alguna manera o algo…

—¡Pues no! ¡Ná de ná! ¡Además, olvídate d’él! ¡Si es que paece que estés obsesionao o algo así!

—¡Vale, vale! En realidad, de lo que yo lo que quería hablarte es de las novedades…, ¡además de la del coche!

—¿Qué ha pasao? ¿Han averiguao algo d’Alicia? ¿Qué saben?

—¡No, nada! ¡No te preocupes! Solo hubo una falsa alarma…, en Cantabria…, que había una madre con una niña que podían ser, ¡pero no! No eran ellas.

—¡Ah…! ¡Vaya! Lo siento.

—Ya… Lo que quería comentarte es sobre Lola.

—¿La veterinaria?

—Sí. Ya te comenté que la conozco desde el Instituto. Pero lo que no te dije es…, que por entonces ya estaba colado por ella.

—¡No me jodas!

—¡Ya ves! Y estos últimos meses, desde que terminé con Marga, nos hemos estado viendo para comer…, y hablar. Hemos hablado mucho y nos hemos puesto al día. Pues eso…, que una cosa lleva a la otra y…

—¡No me digas más! ¡Te l’as zumbao!

—¡Que no, Alberto! ¡Que esto no va de un polvo arriba o abajo! Esto es otra cosa…, diferente.

—¿No me jodas que t’as colgao con la veterinaria?

—Y parece que ella conmigo.

—¡Rediós! Va a resultar que al final sí que hay una que t’a enganchao.

—¡Eso parece! Por favor, no comentes nada con nadie. Es que ella acaba de romper con su novio y no es el momento…

—¿Con quién cojones lo vo’a comentar allí metido en casa tol día?

—¡Pues eso! ¡Echa un brindis!

Chocaron sus vasos y echaron un trago celebrando las novedades. Con esa felicidad dentro, en contraste con el rostro macilento y estropeado que tenía delante de sí, a Ulises le entraron remordimientos por la soledad y el abandono con los que vivía su amigo.

—Y tú, ¿cómo estás? ¿Qué tal tus obras en Alieto? ¿Vas a acabar pronto o qué? Con el tiempo que llevas, ¡te debes estar haciendo un palacio por lo menos!

—¿Yo? Bueno, voy despacico, pero sin pararme. ¡Aún me queda tajo, no creas!

—Pero y, ¿con qué estás ahora?

—¡Uf! Un poco de todo…, ya sabes…, picando paredes, soldando tubos, los techos…, es que tengo que ir despacio, a paso tortuga…, no se me vaya a caer encima algo y…

—Pero, ¿tan mal está eso? ¿De verdad que no quieres que le eche un vistazo, no vaya a ser que…?

—¡No, no! Que uno solo allí se maneja mejor y…, ¡joder, mira! ¡La camarera nueva que está tan buena! ¡Espérate que le vo’a lanzar los tejos que me paece que el otro día le caí en gracia!

 

 


 

 

 

 

 

 

 

ILONA

 

Con las obligaciones de la posada y las asistencias veterinarias de Lola, no gozaban de demasiadas oportunidades para verse a solas. Algunos fines de semana conseguían citarse para cenar, pero sus encuentros estaban marcados por las necesidades del pequeño Juan y los trabajos de ambos. En un par de ocasiones intentaron prolongar la velada en su dormitorio de Casa Laguarta, pero se vieron interrumpidos por las llamadas al móvil de la vecina que cuidaba del niño y que la reclamaba porque se había despertado asustado y no conseguía dormirlo. Así que, como le había insistido Lola desde un principio, su relación marchaba, involuntariamente, despacio. Muy despacio. Más de lo que a él le gustaría.

Desde que, unos meses antes, había presentado su reclamación por escrito en las oficinas de la Comarca no había vuelto a saber nada del asunto del pabellón del alcalde y su terreno. Al menos, sus pasquines sobre la finca denunciando la situación le habían permitido expulsar los demonios que le asaltaban por ese asunto. Además, habían sido la comidilla del pueblo y la señora Jordana le manifestó —una tarde que pasó por allí a esperar a Lorenzo para dar un paseo—, que más de la mitad del pueblo estaba a favor de él y, sobre todos ellos, su nieto Eric. Según le contó, el chico se había encontrado, nada más hacerse cargo de la tahona con un requerimiento municipal para detener la venta de los panecillos rellenos, al considerarlos comida preparada y el joven se subía por las paredes ante semejante cacicada.  La vieja amiga de su madre se mostró muy comprensiva con su reclamación.

—Y entonces, ¿estás llevando el asunto por abogados?

—Bueno…, abogados todavía no. Pero si no me hacen caso en la comarca, tendré que ir pensando en buscar alguno en la capital.

—Ya. De todos modos, esto tuyo con lo del alcalde y el terreno…

—¿Sí?

—Es que me recuerda…, algo que me contó mi abuela cuando era niña.

—Ya…

La mirada de la señora Jordana se perdió en el horizonte, mientras rememoraba aquella historia.

Yo no tendría más de cinco o seis años…, pero recuerdo perfectamente cómo me contaba mi abuela que, en los años veinte, D. Genaro, el cacique de su pueblo, en el norte de Navarra, tenía sometidos a todos los vecinos por su puño de hierro. El que no trabajaba para él, le debía dinero de algún préstamo —era un usurero—, y el otro, favores por haber colocado a su primo en el aserradero o en el almacén. Así que a nadie se le ocurría ir en su contra y campaba a sus anchas. Y cada vez que había elecciones salía elegido alcalde siempre el que D. Genaro había propuesto. Como si se tratara de una marioneta.

—¿Y no había nadie que se atreviera con él?

—¡Ay, hijo mío! ¡Eran otros tiempos! Si a alguno se le olvidaba el favor que le debía o llegaba sus oídos que simplemente no quería votar a quien debía…, entonces el cacique daba aviso y aparecían «los de la porra».

—¿Quién…?

—¡Sí! Avisaba a «los de la porra». Verás, eran unos desalmados que aparecían de pronto, en mitad de la noche o en el transcurso del día de votación de las elecciones, armados con cachiporras de madera y que en un santiamén destrozaban las urnas con votos dudosos…, o le daban en la cabeza al rebelde que se le fue la lengua en la taberna diciendo que no tenía intención de votar al hombre de paja del cacique. Y cuando acababan los palos y aparecía la guardia civil, nadie sabía cómo, aquellos camorristas desaparecían sin dejar rastro. Y, claro, nunca daban con ellos.

—¡Menudo mafioso!

—¡Sí, eso es lo que era D. Genaro! Un mafioso, pero de hace un siglo. Pero verás lo que sucedió. Viene a resultar que un día, convocaron elecciones a la alcaldía y todo el mundo creyó que pasaría lo mismo de siempre. El cacique ya había nombrado y dado su apoyo incondicional a su nuevo monigote y todo el pueblo sabía a quién tenía que votar, si no querían recibir algún garrotazo o algo peor. Hete aquí que también decidió presentarse a aquellas elecciones Julián, el hijo del maestro. Había estudiado en la capital y, sobre todo, estaba cansado de aquellos tejemanejes. Quería ayudar a su pueblo y mejorar las cosas. ¡Pero no tenía ninguna oportunidad! D. Genaro había hecho correr la voz por tascas y comercios que el que votara a Julián, acabaría en la calle sin trabajo. Y si le debía dinero, le exigiría la devolución de todo el préstamo al contado. Como comprenderás, para aquella pobre gente eso supondría la ruina. Nadie se atrevería a votar a Julián y el títere de D. Genaro saldría elegido como siempre había sucedido. 

—¿Y qué ocurrió?

Pues que una semana antes de la votación, Julián decidió jugarse el todo por el todo y organizó para después de la siesta un zafarrancho político en la plaza del pueblo.  El día anterior, repartió octavillas anunciando el acto, colocó pancartas con su nombre en los balcones que le dejaron, y la mitad del pueblo que no estaba atemorizada acudió por allí. Más por curiosidad que por otra cosa. Julián comenzó su arenga animando a votarle y a romper con el caciquismo de D. Genaro. Prometió que con él las cosas iban a cambiar…, y, en ese momento aparecieron...

—¿«Los de la porra»?

Eso es. Aparecieron «los de la porra». Ya te puedes imaginar el follón que se montó. La gente corriendo de un lado para el otro, huyendo de los palos. Los maleantes rompiendo todo a su paso, desgarrando las pancartas…, ¡un lío monumental!

—Pero entonces, ¿D. Genaro se salió con la suya?

—¡Espera, que no he terminado la historia! A los tres minutos de haber aparecido, había unas cuantas personas por el suelo con la cabeza abierta y más de un hueso roto por los porrazos. Parecía claro que una vez más, el cacique había triunfado. Los maleantes, como de costumbre, desaparecieron por ensalmo. Pero entonces…, cuando llegó la guardia civil, apareció también tirado en el suelo un hombre trajeado, balbuceando. Sangraba por la cabeza y llevaba rasgada la hombrera de su elegante terno que se había manchado de barro. Le habían sacudido de lo lindo. Cuando le limpiaron la sangre de la cara comprobaron que se trataba del nuevo juez que había tomado posesión solo unos días antes. Se dirigía al casino del pueblo a su partida de ajedrez con el boticario cuando le pilló la desbandada y el apaleamiento. No se conformó con aquello. Él no tenía compromisos con el cacique. A los dos días de sus pesquisas, la guardia civil detuvo a algunos de «los de la porra» que pasaron enseguida a los calabozos del Juzgado, a su disposición. No tuvieron muchas dudas los facinerosos. En cinco minutos cantaron quién los había contratado. Ese fue un día glorioso en el pueblo. D. Genaro enmanillado por los mismos que unos días antes lo protegían. El día de las elecciones, todo el pueblo acudió en masa a votar a Julián, el hijo del maestro. El hombre de paja del cacique solo consiguió dos votos; uno suyo y el otro…, el de su mujer.

Mientras se alejaba caminando con Lorenzo del brazo, Ulises miró con nuevos ojos a la señora Jordana, a la que siempre había respetado. Con aquella historia que había compartido con él, comprendió que atesoraba mucha más sabiduría de la que podía sospechar por su aspecto. Estaba claro que la amiga de su madre trataba de darle fuerzas para que no se desanimara en su pleito con el poderoso Carmelo. Las cosas podían terminar discurriendo por donde menos se pudiera imaginar en un principio. Es cierto que, en el caso del pabellón, no se había producido ningún movimiento del regidor y tampoco se adivinaba cuándo podía llegar el final de aquella historia. Pero, como en las competiciones deportivas, había que esperar hasta el último minuto para conocer el resultado definitivo.

  Días más tarde, circulaba relajadamente con su todo terreno por la comarcal. La mañana era radiante. Algunos hilos de sol tendidos entre los árboles y los reconocibles aromas del monte, por el que correteaba de niño para acudir al colegio, penetraban con suavidad en el interior del vehículo. Se dirigía a Boltaña para reponer suministros con los que atender los desayunos de sus clientes. La casa rural funcionaba cada vez mejor y, un fin de semana tras otro, recibía las visitas de esos huéspedes que amanecían hambrientos. Buen número de ellos repetían estancia en Casa Laguarta. Ulises se mostraba convencido de que había acertado de pleno con su nueva actividad. Como cada día, su primer recuerdo fue para sus padres y, sobre todo, para la pequeña Rocío. La echaba de menos minuto a minuto, constantemente.  A lo lejos, observó que se aproximaba un coche pequeño de color verde manzana. Un escarabajo alemán. No tuvo duda. Se trataba de Ilona. La vecina del bar La Cuadra. Cuando se detuvo a su lado, la lituana bajó la ventanilla y le sonrió con cariño.

—¿Qué tal en el hosstel?

—¡Bien! ¿Y tú por el bar?

—Bueno…, cuando no aparrecen los forrachines, mejorr. Perro hay días…

—¡Ya! Por cierto, Ilona, gracias por la pareja de franceses que me enviaste. ¡Muy majos los dos! Además, se quedaron a dormir tres noches.

—Sí. Parrecían majos, sí. Me alegrro que quedarran contigo. Tú siempre porrtaste fien conmigo y no como esos amigotes del alcalde.

—¡Gracias!

—Oye, Ulises, ¿tienes un rrato? Me gustarría comentarr un asunto.

—¡Tú dirás!

—¡No, no! Aquí no. Mejorr si pasas esta tarrde porr La Cuadra. ¿Puedes?

—¡Sí, claro! Cuando vuelva de Boltaña al mediodía, descargo y me paso por allí. ¿Vale?

¡De acuerrdo!

Continuó su camino, carretera abajo, preguntándose de qué querría hablarle en privado la enérgica mujerona. Conociendo su opinión sobre Carmelo que concordaba plenamente con la suya, supuso que querría hablarle de alguna nueva fechoría del alcalde y por eso prefería comentarlo sin testigos. Cuando retornó de Boltaña, un par de horas más tarde, no se cruzó con nadie en la carretera. Descargó los suministros en la cocina de la posada, comió algo ligero y a las tres de la tarde se adecentó para acudir a su cita en La Cuadra. Apretaba el calor de primeros de mayo y no se enfundó el jersey color chicle de su madre; simplemente, lo echó sobre los hombros. Caminó a buen paso por las empedradas calles sin cruzarse un alma. La hora de la siesta era sagrada en Escún. Como se encontró echada la cancela de la fonda, rodeó la casa y golpeó con el aldabón la puerta de la vivienda. Abrió Ilona con gesto de preocupación. Se acomodaron en una pequeña salita de la planta baja, limpia como una patena y olor a vainilla mezclado con aromas a incienso. Las paredes de aquella pieza aparecían decoradas con imágenes religiosas orientales y cruces ortodoxas de tres travesaños. Pero también, sobre la mesa y los muebles, se desperdigaban unas cuantas revistas de cotilleo, similares a las que, desde que tuvo uso de razón, se amontonaban en su casa.  La lituana no parecía tener demasiado interés en sacar a colación el asunto por el que le había convocado. Como si el disgusto que le provocaba le impidiera iniciar su discurso. Durante unos minutos, conversaron relajadamente del tiempo y de algunas anécdotas sobre sus clientes. Hasta que Ulises decidió que tenía mucha faena pendiente y que iba siendo hora de entrar en materia por delicada que fuera.

—¡Bueno, Ilona! Tú dirás qué querías comentarme.

¡Sí, clarro! Te preguntarrás…, parra qué necesitafa haflarr contigo a solas.

—Pues la verdad…

—Se trrata de…, tu amigo.

—¿Mi amigo? ¿Quién?

—Ese que condusse a grran felossidás un coche pequeño de colorr rrojo.

—¿Alberto? ¿Qué sucede con él?

Ferrás…, hace farias semanas que me crrusso con él a distintas horras.

—Ya…

—Y las cosas que le feo hasserr no son muy norrmales…

—¿A qué te refieres?

Puess porr ejemplo…, se detiene en el arrssén y cuando fuelfo a passarr, feinte minutos más tarrde…, sigue allí parrado.  

—Bueno…, pero a lo mejor es que estaba hablando por el móvil. Ya sabes que no se puede conducir y…

—Lo comprofé. No hay coferrturra en esa zona.

—¡Ah!

—Y hasse dos días…, me crussé con él y ya estafa detenido en arrssén y al passarr a su lado, me parreció que

—¿Sí?

 —¡Tu amigo llorrafa a lácrima fifa!

—¿Llorando? ¿Alberto?

 —¡Sí! ¡Y tenía la carra entrre las manos! Parreció muy extrraño. Crreo que tiene grafes prroflemass. ¡Defes ayudarr a él!

—Ya veo. ¡Sí, sí, por supuesto! ¡Te lo agradezco mucho, Ilona! Voy a hablar con Alberto cuanto antes.

¡Serrá lo mejorr!

—¡No te preocupes!

Cuando salió apresuradamente de la casa, caminaba encorvado, soportando en sus hombros a duras penas la carga de culpabilidad que le habían generado las confidencias de la lituana. No tenía perdón. Había abandonado a su suerte a su amigo de la infancia. A pesar de las patentes muestras de deterioro que venía contemplando en su rostro durante los últimos tiempos, no había tomado ninguna iniciativa. Egoístamente, se había preocupado tan solo en ganar su propia felicidad de la mano de Lola. Parecía obvio que Alberto, con sus graves problemas a cuestas, se encontraba sobrepasado y había tocado fondo. Necesitaba ayuda con urgencia. Y él, hasta ese momento, no había hecho absolutamente nada, salvo aquellos tímidos ofrecimientos para echarle una mano con sus obras en la aldea de los hippies. No se demoró ni un minuto en tomar la decisión. Dejó a Rodica a cargo de la posada, subió al todo terreno y se puso en marcha a gran velocidad. 

Casi una hora después de comenzar a trepar por la carretera que serpenteaba desde la parte más elevada de Guara, se presentó en Alieto. No conocía donde estaba emplazada exactamente la casa de Alberto, así que decidió abandonar el vehículo a un lado del asfalto, a la entrada de la aldea. Un bosquecillo de hayas y encinas rodeaba aquel pequeño grupo de viviendas de una o dos plantas y tejados de placas de pizarra cortadas a mano y cubiertas de musgo. La imagen del conjunto rayaba el aspecto de un poblado de cuento infantil.  Caminó lentamente por las minúsculas calles, cuajadas de empedrado antiguo y desgastado, sin encontrar a nadie. Las fachadas que contemplaba aparecían cerradas a cal y canto, como si cobijaran preciados tesoros y temieran por su suerte. En cinco minutos, recorrió el casco urbano de punta a punta en un clamoroso silencio. Semejaba un pueblo fantasma. Ya conocía que allí solo vivían su amigo y cuatro o cinco hippies, pero la soledad que se respiraba en aquel lugar causaba un incómodo desasosiego.  Cuarenta o cincuenta metros más allá del casco urbano, antes de alcanzar la linde del bosque, observó también un caserón de dos plantas, aislado y rodeado por un muro de piedra. Parecía distinto a los demás por su deterioro. El revoco de las fachadas clamaba porque le concedieran una segunda oportunidad y el alero del tejado se hallaba desprendido en varios tramos. Pero en el balcón principal se amontonaban algunos capazos de goma negra con restos de cemento y recortes de mangueras de luz, junto con cartones salpicados de pintura que parecía reciente. Se acercó sin demasiado convencimiento. A la entrada, en lo alto del pórtico de piedra, los restos semi deshechos del escudo heráldico relataban una historia de gloriosos tiempos pasados que habían culminado en la decadencia actual. La verja de hierro que movió con esfuerzo se quejó de su llegada antes de encasquillarse en el suelo de tierra. Atravesó lo que en su día debió ser un espléndido jardín, ahora convertido en una selva, hasta detenerse delante de la triste fachada. En ese momento, como si estuvieran aguardando su visita, la puerta principal se abrió. Vestido con ropa de trabajo, apareció su amigo Alberto que cerró tras él con gesto de contrariedad.

—¿Y tú qu’haces p’aquí?

—¡Pues vaya manera de recibir a un amigo!

—¡No! ¡Sí! Que m’alegro de verte, pero es que…, ¡no t’esperaba a estas horas!

—¡Nada! Que pasaba por el barrio…

—¡Bah!

—La verdad es que…, después de tanto tiempo hablándome del tema de tus obras, esta mañana he decidido que no podía esperar más y que tenía que conocer tu casa. Así que…, ¡aquí me tienes!

—¡Ya!

No acababa de comprender el disgusto patente en su rostro. Creía que, después de tantas conversaciones sobre aquellas obras interminables, se alegraría de verle por allí. Pero daba la sensación que su presencia importunaba a su amigo, como si hubiera interrumpido una labor trascendental.

—¡Bueno! Entonces…

—¿Qué?

—¿No me vas a enseñar un poco todo esto?

—Pues es que…, ¿sabes? está tó mangas por hombro y…

—Lo que quieras, pero yo después de venir hasta aquí, ¡no me pienso bajar sin haber visto algo!

—Ya… ¡Bueno! Te tomas una cerveza… y después me dejas seguir…, ¡que tengo mucha faena!

—¡Entendido! No te preocupes que no te molesto mucho rato.

Abrió la puerta para dejarle pasar con cierta aprensión, como si temiera lo que iba a encontrar. Cuando traspasó el umbral, echó un vistazo y se quedó perplejo. El deterioro y el abandono campaban a sus anchas. Se encontró en lo que debió ser en su día un amplio salón de suelo de mármol, plagado de agujeros por la rotura de baldosas y zócalos. Restos de molduras en escayola colgaban, junto con algunas lámparas sin brazos, a lo largo del techo que dejaba entrever por sus costuras el desfallecido armado del edificio. La mayoría de los ventanales carecían de cristales que habían sido sustituidos por toscos cartones. Y las paredes lucían ingentes estampas verdosas y negras causadas por el moho y humedad. Algunos muebles y sillas, carcomidos y polvorientos, se amontonaban en el centro y al fondo de la pieza; y los sillones, tapizados con vistosos paños, hacía años que habían sido devorados por la polilla. 

—Pero esto…

—¡Joder, ya te dije que tenía mucho tajo y que la cosa iba pa largo!

—¡Vamos, no me jodas, Alberto! ¿De verdad que estas viviendo aquí?

—¡Hostia, aquí en el salón no! M’arreglé lo primero una habitación de arriba y allí estoy de narices.

—Ya…

¡Anda! ¡Deja de sacar pegas y tómate la cerveza!

De un barreño con agua y hielo apoyado en el suelo, le pasó una lata mojada. Ulises la abrió y echó un trago con ansia porque la visión de dónde estaba viviendo su amigo le había dejado la garganta seca. Solo pudo conversar con monosílabos sobre el desarrollo de las obras, porque Alberto no soltaba prenda. Tampoco consintió en enseñarle el resto de la casa. Como si guardara en su interior algún enigma que prefiriera mantener a salvo de miradas indiscretas. Comprendió que no iba a sacar nada en claro de aquella visita. De cualquier modo, las explicaciones de su amigo de la infancia resultaron ficticias y carentes de sentido. No guardaba relación lo poco que le informaba, respecto al tiempo que había dedicado a esa casa en los últimos tres años. Apuró la cerveza, aparentando conformarse con aquellas pamplinas y se despidieron en la puerta con cariño para citarse otro día en Boltaña. Así que abandonó aquella destartalada casona con la verja rechinando tras él y retrocedió por el poblado fantasma para acercarse hasta el coche. Lo puso en marcha y comenzó a descender por la carretera. Pero no tenía ninguna intención de abandonar a su amigo en ese estado de cosas. Después de lo que le había contado Ilona no podía actuar como de costumbre, mirando hacia otro lado y continuando su vida sin más.

Cien metros más abajo, detuvo el vehículo junto a un claro, fuera del asfalto. Se aseguró de dejarlo bien cerrado y comenzó a remontar con esfuerzo la empinada carretera. El sol iniciaba su descenso y la luz menguaba. Conforme se aproximaba a la aldea, compuso en imágenes e ideas los problemas de Alberto. Con los contados ingresos de su trabajo en la carpintería de Boltaña, parecía evidente que, si su rostro devastado era el reflejo de su adicción a la cocaína, una de dos, o el traficante Orlando estaba por medio y, por alguna razón, le suministraba a bajo coste, o Alberto, de algún modo, había encontrado la manera de suministrarse a mejor precio. Quizás procesaba o ayudaba a procesar la droga. Desde luego, la aldea semivacía parecía el lugar apropiado. En todo caso, debía comprobar en qué andaba metido, antes de que las complicaciones lo arrollaran. Y con su reticencia a franquearle el paso, solo había una manera de asegurarse. Rodeó el minúsculo casco urbano y se introdujo en el bosquecillo de encinas y hayas. Lo atravesó lentamente y en completo silencio, solo roto por el murmullo de las hojas acariciadas por la brisa vespertina. Se aproximó a la destartalada casa desde el lado contrario al que había llegado antes y por el exterior del muro de piedra que la rodeaba.  Para no delatar su presencia, evitó pisar las ramas secas esparcidas por el suelo. Prefería que Alberto no llegara a conocer esa segunda visita, así que decidió retroceder a su infancia y escalar uno de los árboles que sobrepasaban la altura de aquella pared. Como si se tratara de una cucaña cuyo premio consistiera en tener vistas al otro lado. Daba la sensación que esa zona de la casona servía de patio trasero y podría revelarle sus secretos sin ser descubierto. Trepó sin dificultad por el tronco y, rama a rama, se elevó. Se detuvo cuando se sintió en una posición cómoda y cuajada de camuflaje, con los últimos rayos de sol a su espalda. Compuso una sonrisa imaginando lo que se reiría Lola si le pudiera ver de esa guisa. Asomó por detrás de las hojas para otear aquel patio, creyendo que lo encontraría repleto de alambiques y cisternas destilando pasta blanca. En cambio, le sorprendió que, a diferencia del salón en el que le había invitado a cerveza, se encontraba bastante recogido y hasta decorado con macetas de flores. No se veían bidones, ni cubas, ni pacas de mercancía sospechosa. Solo algunas mangueras de jardinería enrolladas en su soporte y una mesa de formica con dos sillas. Eso era todo. No comprendía nada. ¿A qué se dedicaba entonces Alberto? Porque a los arreglos imprescindibles en ese edificio, parecía claro que no. En ese momento, se abrió la puerta de la casa y apareció de espaldas una niña de cinco o seis años. Iba ataviada con un vestido desgastado de color azul y el pelo mal cortado. Llevaba bajo el brazo un cuaderno. Se acercó a la mesa y se sentó en la silla, mientras lo abría y comenzaba a escribir. En todo momento, se mantuvo vuelta al lado contrario de Ulises que no alcanzaba a comprender su presencia en aquella casa. Pero, un minuto después, nuevamente se abrió la puerta y apareció una mujer en vaqueros y camiseta que giró la cabeza en su dirección, entornando los ojos para disfrutar de la puesta de sol. Lo comprendió todo, como si le hubiera alcanzado una divina revelación. Se trataba de Alicia.

Aún permaneció unos minutos en su atalaya del árbol contemplando embelesado a Rocío, de espaldas y aplicándose en su cuaderno, bajo la atenta supervisión de su madre. Parecía una imagen cotidiana y sencilla, en lugar de significar un antes y un después. El final de tres largos años de privación. La sangre se cuajó en sus venas. De primeras, no se vio capaz de emitir ningún sonido, ni de mover un músculo. Le vinieron a la cabeza multitud de imágenes en blanco y negro de su hija en el carrito cuando recorrían el casco viejo de Jaca o la Ciudadela los sábados por la mañana, escapando de casa por el zafarrancho de limpieza de Alicia. También se agolparon en su mente aquellos retortijones de nostalgia por la pequeña cuando se vio forzado a escapar a Medina Sidonia y a Marrakech. O cuando fallecieron sus padres y no cesaba el dolor mientras añoraba con desesperación a su hija. Tres años de padecimiento, día a día. Ahora los reconocía en toda su crudeza. Le alcanzó la consciencia de que, cada minuto de ese tiempo, Rocío había permanecido a menos de una hora en coche de Escún. Cobijada en esa cochambrosa casona por la debilidad enfermiza de Alberto hacia Alicia. Fue entonces cuando el mundo se derrumbó sobre él. Tuvo que morderse los nudillos hasta saltar la sangre para no gritar como un energúmeno. Poseído por la rabia, apretó con toda su energía la rama a la que se había sujetado para no verse forzado a zarandear el tronco al completo y delatar su presencia. Ya había visto suficiente. A duras penas, consiguió deslizarse de aquel árbol sin precipitarse al suelo. Aquella escena le había golpeado con la mayor crueldad.

Mientras descendía a toda velocidad por la revirada carretera en dirección a Jaca, su cuerpo recobró pulsaciones. A su cabeza acudió un bálsamo frío y apaciguador. Le envolvió una corriente de aire glacial que transformó sus impulsos más violentos en un espeso deseo de castigo. Se mostró satisfecho de haberse dominado en el árbol, evitando delatar su presencia. Aparcó frente al destacamento de la guardia civil. Se limpió de sangre los nudillos como pudo con un pañuelo de papel. Solicitó ver a Alfredo y le dieron paso casi enseguida. Se sentó frente a él sin pronunciar una palabra. No sabía por dónde empezar.

—¡Vaya cara que llevas! Cualquiera diría que has visto algún fantasma. ¿Y esas manos? ¿Te has peleado con alguien?

—Están…, allí.

—¿Qué quieres decir? ¿Allí dónde?

—En el poblado de Alieto.

—¿Donde los hippies? Pero…, ¿quién está allí?

—Las dos. Las he visto.

—Te refieres a…

—Alicia y Rocío.

—¡No me jodas!

—Deben llevar allí desde que huyeron.

—¿Y cómo…?

—Están en la casa medio en ruinas de…, la familia de mi amigo Alberto.

—¡Qué hijoputa! Nunca me cayó bien ese cabrón. No te había dicho nada para no contrariarte, pero no me gustaba un pelo. ¿Saben que las has visto?

—Creo que no…, no.

—Bien. Tú ya has hecho lo más importante. Dar con ellas. Ahora tienes que dejarnos a los profesionales. Te aseguro que no se van a escapar. Cuéntame cómo es aquello, mientras te echo un poco de alcohol en esos raspones.

Ulises intentó sobreponerse a las náuseas que sentía y al marasmo de ideas en su cabeza. Mientras el otro le desinfectaba las heridas en los nudillos, le resumió el aspecto de la casona y sus dependencias a la sombra del bosquecillo y comentó la vista del patio que había descubierto desde su atalaya. Hasta consiguió levantar en un folio un croquis bastante aproximado del poblado. Lavilla no perdió el tiempo. Convocó a la totalidad del destacamento de guardias civiles que no estaba de permiso. Los puso al corriente de la situación en una sala donde proyectaron aquel croquis y las imágenes de satélite de Google. Leyó en voz alta las órdenes dictadas por el Juzgado. Estando involucrada una menor en aquel feo asunto, solicitó una asistente social de la comarca. Afortunadamente, le remitieron a alguien que había venido de fuera un par de meses antes y no conocía a Alicia. En menos de una hora dejó preparado el operativo, como lo denominaba. Ulises contemplaba aquello como en esas ocasiones de su vida en las que se había visto sobrepasado por las circunstancias, con una sensación de ajenidad, como si no se tratara de su ex mujer y de su propia hija.

—Tengo que pedirte un favor.

—Dime.

—No te va a resultar fácil…, pero tengo que…, pedirte que te quedes.

—¿Cómo?

—Sí. En estos casos, los familiares cercanos solo son un obstáculo. Es mejor que aguardes aquí.

—¡Pero Alfredo! ¡Cómo pretendes…!

—¡Lo sé! Sé que no es fácil, pero es lo mejor. ¡Créeme!

—Pero Rocío…

No te preocupes que es la primera de la que me voy a ocupar personalmente. ¡Te juro Ulises que tu hija estará bien! ¡Confía en mí!

Ante la vehemencia del sargento no tuvo fuerzas para seguir oponiéndose. Se encontraba todavía tan conmocionado que no se sentía con ánimo para seguir porfiando con él. Minutos más tarde, una estridente guirnalda de sirenas y destellos azules atravesó velozmente la verja del destacamento para irrumpir en la avenida. Iba repleta de guardias civiles de aspecto formidable, equipados con casco blindado, chalecos de protección y armas largas. Se dejó caer a peso en el sofá de recepción con la única compañía del cabo de guardia que le miraba comprensivo desde el mostrador. Las blancas luces de neón sobre el techo no parecían anunciar demasiadas alegrías. El tiempo se detuvo. Permaneció un buen rato inmóvil, envuelto en un sudario de dudas e incertidumbres.  Conforme transcurrieron los minutos, decidió ponerse en pie. Recorrió de lado a lado aquella sala espaciosa, una y otra vez, como un animal enjaulado.  Después de una hora y pico de angustiosa espera, se decidió a llamar a Lola con el móvil. Necesitaba desahogarse porque la tensión resultaba demasiado odiosa. La puso al corriente de la situación desde que había subido por la tarde a Alieto. Ella acababa de terminar su última visita del día. No se conformó con permanecer al margen. Comentó que al día siguiente tenía que marchar a Madrid, a recibir a su hermana que volvía desde Nueva Zelanda, pero que salía inmediatamente hacia el cuartel para estar con él. Por casualidad no estaba en la otra punta del Pirineo. Se presentó allí en menos de cuarenta minutos. Con el pelo revuelto y sin maquillaje, confirmaba que había acudido directamente desde la granja que estuviera visitando. Se sentó a su lado, después de darle un abrazo y un beso.

—¿Cómo estás? ¿Se sabe algo más?

—No. Hasta que no regresen…

—Pero ¿cómo es posible? ¿En qué coño pensaba Alberto para…?

—No lo sé. Cuando he bajado del árbol, solo me preocupaba que Alicia no volviera a escapar, llevándose nuevamente a Rocío. No he dejado que me viera y no he cruzado una palabra.

—Pero ¡es tu amigo, joder! ¿Cómo ha podido hacerte esto? ¡Y durante tanto tiempo!

—Supongo que la admiración que siempre le tuvo a ella, pudo más que nuestra amistad. No lo sé. La verdad, ¡no sé siquiera si me apetece saberlo! En este momento, ¡Alberto me importa una puta mierda! A estas alturas, la única que me preocupa es Rocío. Desconozco lo que pueda haberle dicho su madre sobre mí en estos años…, o lo que puede haberla afectado la fuga durante tanto tiempo.

—¡Por eso, no te preocupes! ¡Las mujeres somos más fuertes de lo que os pensáis! Ya verás cómo, en cuanto la niña te vea, se te come a besos.

—¡Ojalá tengas razón! Pero, el carácter de su madre ¡puede llegar a ser tan venenoso…!

—¡Bueno! ¡Estoy segura de que enseguida se adaptará! Los niños son esponjas que absorben y escurren con la misma facilidad.

—Ya. Por cierto, gracias por haber venido tan pronto, que no te he dicho nada.

—¿Gracias por qué? Me demuestras mucho más al dejarme vivir todo esto contigo que todas las palabras bonitas que me puedas decir.

—¡Gracias de todos modos! Se me hacía eterna la espera. Menos mal que…

—Señor Laguarta… —hablando con Lola, no se dio cuenta que se había acercado el cabo de guardia—. Ha llamado por radio el sargento Lavilla. Están regresando.

—¿Y…?

—Me ha dicho que le diga…, que ha ido todo bien y que no ha habido ningún problema. Me ha pedido que le recalcara que, en este momento, Rocío viaja a su lado de camino al destacamento.

—¡Dios!

En ese instante, Ulises se derrumbó, sollozando como un niño, en los brazos de Lola que le consolaba como podía, ante los húmedos ojos del guardia civil.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

REMORDIMIENTOS

 

Despidió con un caluroso «buen viaje» a los últimos huéspedes de la posada que se habían alojado hasta ese mismo lunes. En un completo silencio, la pareja se alejó en su híbrido japonés. Como se trataba del día de descanso de Rodica, esa mañana le tocaba dejar de lado el juego de las relaciones públicas y dedicarse al trabajo serio, poniendo la habitación a punto para recibir nuevos clientes, aprovechando que Rocío continuaba dormida en su cuarto. Subió la escalera para ventilar y vaciar la papelera. Cuando terminó de pasar el cepillo, fregó con esmero el inodoro, la ducha, el lavabo y también el suelo del baño. Cambió la lencería de la cama y dobló las mantas en el armario. Finalmente, cerró la ventana, echó la cortina y bajó al porche para disfrutar de una pausa de cigarrillo. Lola aún continuaba en Madrid con su hermana. En su última llamada le había comunicado que tenía novedades. Esperaba que fueran tan buenas como la del regreso de Rocío a casa.

Allí sentado, rememoró aquella noche de liberación tan especial en su vida. Tenía grabada en su retina esas imágenes grisáceas, cuando la comitiva de vehículos de la benemérita volvió al cuartel con discreción, casi en silencio, después del rescate en Alieto. Las recordaba, como si se tratara de una grabación, reproducidas a velocidad lenta. A distancia, observó un semblante deformado que, entre dos guardias civiles, atravesaba el patio pobremente iluminado. Se semejaba al rostro de su amigo de la infancia, encorvado y con los brazos plegados a la espalda. Se acordó de cuando eran niños y subían ordenadamente a clase con las manos cruzadas por detrás, después del recreo en el colegio. Parecía que las bolsas vacías bajo los ojos de Alberto se hubieran inflamado con su detención, dejando reducidas sus pupilas a dos puntitos oscuros que destilaban… miedo. Alicia descendió de otro todo terreno, también esposada. La llevaron en volandas hacia la entrada a los calabozos, pero pudo percibir su frente levantada y su mirada desafiante. Se la veía orgullosa y triunfante. Parecía que fuera ella la que hubiera liberado a alguien de una situación arriesgada y no el auténtico peligro. Por fin, llegó el momento que más temía. Duró solo unos instantes. Rocío bajó con soltura del vehículo de la guardia civil y se abrazó a él como si se hubieran visto por última vez ayer mismo y no hacía más de tres años. Le dio un vuelco el corazón, pero comprendió que todo estaba bien. Daba la sensación de que el veneno y las mentiras de Alicia no habían hecho mella en la pequeña. «¡Has vuelto, papá, has vuelto! ¡Sabía que volverías!», gritaba emocionada. Se la comió a besos, hasta que fue la niña quien le pidió que parara. La asistente social de la comarca que había descendido del mismo vehículo de la mano de la pequeña, le comunicó que acudiría con ellos a casa para comprobar que su alojamiento resultaba adecuado. Lola, a la que, con la llegada del operativo, había dejado abandonada en la oficina, se acercó un segundo para despedirse con un beso y murmuró que se verían a su vuelta de Madrid. En la distancia, Alfredo se dirigía ya al interior del destacamento con paso militar, cuando volvió la cabeza hacia él y esbozó una sonrisa cansada. Ulises pronunció con los labios un silencioso «gracias».    

En aquella primera noche con Rocío en Casa Laguarta, tuvo la sensación de que el tiempo se hubiera detenido al anochecer, en su antigua habitación de la calle Correos de Jaca. Cuando, después del baño, la arropaba y terminaba de contarle el cuento que había fabulado para ella. Los viejos recuerdos de entonces se fundían con las nuevas imágenes. Aunque, en el rostro de la niña se habían diluido los rasgos de bebé que tenía cuando la perdió y ahora no ceceaba en su incesante parloteo. La asistente social solo permaneció en casa cinco minutos. Al contemplar la espléndida habitación que esperaba a Rocío, se marchó enseguida, dejándole una tarjeta con su móvil por si surgía cualquier problema o necesitaba ayuda. La pequeña se acostó en su nueva cama y en unos minutos se quedó dormida. Ulises se relajó. Comenzó a tomar consciencia de la vida que iniciaba. Le llegó, como una sacudida, el recuerdo de Benedicta. Su madre hubiera pagado todo el oro del mundo por tener en casa a su única nieta.

Dos días después del rescate, desayunaron los tres juntos y, al terminar, dejó a Rocío a cargo de Rodica para acercarse al destacamento de Jaca. Necesitaba con urgencia esa última conversación con Alfredo para cerrar página y asimilar lo sucedido. Sabía que los detalles resultarían duros, aunque no imaginaba hasta qué punto la debilidad de Alberto había aparejado unas consecuencias tan espantosas. Quedaron grabados para siempre en su memoria.

—¿Entonces…?

—¿De verdad quieres saberlo todo? Además, ahora estoy con bastante lío y me pillas mal de tiempo.

—¿Y eso?

—Luego te cuento.

¡Lo necesito, Alfredo!

—¡Vale! Tú decides…, y además ¡qué cojones, que estás en tu derecho! —hizo una pausa para tomar aire y continuó—.  La historia que hemos reconstruido con sus declaraciones vendría a ser, más o menos, esta: nada más terminar su conversación con la hija del juez que la avisó de que nos había revelado lo de la falsa denuncia contra ti, Alicia metió su ropa y la de tu hija en una maleta y salió a escape con ella de tu antigua casa. Cargada con la pequeña y arrastrando el equipaje por las calles, no tenía la menor idea de dónde dirigirse. Lo primero que pensó fue en acudir a casa de sus padres en Fiscal. ¡Ojalá lo hubiera hecho! La habríamos pillado en un santiamén. Pero ¡qué puta coincidencia! Cuando se dirigía al autobús de línea y cruzaba la Avenida de la Jacetania, un coche le tocó el claxon y...

—¡No me jodas que se cruzó con Alberto!

—¡Pues sí! ¡Puta casualidad! El anormal de tu amigo con su Ibiza rojo se encontró con ellas. No pensaba decírtelo para no cargar más las tintas contra él, pero…, cuando Alicia le contó su problema, fue él mismo quien se ofreció a esconderlas en Alieto. No sé si iría inflado de coca o qué, pero así fue.

—¿Sabías eso?

—¿El qué? ¿La afición de tu amigo por las rayas blancas? Pero ¿tú qué te crees? ¿Que aquí en la benemérita nos chupamos el dedo o qué? ¡Pues claro que lo sabíamos! No nos lo habíamos llevado por delante porque intentábamos averiguar quién le suministraba. Y casi teníamos localizado al proveedor, pero ¡mierda! se nos escapó o, al menos…, ¡bueno! luego vuelvo sobre ese tema.

—Ya… —Ulises no supo qué añadir o si, a esas alturas, merecía la pena descubrir a Orlando.

—Pues el caso es que se subieron al coche y las llevó a la casa ruinosa esa…, de Alieto. ¡Y allí han estado escondidas todo este tiempo! Los tres juntos. Tu amigo se iba a trabajar cada día a la carpintería de Boltaña como si viviera solo y Alicia nos ha contado que se dedicaba a hacer la comida, la colada… y de profesora de tu hija. Presumía de que no ha descuidado su educación…, pero ¡tú me contarás lo que puede haberle enseñado con las dos solas allí arriba!

—Pero… ¿y cómo ha conseguido Alicia que, en todo este tiempo, Alberto no se fuera de la lengua conmigo? Ya sé que estaba colado por ella, ¡pero nos hemos visto un montón de veces desde que murieron mis padres! Hemos tomado mil cervezas juntos, nos hemos ido a pescar…

Alfredo permaneció callado unos instantes. La pregunta le resultaba incómoda. Carraspeó varias veces para aclarar la garganta. Hasta que encontró el tono adecuado y le miró directamente a los ojos.

Lo cierto…, es que…, ¡vivían como matrimonio!, ¿me comprendes? Tu hija dormía en su propia habitación que arregló lo mejor que supo. Pero ellos, ¡no te cabrees! dormían juntos en otra.

—¡Qué hijo de puta! A estas alturas, me importa una mierda con quién se acostase ella, ¡pero hombre! que Alberto haya estado tres años durmiendo a su lado y con Rocío en la habitación contigua y enterarme ahora…, ¡después de las horas y noches que hemos pasado juntos hablando de la vida y explicándole cómo echaba de menos a mi hija! ¡La verdad es que tiene cojones…!

—¡Bueno, pues es lo que hay! Tu amigo estaba prendado de tu ex…, aunque por lo visto también se cepillaba a cualquier otra que se pusiera a tiro. Ella misma nos contó que lo tuvo casi seis meses en el dique seco porque le pegó una venérea y hasta tuvo que tomar medicación para curarse.

—Ya… —recordó su visita con Alberto casi dos años antes al pip chou e imaginó el origen de las purgaciones.  

—Si te soy sincero, por las declaraciones de Alicia, me parece que a ella en realidad tu amigo le importaba un huevo. Yo creo que solo le daba carrete porque le convenía y que, el precio o peaje que pagaba el otro era mantener a tu hija allí escondida. Es más, fíjate, me da la sensación de que, en el fondo, tu ex albergaba la esperanza de que, un buen día, Alberto se hubiera ido de la lengua y te lo hubiera contado para joderte un poco más la vida.

—No me extrañaría nada de semejante...

—A lo que íbamos…, pues que la cosa podría haber seguido así eternamente, hasta que…, apareció el tal Orlando.

—¡No me jodas que también has conocido a Orlando!

—No he tenido el gusto la verdad.

—¡Claro! Es que se marchó a Barcelona.

—¡Pues va a ser que no!

—¿Cómo que no?

—Pues porque el perla de Orlando nunca regresó a Barcelona. Sigue aquí. ¡Bueno! En realidad, sigue en Alieto.

—¡Qué me dices! Y, con lo pequeño que es aquello, ¿cómo no lo habéis localizado todavía?

—Te lo explico. Viene a resultar que tu querido amigo había hecho tan buenas migas con el gaditano que no se le ocurrió otra cosa que llevarlo un día a comer a la casona.  Imagino que con el asunto del suministro de coca no podrían mantener demasiados secretos entre ellos…, y vivir con una fugitiva de la justicia era algo que tampoco podía ocultarle mucho tiempo. El caso es que aquel día subió Orlando y almorzaron allí los cuatro juntos y el traficante debió entrarle a tu ex por el ojo y se lo debió insinuar …, sin que Alberto se pispara.

—¡No me jodas!

—¡De eso se trataba precisamente! ¡De joder! Después de la comida, el invitado se marchó sin más y, al día siguiente, cuando tu amigo se fue a trabajar, Orlando volvió por allí nuevamente…, ¡para reclamar su premio! ¡Vamos, que se lo montó con Alicia!

—Pero ¿y Rocío?

—La dejaron en su habitación viendo un video a todo volumen de esos con los que los críos se quedan pasmados un par de horas. El caso es que allí estaban a lo suyo, en el dormitorio de Alberto, cuando…, regresó.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? ¡Tu amigo que se había olvidado el móvil! Vio el coche del otro dentro del pueblo, y en un instante se imaginó a lo que había venido. Debió agarrarse un ataque de cuernos de aquí te espero y…

—¿Y qué pasó?

—¿Que qué pasó? Pues que tu amigo cogió un buen trozo de zócalo del salón, subió al dormitorio y cuando los descubrió en la cama lo vio todo rojo y…, ¡se lo estampó en la cabeza a Orlando!

—¡Hostias!

—Alicia, cuando se dio cuenta, estaba desnuda con todo el cuerpo cubierto de sangre y se puso a gritar como una loca. Pero Alberto le siguió dando al otro en la azotea hasta que se la dejó como un merengue. ¡Vamos que se lo llevó por delante! ¡Debió ser todo un espectáculo! Menos mal que tu hija no se enteró de nada con el video a todo volumen, porque si no…

—¡Me cago en la puta! Por eso me dijo a mí Alberto que había regresado a Barcelona y que no creía que volviera en mucho tiempo…

—Por cierto, ya veo que conocías bien al tal Orlando…, y no me habías dicho una palabra.

—¡Joder, Alfredo! ¿Qué querías que hiciera? Estaba por medio mi amigo…, ¡bueno! El que yo creía que era mi amigo de la infancia y no podía hablarte de él sin comprometer a Alberto. ¿Tú qué hubieras hecho en mi lugar? Además, una mañana que me encontré en Aínsa al de Cádiz, ya le di un recado, en forma de hostia bien dada, para que se alejara de Alberto. Y, como un buen día desapareció, creí que me había hecho caso.

—¡Pues ya ves que no! ¡Bueno, vamos a dejarlo! Lo cierto es que, cuando se calmaron, tenían literalmente un cadáver en la cama del que debían deshacerse. Así que, esperaron al anochecer y, cuando acostaron a tu hija, lo bajaron entre los dos, envuelto en las sábanas, y lo enterraron en el patio trasero, pegado al muro. El mismo patio que pudiste contemplar desde lo alto del árbol.

—¡Vaya historia! O sea que mi…, antiguo amigo tiene que responder…

—Además de lo de tu hija y lo de ayudar a una fugitiva, está acusado de homicidio y de inhumación ilegal…, o sea, de enterrar al difunto traficante fuera del cementerio. Me temo que se va a pegar una buena temporada en chirona…, gracias a los caprichitos de tu ex.

—¡Y yo que estaba un poco preocupado, por si había aparecido droga en su casa cuando fuisteis a rescatar a Rocío y aún le caían más años!

—La verdad, Ulises es que, cuando entramos en la casa a por ellos, me dio la impresión que los dos estaban cansados de estar allí recluidos. Se notaba que tenían ganas de poner fin a aquella historia. Ninguno opuso la más mínima resistencia y Alberto nos contó enseguida lo del fiambre y cómo había sucedido. Mientras nos daba detalles y se desahogaba, ¡yo mismo noté cómo se iba relajando!

Comprendió que el rostro de su amigo de los últimos meses no era el de un consumidor de cocaína, como él había creído. Esas manchas oscuras que se extendían sobre la piel de la cara, las bolsas que colgaban vacías bajo sus ojos hundidos, el encorvamiento y su aspecto de agotamiento no eran debidos a las drogas. Eran el reflejo de los voraces remordimientos que corroían sus tripas. Un tumor maligno que consumía su interior día tras día. Sabía que su amigo no era un asesino. El feroz crimen de Orlando y el arrepentimiento por su muerte cuando recobró la lucidez le debieron perseguir a todas horas. Tendría grabadas en su retina las imágenes del cráneo aplastado del traficante cuyo rostro ensangrentado le acosaría constantemente como un espectro. Recordó cómo se sintió él mismo cuando se separó de Alicia y su madre no lo aceptaba. El insomnio, las pesadillas y las náuseas constantes por las dudas. Tuvo una cierta noción del estado de Alberto durante este tiempo. Aquello le produjo una profunda tristeza, aunque no sirvió para disculpar su traición durante más de tres años.

—Ahora entiendo la cara que ha llevado todos estos meses. Era la de alguien torturado por dentro.

—¡No lo sé! Es posible. Pero eso ahora ya depende de los jueces. Nosotros hemos terminado de reconstruir sus pasos todo este tiempo y el cadáver de Orlando está ya en la mesa del forense. Así que, para nosotros, ahí acaba todo…, en cuanto a ese asunto.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que andamos desde ayer liados con otro tema más delicado.

—¿El qué?

—No puedo…. ¡Bueno, da igual! Total…, va a salir en todos los putos telediarios este mediodía…

—¿Qué coño ha sucedido?

—Pues que hace un par de meses se puso en marcha desde la Comandancia de Zaragoza la operación Sobrarbe.

—¡Ya! ¿Y eso de qué va?

—Pues que algunos diputados provinciales y varios cargos de la Comarca tenían montado un chiringuito para cobrar un porcentaje de las obras públicas que se ejecutaban y uno, al que parece que no le repartieron lo prometido, cantó la Traviata en la Comandancia. Así que, desde hace varias semanas, con autorización judicial, se intervinieron unos cuantos teléfonos y se practicaron seguimientos. Y, tirando, tirando del hilo, ¿a que no sabes a qué otro amigo tuyo nos hemos calzado?

—¡Y yo qué coño sé! ¡Ni idea!

—¡Tranquilo! Que lo de amigo tuyo era broma. Hemos detenido al alcalde de tu pueblo.

—¿Al Carmelo? ¡No me jodas!

—¡El mismo!

—¿Y entonces? ¿Qué va a pasar?

—Te digo lo mismo de siempre. Eso ya no es cosa nuestra, sino de los jueces. ¡Pero vamos! Lo que sí te puedo asegurar es que el tal Carmelo ha dejado de ser el alcalde de tu pueblo, ¡eso sí te lo puedo confirmar!

—¡Me cago en…!

Con ayuda de Rocío, que disfrutaba ese instante alborozada, como si se tratara de un juego, fue retirando del terreno de detrás de Casa Laguarta cada uno de los carteles que contaban al resto de Escún la injusticia que se había pretendido cometer con la apropiación de su finca. Degustó con parsimonia ese momento. Desclavando los postes con ella, recordó su última conversación sobre el tema con la señora Jordana. Fue ella la que le advirtió que en esos asuntos hay que llegar hasta el final. Y tenía toda la razón. Enseguida le vino a la cabeza la impactante noticia que un par de días antes le había dado por teléfono Alfredo. A diferencia de lo decretado respecto al ex alcalde Carmelo, o a su antiguo amigo Alberto, después de tan solo tres días en prisión, el Juez D. Federico había dejado a Alicia en libertad bajo fianza. Solo se extendería hasta que se celebrara su juicio e incluía una orden de alejamiento de Rocío y de Ulises, pero resultaba algo inconcebible. Al parecer, la devoción por su hija Luisa, que todavía se sentía culpable de su delación, y la influencia de esta sobre el magistrado, eran absolutas. Ni el propio Alfredo había supuesto que aquello pudiera suceder. Por si acaso, el veterano guardia civil le comentó que había ordenado un discreto seguimiento de Alicia que, al salir de prisión, había acudido directamente a casa de sus padres en Fiscal.

—Al-cal-de es-te te-rre-no no-es-tu-yo. Alcalde. ¿Qué es un alcalde, papá?

—Es un señor… que…, que dirige el pueblo.

—¡Ah! ¿Y por qué pusiste estos carteles?

—Es una historia un poco larga. Una noche de estas te la cuento para dormir, ¿quieres?

—¡Vale!

Escucharon ruido de un motor que se acercaba y dejaron los carteles para rodear la casa. El Suzuki de Lola llegaba en ese momento. Bajó del coche y se acercó a ellos sonriendo.

—¡Hola!

—¿Qué tal por Madrid, Lola?

—¡Bien! Ahora te cuento…

—¡Yo soy Rocío! ¿Tú cómo te llamas?

—¡Soy Lola, cariño! ¡Ya sé quién eres! Me lo contó tu padre que también me dijo que eras una niña muy guapa y veo que no exageraba. ¿Me das un beso? ¡Gracias! Otro para ti.

—¿Eres su novia?

—¡Rocío! ¡Esas cosas no se preguntan!

—¡Déjala! Si es normal. Soy amiga de tu padre, sí.

—Cariño, ¿por qué no te acercas a la cocina…, que Rodica estaba haciendo magdalenas y le dice que te dé una?

—¡Vale!

En un segundo, se alejó corriendo hasta el interior de la casa, preguntando a voz en grito por Rodica.

—¡Es un amor de niña!

—La verdad es que sí. Con el miedo que tuve a cómo le iba a afectar lo que ha pasado…

—¿Ves? Ya te dije yo que no era para tanto…

—¡Oye! ¿Y por qué le has dicho a Rocío que solo eras una amiga?

—Ulises…, ya te comenté que después de lo de Lucas, lo nuestro tenía que ir despacio.

—Ya, pero…

—Además, ya sabía entonces que mi hermana regresaba a España y no estaba segura de qué idea llevaba.

—¿Tu hermana? ¿Qué tiene que ver tu hermana con nosotros?

—Pues que ha vuelto sola.

—Ya, pero…, es una mujer adulta.

—Cariño, como buen hombre que eres, no te enteras de nada.

—No sé por qué…

—¡Mi hermana es la única familia que me queda! Tú…, no tienes hermanos, pero imagínate que tuvieras uno. Sería también tu única familia. Pues así me siento de unido a mi hermana.

—Ya, bueno…

—El caso es que fui a recogerla a Barajas sin saber muy bien la idea que llevaba en la cabeza, si se quedaba en Madrid o prefería venirse. Pero lo que no me esperaba…

—¿El qué?

—Pues que mi hermana no ha venido a España por cansancio de vivir tan lejos, allí en las antípodas…, o para ver si se salía algo mejor por aquí.

—¿Qué quieres decir?

—Que ha regresado…, porque ha aceptado una oferta de la Unión Europea para dirigir un proyecto internacional de biología en el CSIC.

—¡Estupendo! Me alegro por ella, pero eso ¿qué tiene que ver contigo?

—Me ha pedido…, que sea la veterinaria asistente del proyecto. Quiere que trabaje con ella en Madrid. Me marcho con Juan el mes que viene…, en cuanto pase las cartillas ganaderas a otro veterinario.

Esas palabras resonaron en su cabeza como repiques de toque de difuntos llamando a los fieles. Le invadió un sentimiento absoluto de pérdida. Después de haber permanecido separado de Lola durante tantos años, recuperarla con tantas dificultades, para, al final, marcharse de allí nuevamente, parecía más de lo que se sentía capaz de soportar. Ella se dio cuenta enseguida del impacto que le habían producido esas noticias. Intentó amortiguarlo.

—¡Por favor, no te lo tomes así, que me sabe muy malo! Tienes que comprender que, además de tratarse de mi hermana, que me necesita, profesionalmente es una oportunidad de esas que solo aparecen una vez en la vida.

—Me lo imagino…

—Además, no me voy al otro extremo del mundo. Estaré en Madrid ¡y voy a venir a menudo! Y tú puedes venir de vez en cuando a verme también, ¿no?

—Lola…, es que no me lo esperaba.

—Ya, pero ha venido así…

—Después de haber recuperado a Rocío, creía que tú…, que nosotros…

¿No te acuerdas lo que me dijiste cuando te comenté que teníamos que ir despacio?

—¿El qué?

—Que después de todos los años que me habías esperado…, podías aguardar un poco más.

—Ya.

—Me pareció lo más bonito que me habían dicho nunca. Solo te pido que tengas un poco más de paciencia. Además…

—¿Qué?

—Ya le he dicho a mi hermana…, que la primera vez que se le ocurra montarme un pollo, le tiro los trastos a la cabeza y me piro de allí antes de que se dé cuenta.

—¡Esperemos que no sea para tanto!

—¡No! Que es broma entre hermanas… Por cierto...

—¿Aún más? ¿Te parece poco?

—Para ayudarte y que te sea más fácil esperarme… —colgó sus brazos de su cuello y acercó sus labios a los suyos—. Voy a seleccionar personalmente al nuevo veterinario. Vete olvidando de volver a ligar con la nueva, ¡porque voy a buscar al compañero más desagradable que encuentre!

Y se fundieron en un tierno beso que a Ulises le transportó a su adolescencia, cuando se acordaba de María Dolores Abadía y sus clamorosos silencios durante las largas noches de insomnio.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

EPÍLOGO

 

Atravesó las puertas de cristal del hospital de Jaca. Le vinieron a la mente los difíciles momentos que había vivido allí la última vez que se presentó con una urgencia angustiosa, cuando le avisaron del accidente mortal de sus padres. A pesar del tiempo transcurrido, aún le producía cierta inquietud entrar a aquel lugar. Pero debía recoger los resultados de los últimos análisis que habían hecho a Rocío después de liberarla de su cautiverio.

Dejó de lado el mostrador de información y atravesó el pasillo que conducía a las consultas. Cuando giró la esquina, casi de dio de bruces con el doctor Ciprés, aquel médico tan agradable que trató en sus últimos momentos a Aurelio y Benedicta y que le reconoció de inmediato.

—¡Ah, hola! ¿Cómo estás? Laguarta, ¿verdad?

—Sí, doctor. Estoy bien, ¿y usted?

—Ya sabes…, siempre hay trabajo para nosotros por aquí.

—Ya me imagino.

—Por cierto…

—¿Sí?

—¿Tienes un minuto?

—¡Sí, claro! Usted dirá.

—Verás, es… —miró hacia ambos lados y parecía dudar sobre si debía hablar o no—. Se trata de tu ex mujer, Alicia.

—¡Ah!

—Ya sé que no mantienes relación con ella después de…, lo que sucedió.

Pues no, la verdad.

—Pero es que estoy preocupado con ella. La estoy tratando porque padece de insomnio, pero me preocupa su estado general.

—¿A qué se refiere?

—Es que, al parecer, lleva muy mal lo de estar enclaustrada en casa de sus padres en Fiscal porque ha estado demasiado tiempo encerrada en la casona esa donde se escondió durante tres años. Y no sale porque me dice que, cuando se cruza a los vecinos del pueblo, ninguno la saluda… Nadie la mira y si la mira alguien es con un desprecio absoluto. Ni siquiera los que la conocen de toda la vida quieren saber nada de ella. Y me cuenta que se siente como aislada de todo y de todos.

Algo se removió en el estómago de Ulises que recordó los momentos previos a su fuga de Jaca cuando Alicia le avisó que lo iba a denunciar falsamente por abusar de su propia hija. Esa sensación de que cuando se extendiera el rumor la gente volvería la cabeza fingiendo no verlo, de que sería un paria a quien todos evitarían mirar a la cara y que pretenderían no conocer. Y, sobre todo, ese silencio que reinaría a su alrededor, como si se encontrara cubierto por una campana de cristal que lo aislaría.

Ahora Alicia se enfrentaba a esa cuarentena social, más dura que cualquier condena, de la que el mismo Ulises se vio forzado a escapar.

—Me preocupa que, en esas circunstancias, vaya a hacer alguna tontería, ya sabes...

—No se preocupe, doctor. Ella es más fuerte de lo que pueda imaginar. Más temprano que tarde se adaptará a lo que le suceda…, y, además, ¡no dude de que lo merece! ¡Buenos días!

Se dio media vuelta y dejó al buen médico perplejo ante su respuesta. Para Ulises, después de lo que había vivido y lo que acababa de escuchar, cualquier sentencia con la que concluyera el juicio por el secuestro de Rocío le parecería leve. La auténtica condena para Alicia, la que de verdad supondría un duro castigo, iba a venir de la reprobación diaria de sus propios vecinos, de su aislamiento de los demás, del reproche mudo de esos amigos de toda la vida que nunca volverían a dirigirle la palabra. Y quién sabe. Quizás no lo soportara y finalmente se viera obligada a escapar de allí.

 

                                                Zaragoza, 5 de marzo de 2020.

 

 

 


 

También en lecturas-hispanicas.com

www.lecturas-hispanicas.com

 

ü  La comunidad del Energúmeno (Babiluno)

ü  La flor de Saúco (Luis Antonio Alonso Menoyo)

ü  Cantiles y riscos (Luis Antonio Alonso Menoyo)

ü  Conocer a… Benjamín Franklin.

ü  La familia de Arturo Soto

ü  Desde mi alcoba (José María Collado)

ü  La brújula del pescador (Luis Antonio Alonso Menoyo)

ü  Conocer a… Manuel Azaña

ü  Conocer a… el arte moderno (Servando Gotor). En preparación

ü  Conocer a… Mata Hari En preparación

ü  Conocer a… Brujería y exorcismos en España

ü  Conocer a… El Gran Capitán

ü  Conocer a… los Borgia

ü  Nubes bajas (LuisAntonio Alonso Menoyo)

ü  Niebla y la Tía Tula (Miguel de Unamuno). Edición anotada, que incluye El nebuloso mundo de Eugenio y Tula, de Servando Gotor.

ü  España negra (Darío de Regoyos y Émile Verhaeren)

ü  La leyenda negra y la verdad histórica (Julián Juderías)

ü  La estación maldita y otros cuentos (Antonio Envid)

ü  Las fuerzas extrañas (Leopoldo Lugones)

ü  La letra escarlata. Wakefield (Nathaniel Hawthorne)

ü  El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad).

ü  Hipatia (Charles Kingsley)

ü  Sicilia en "El Grand Tour" (Goethe, A. Dumas, Guy de Maupassant)

ü  Esplín. 50 textos contra las umbrías tardes de confinamiento (Servando Gotor)

ü  ¿Crisis? Nunca pasa nada (Servando Gotor)

ü  Abogados (Servando Gotor)

ü  Grecia eterna (Enrique Gómez Carrillo)

ü  El Speronare (Alejandro Dumas)

ü  Rómulo y Teseo. Edición divulgativa (Plutarco)

ü  Inspección de Guardia (Rafael Moya Valgañón)

ü  Los últimos días de Pompeya (Edward Bulwer Lytton)

ü  Shakespeare (Victor Hugo)

ü  Vida de Kant (Kuno Fischer)

ü  El Greco de Cossío. Edición ilustrada, revisada y actualizada.

ü  El enigma del domador de pulgas (Antonio Envid)

ü  Sed (Rafael Moya Valgañón)

ü  Diario de Nicaragua (Andrés Fuertes)

ü  Idearium español (Ángel Ganivet)

ü  Introducción al flamenco y cancionero (Rafael Moya Valgañón)

ü  El Quijote y su época (José de Armas y Cárdenas)

ü  Cuarto y mitad (Carlos de Francia Blázquez)

ü  Pasarela (Carlos de Francia Blázquez)

ü  Las constituciones españolas. Textos completos

ü  Informe sobre la Ley Agraria de Jovellanos y las Cartas de Cabarrús.

ü  Las Nacionalidades (F. Pi y Margall)

ü  La Horda, (Vicente Blasco Ibáñez). En preparación

ü  Huella de almas (Francisco Acebal)

ü  Aires de Mar (Francisco Acebal)

ü  Batiéndome en retirada (JAVI)

ü  Ossa Árida ― El Papa Luna (Servando Gotor)

ü  Molière por Moratín (El médico a palos y La escuela de los maridos)

ü  Nerón. Su vida y su muerte

ü  Diálogos del Orador (Marco Tulio Cicerón, con notas de Servando Gotor)

ü  Esta sombra no es mía (Juan Serrano)

ü  Merodeando el desnudo femenino (Narciso de Alfonso)

ü  Entre las ruinas del cielo (Servando Gotor)

ü  Todo amor es grande (Propercio en la versión de Mariano Berdusán)

ü  La invención de la Taberna (Antonio Envid)

ü  El color de mi cristal (Mariano Berdusán Cabellos)

ü  A beneficio de inventario (Antonio Envid)

ü  Bárbara Blomberg (Servando Gotor)

ü  Serafita (Honoré de Balzac, con traducción de Narciso de Alfonso)

ü  Confusión de confusiones (José de la Vega, edición y notas a cargo de Antonio Envid)

ü  El guacamayo azul (Narciso de Alfonso y Servando Gotor)

ü  La tía Tula (Miguel de Unamuno)

ü  Niebla (Miguel de Unamuno)

ü  Aura o las violetas (J. M. Vargas Vila)

ü  Cajal. Cuentos y enredos (Servando Gotor)

ü  El amor y las moiras (Servando Gotor)

ü  El tenue aroma de la acacia (Antonio Envid)

ü  El Papa del Mar (Vicente Blasco Ibáñez)

ü  La ciudad sin faro (Servando Gotor)

ü  Los amantes de Teruel: las dos versiones íntegras y una reseña crítica de Larra (J. E. Hartzenbusch).